Introducción/presentación
Esta entrada no corresponde a un viaje mío, ¡ya me hubiese gustado!, sino a uno de los que mi hermano Manolo realiza cada año junto a su mujer, Teresa, siguiendo una sana costumbre que mantiene desde que se jubiló. A veces lugares «civilizados» como Argentina. Otras veces más exóticos como el sur de La India (el norte ya lo conocían). Otras veces, Etiopía, dando la vuelta a todo el país…
Esta vez les dio por irse nada más y nada menos a un destino tan inusual como Mongolia, viviendo en las yurtas con los kazajos y disfrutando del espectáculo de sus fiestas y, sobre todo, del vuelo de sus águilas. Como cuenta Manolo en sus «cuadernos de bitácora» que transcribo a continuación, los kazajos son ganaderos nómadas que viven de pastorear sus rebaños, pero que además son excelentes cetreros. Capturan águilas adultas con lazos a las que adiestran con la paciencia que es de imaginar, y a las que utilizan para capturar zorros y lobos, al objeto de vender sus pieles. Las águilas son lanzadas hacia sus presas a las que, con sus fuertes garras del tamaño de la mano de un hombre, cierran el hocico evitando las mordeduras.Tras unos cuantos años las liberan de nuevo devolviéndolas a la naturaleza.
En cada uno de sus viajes, Manolo nos va enviando vía wassap numerosas fotos y sobre todo largas descripciones, dignas de las antiguas novelas de los viajeros decimonónicos, en las que nos sitúa en lugares, entre gentes y costumbres que, como poco, nos ponen los dientes largos. Se intercalan en el grupo de wassap comentarios elogiosos de sus amigos. Cuando los hermanos hablamos de sus viajes el comentario general es el mismo: ¡jo, qué suerte, quién pudiera!...la envidia sana no es envidia: es admiración. Y más si pensamos que a sus años (en este viaje y como él mismo apunta, ya tiene 67 «tacos») la mayoría de la gente considera si acaso irse a la playita o, como mucho, a algún crucero. En la familia tenemos un punto viajero. Yo mismo, modestia aparte, y como podréis ver los que curioseéis en el blog, he hecho mis pinitos por sitios inusuales. Pero he de reconocer en honor a la verdad que Manolo y Teresa me ganan, y ahí siguen, buscando lugares en el mundo donde aún valga la pena ir.
No me extiendo más. Os transcribiré los mensajes que nos iba enviando por whassap, tal cual, respetando cada acento, cada punto y cada coma, ¡lejos de mí atreverme a hacer la mínima corrección!. Por supuesto, con su autorización previa. Que lo disfrutéis como los receptores de los whassap lo fuimos disfrutando. Muy lejos, ¡ay!, de lo que ellos merecidamente disfrutaron.
El viaje
11/9/17 4:45. Manuel G.C. Una vez más voy a incordiaros con el cuaderno de bitácora, esta vez con los kazajos en Mongolia y sus artes para cazar con las águilas. Borraos el que no quiera ser incordiado que ya sabeis que lo comprendo y no me enfado. A los demás, paciencia. A ver si hay suerte y vemos cosas interesantes. Un abrazo desde Ulaan Baator.
11/9/17 17:37. Cuaderno de bitácora al 11/9/17.
Ulan Baator por la noche aún casi parece una ciudad europea, con sus letreros iluminados con leds y las serpenteantes luces de los Toyota híbridos camuflando lo que, por el día, tiene de ex-soviética ciudad caótica. Repleta de baches y tráfico desordenado. La contaminación que producen las calefacciones de carbón y los coches obliga a restringir el mover el vehículo privado en función de su número de matrícula; y siendo la capital que pasa por ser la más fría del mundo la solución no parece fácil.
A 10.000 km. de Madrid, en el centro de Asia entre Rusia y China, con una extensión como tres Españas, de sus solo tres millones de habitantes la mitad se concentran en la capital, por lo que el pais está prácticamente deshabitado, con muy pocas ciudades y muchos grupos nómadas que pastorean el territorio con sus yurtas de invierno y de verano.
Unos pocos museos con muy poco que enseñar nos reciben y nos despiden, pues mañana, de nuevo, tomamos otro avión hacia Urgiil, a 1.400 km. de aquí, donde los kazajo nos esperan con sus águilas. Tal vez no volvamos a tener wifi. Tal vez sí. Eso lo veremos mañana si los antiguos guerreros de Gengis Khan nos lo permiten.
15/9/17 20:16. Cuaderno de bitácora al 13/9/2017
Llegados a Urgiil en avión bimotor resultó que sí teníamos wifi, pero nada que contar a pesar de entrar en el museo de la ciudad y ser recibidos por la directora que, entusiástica y prolijamente, nos enseñó y explicó todas las vitrinas con los «maravillosos» tesoros que encerraban. Hoy, después de tres días fuera del que ha sido mi mundo durante 67 años, y de nuevo en Urgiil, hay tanto que contar y tan dífícil de explicar que dudo mucho que sepa y pueda hacerlo sin resultar una mala caricatura del original. De la mejor manera que me sea posible, lo intentaré transmitir.

Las «autopistas» de Mongolia
Así pues, y volviendo a la narración, montamos con nuestra guía y traductora Soyloo en una camioneta rusa 4×4 UAZ años 60 que, por ejemplo, nunca se llegó a equipar con toma de mechero, -¿para qué, si no había móviles?-, y saliendo en dirección norte de repente la carretera desaparece y, frente a nosotros, se abre una sucesión de colinas a derecha e izquierda, surcadas de huellas de rodadas, unas para acá, otras hacia allá, otras de frente, sin ningún cartel, ni camino establecido, ni orden aparente, que deja a la orientación del chófer el tomar éste o aquél, o ninguno de ellos y hacer tu mismo el camino con rodadas nuevas. La camioneta lo resiste todo a pesar de alternar a su paso piedras afiladas como cuchillos y arenas finas como de una playa, o matojos resecos. Así recorremos sesenta kilómetros en casi dos horas y por fin llegamos a nuestro destino, en un gran valle, la casa de otoño de Yoriuul y su familia.
Y el mundo se detiene aquí. Las altas montañas tienen la cumbre ya con nieve, serpentean multitud de arroyos y bajamos de la camioneta. Yoriuul y su familia salen a saludarnos. Nuestro chofer hace de intérprete entre el jefe de la casa y nuestra guía, pues Yoriuul sólo habla kazajo. Tanto el chofer como la guía permanecerán con nosotros durante nuestra estancia aquí.
Yoriuul es un nómada kazajo típico, salvo que también es cetrero por su afición de cazador. Tiene su yurta para el verano y el invierno, -que va cambiando de lugar en función de los pastos y la vida y necesidades de sus animales, de los que depende para vivir-, y la casa de ladrillo y madera donde pasa la primavera y el otoño en el amplísimo valle surcado de riachuelos y abundantes pastos, pero donde los vientos pueden soplar con tal violencia como para romper los pocos cristales que conserva, motivo por el cual, entre otros, se traslada con su yurta y ganados a las montañas donde, a pesar de la nieve, puede encontrar un abrigo entre las colinas donde los vientos le permitan pasar el invierno con menos rigor que en el valle. Pasado el invierno volverá a la casa, y cuando se sequen los riachuelos volverá a cargar la yurta para montarla donde el calor sea menos sofocante, pues si en invierno llegan a los -40ºC en verano soportan los +30ºC y ahora son tormentas de polvo y arena las que mueven el suelo de su inmenso valle.
Yoriuul tiene esposa y cinco hijos, dos varones y tres hembras, y un trabajo físico constante y agotador, especialmente las mujeres, que si tienen algún momento de reposo, lo emplean en hacer el kumis, que se obtiene batiendo la leche de la yegua hasta que fermenta y se vuelve ligeramente ácida y ligeramente alcohólica, con efectos suavemente eufóricos que eliminan la sensación de fatiga.

La familia al completo. En el barreño verde, el kumis
La familia de Yoriuul al completo consumen más de 15 litros diarios de esta bebida, visitantes aparte, pero hay que hacerla. Las mujeres, incluida la niña de 4 años, baten leche en cualquier momento de ligero reposo. El resto de la familia la componen otras dos niñas, de unos 14 o 10 años, y los chicos de unos 18 y 12 años, junto a la madre, y, como no, sus tres águilas, un halcón, un lobo de dos años que está intentando domesticar -y que ayer casi le mata una cría de yack que se le acercó más de la cuenta-, un gran perro que cuando no duerme aúlla, y su ganado: unas doscientas cabras y ovejas, todas revueltas, una treintena de yacks, una docena de yeguas cada una con su potro, y varios caballos de monta.
Si juntar cada mañana todos los animales esparcidos por el valle es algo titánico que he tenido la oportunidad de presenciar, cada tres meses trasladarlos a ellos y el ajuar de la casa debe resultar una epopeya. Pero ya se me ha hecho demasiado larga esta crónica. Tendré que dejar para mañana el narrar cómo es un día cualquiera, pues difieren muy poco unos de otros, en casa de Yoriuul el cetrero.
Perdonad pero ya es muy de noche aquí y mañana madrugo. Empiezan las competiciones.

18/9/17 14:53. Cuaderno de bitácora al 14.09.2017
La jornada comienza en casa de Yoriuul antes del amanecer. En la gran planicie que se extiende a nuestra vista hay un sinfín de ganado que se mueve y ha estando pastando toda la noche y hay que atraerle a la casa. El hijo mayor coge un caballo y sale a por las cabras. La madre y las dos hijas mayores van juntando los yaks más próximos y atando sus terneros; los más lejanos ha ido a buscarlos el varón pequeño en otro caballo al galope. Los más cercanos, las hijas que corren por la pradera tras ellos.

Reunidos los yaks, hembras sueltas y terneros atados, pero lo bastante juntos para que las madres los sientan cerca, las mujeres van ordeñando a cada una, y antes de vaciarlas del todo sueltan a su ternero, que corre a mamar lo que queda de la madre. Con esta leche harán varios quesos que recuerdan nuestros quesos gallegos, uno de los cuales se deja secar a tal extremo de dureza que con nuestras dentaduras no fuimos capaces de morderlo, y de esta leche grasienta se saca la mantequilla, que a grandes bocados o disuelta en la propia leche mezclada con te, se consumirá por litros algo más tarde.
Acabadas de ordeñar las yacks y reunificadas las cabras al más puro estilo oeste, a caballo y agitando cuerdas, y separadas las propias de las de otros vecinos con las que tienden a juntarse durante la noche formando grupos de más de 500 ejemplares, comienza el emparejamiento de las yeguas y los potros para el ordeño.


Ordeñando las yaks. Al fondo, la casa de Yoriuul
Este juntado matinal es una verdadera pelea entre el hombre y las bestias. Las yeguas son indómitas, y sus potros más. Conseguir atraerlas, lazarlas y atarlas sólo se consigue peleando físicamente con todas y cada una de ellas, recordándome escenas de nuestra rapa das bestas gallega. Conseguida la reunificación, a la yegua se le dobla la pezuña sobre sí misma atándosela, para dejarla a tres patas y que no huya. Los potros se acercan a las madres, las estimulan y se les retira, otra pelea, y entonces se las ordeña. A medio acabar se suelta al potro que corre hacia su madre. Entonces se libera la pezuña permaneciendo atada. Cada dos horas se la seguirá ordeñando. Así todo el día hasta la noche. Nuestra guía nos dice que esta leche es la más nutritiva y dulce, y parecida a la humana. Con ella, después de sacarle la nata, harán su bebida favorita que las mujeres ya comienzan a batir, pues nos hemos juntado entonces para el desayuno, todos sentados en el suelo, sobre gruesas alfombras, alrededor de una mesa baja y al calor de la gran estufa en la habitación que es el centro de la vida en la casa, pues en la otra solo se duerme. Son las nueve de la mañana. Las dos primeras horas del día han sido de febril actividad.
A las diez el sol empieza a calentar y en la casa comienzan a aparecer visitas. O se ha corrido la voz de que hay turistas en la casa de Yoriuul o es que todo el valle pasa por aquí. Cada visita se recibe igual. En la habitación que es cocina y comedor, alrededor de la mesa baja y sentados en el suelo sobre las alfombras se les ofrece a todo el que pase por allí los tazones de leche de yak con te, los de leche de yegua batida, la manteca, panecillos, galletas de vainilla y cualquier cosa que hubiera sobre la mesa.
La madre y las hijas no cesan de alimentar el fuego con bosta de yack seco, -la madera es muy escasa en la zona-, calentar jofainas y jofainas de leche y batir el kumis. Siempre detrás en un segundo plano. Y cuando no bate kumis barre el suelo de cemento forrado con hule, o sale a por agua, o a por bostas, u ordeña. Sin tregua. Los hijos la secundan.
Yoriuul y su hijo el cetrero nos enseñan orgullosos sus medallas obtenidas en las carreras de caballos, pues también se dedicaba a ello. Y como hace mucho viento y no es bueno para el águila, decide llevarnos a la montaña a buscar cabras salvajes.
Con la camioneta brincamos sobre suelo virgen de rodadas pisando piedras y atravesando riachuelos hasta que resulta imposible continuar. Allí nos apeamos y Yoriuul comienza a andar a grandes zancadas hasta que le vamos perdiendo la pista. Los guijarros, los saltos para vadear arroyos y la pendiente del camino, le recuerdan a mi rodilla que está pendiente de operación de menisco y ligamento cruzado. Llega un momento en el que continuar puede ser una temeridad. Soyloo, nuestra guía, le sigue. Solo ellos verán a las grandes cabras en las rocas. Los derrotados por la montaña volvemos al refugio de nuestra camioneta no sin volver a tocar algunos de los pocos árboles que hay en este territorio y que el otoño ya ha puesto de amarillo sus hojas.
Vueltos a casa nos encontramos todos para la cena. Las hijas han seguido batiendo el kumis mientras la madre hacía la comida, que en una gran bandeja ovalada ocupa el centro de la mesa. A su alrededor, los habituales tazones con pan, manteca y nata. Y los tazones para la bebida, -la leche con te y el kumis-. No hay platos. Con un cuchillo de caza y las manos se va troceando la carne guisada sobre la propia bandeja, y de allí cada uno toma con las manos lo que quiere. Sin protocolos. Salvo el de ofrecernos a nosotros siempre el primer bocado para degustar la comida.


Una de las niñas batiendo kumis. Mi hermano Manolo dice que le recuerda los cuadros de Vermeer, con su luz lateral. A la derecha, la despensa
De entre nuestra mochila sacamos algunos sobres con embutidos y advertimos que es carne de cerdo, porque los kazajos se declaran musulmanes aunque muy laxos en el seguimiento de las doctrinas de Mahoma.
Nuestros embutidos son gentilmente rechazados, no así las galletas o fruta que llevamos, y pasamos a la otra y única gran dependencia de que consta la casa de Yoriuul; una sala espaciosa de unos 40m2 con seis camas pegadas a la pared más dos sofás camas. Es el dormitorio comunitario de la casa donde, incluyendo el suelo, duermen los hijos de Yoriuul y todo el que pase por la casa, salvo el matrimonio Yoriuul que duermen en dos camas de la habitación cocina-comedor y que hemos estado utilizando para sentarnos.
Metidos en dos gruesos sacos de dormir cada uno, y medio vestidos, nos tumbamos sobre somieres de muelles que se hunden con nuestro peso. Nosotros, Soyloo, el chófer, y los cinco hijos de Yoriuul, compartimos la habitación. No llego a ver si alguno duerme en el suelo porque yo caigo dormido antes de que todos se acuesten. La temperatura ha bajado mucho. Dentro de la habitación no superamos los 5ºC pero dentro de los sacos se duerme bien si no dejas las manos fuera.
La Via Láctea cruza sobre nuestras cabezas en un cielo cuajado de estrellas pero donde no hay Luna, que se deja ver más por el día que de noche salvo cuando se aproxima el Plenilunio. Son cosas de estas latitudes. Mañana, si hace menos viento, saldremos con el águila.
19/9/17 7:07 Cuaderno de bitácora al 15.09.2017
Los primeros rayos de sol entran por la ventana cuyo cristal roto fue sustituido por un plástico que el viento flamea como una bandera. Fuera ha helado. Dentro de la casa ha faltado poco.
La madre, en la puerta de la calle, lava las manos y la cara de la niña pequeña con agua tibia del chorro de la tetera. Me la ofrece para que yo me lave también. En la casa no hay agua corriente. No hay ningún grifo. Ningún enchufe. No hay luz eléctrica salvo la que acumula en una pequeña batería una plaquita solar que nadie tiene la preocupación de ir orientando hacia el sol. Esa batería encenderá la única bombilla que hay en la casa, en el comedor-cocina, para la cena. Saliendo de allí, si el sol ya se ocultó, nos movemos con una linterna tanto por dentro como por fuera.
Me alejo un poco de la casa para orinar. Si quiero hacer algo más contundente al resguardo de la vista de los demás, en aquella llanura infinita, sin un árbol ni un matojo tras el que ocultarte, la familia, -como todo el mundo por allí-, algo separado de la casa, camino de donde tienen atado al lobo, ha elevado un cuadrado de piedras de un metro de altura en cuyo interior ha excavado un pozo cruzado por dos tablones horizontales ligeramente separados entre sí donde colocar los pies. Allí es el sitio. No hay papel. Nos sigue siendo un misterio cómo solucionaban lo que viene después, y especulamos que si con trapos viejos.
Van volviendo los miembros de la familia para el desayuno y las mujeres vuelven a batir el kumis. Todo se comparte. Si abrimos un paquete de galletas ha de ofrecerse a todos los presentes. Y aún de una en una, los paquetes vuelan. Somos muchos. Siete de familia, cuatro nosotros, y siempre, siempre, alguien más.

Yoriuul está contento. Ha vendido seis yeguas con sus potrillos en 4.000.000 tugrug. (Un euro equivale a unos 3.000 tugrug) Las mujeres más que él. Mucho menos trabajo de ordeñar. Además dentro de unos días hay que desmontar la casa y trasladar al abrigo de alguna montaña para plantar la yurta cara al invierno. Será algo más fácil hacerlo.
La euforia de Yoriuul le hace vestirse de gala y posar para unas fotos. Saca sus águilas y su halcón y con su hijo el cetrero, que le heredará en este arte, y su niña pequeña, el caprichito de la familia, posan para nosotros. La pequeña de 4 años, con el halcón en el brazo derecho, arquea el izquierdo hasta la cadera en una pose de cetrero que tiene bien ensayada y que la familia aplaude con alborozo.

Ya despojados de las galas decide que es el momento en que partamos con su águila favorita hacia las altas montañas que flanquean su valle.
En el furgón 4×4 subimos montaña arriba hasta que el vehículo ya no es capaz de más esfuerzo. Delante, nuestro conductor con el cetrero que porta el águila encapuchada. Detrás, su hijo con los señuelos y nosotros con Soyloo, nuestra guía.

El águila ya está nerviosa. Agita las alas y chilla con un sonido muy agudo. No ha comido y tiene hambre. Descendemos del vehículo e intentamos seguir a Yoriuul que a grandes zancadas se nos aleja peñas arriba. Porta el águila encapuchada en su muy grueso guante, capaz de soportar el fortísimo apriete de las garras, su grueso capote de piel de oveja con la lana hacia el interior y, sobre todo, su gorro de cetrero kazajo que no puede cambiar por otro, pues su águila le reconoce por él.
Su hijo corretea por las peñas de los montículos de enfrente con la bolsa de los señuelos colgando, intentando encontrar alguna presa. Caminamos y saltamos como cabras hasta llegar a la cima de aquellos montes hasta que llegamos a una roca en la que Yoriuul se detiene. A sus pies, a vista de águila, su valle. La visión nos transfigura. Él, de espaldas, con su águila en el brazo, cara al abismo, oteando cualquier movimiento entre las lejanas piedras, buscando presas para su amiga y querida águila.


Como si de una cabra salvaje se tratara su hijo aparece en otro risco. Al rato, a falta de presas, saca del morral una piel de lobo con cabeza incluída que oculta un conejo destripado en su interior y lo extiende sobre una peña. Yoriuul le quita la capucha al águila mientras la sujeta con dos cuerdas hechas de tripas de cordero secas, y el hijo comienza a emitir unos chillidos particulares por los que el águila le reconoce, gira el pescuezo 180º de derecha a izquierda, aletea intentando salir y Yoriuul suelta las cuerdas con que la mantienen en el guantelete. El águila emprende el vuelo y como una flecha se dirige al lejano señuelo, cayendo sobre él con las alas abiertas. El hijo cetrero, que se ha puesto otro guantelete, se apresura a tomar las cuerdas del águila mientras ésta chilla y chilla.
Yoriuul, al tiempo que el águila salió volando, saltó y saltó hacia el punto de encuentro mientras el águila chillaba esperándole, y, una vez llegado, abre la piel del lobo y sacando trozos sanguinolentos del conejo que había dentro se los va dando al águila que espera su premio. No es fácil conseguir que suelte la presa para pasar al guantelete, pues la fuerza de las garras es descomunal y una vez cerradas sobre algo cuesta mucho trabajo que afloje la presión.

Yoriuul con su águila, oteando la inmensidad en busca de presas
Vamos cambiando de risco varias veces en busca de presas vivas, y un par de veces más repetimos la secuencia. Andamos y andamos montañas arriba y abajo sin acusar cansancio, pues el ansia de la caza nos mantienen excitados, y tirando piedras aquí y allá a ver si levantamos o una liebre o una marmota, los ojos de Yoriuul ven lo que sólo él y sus águilas son capaces de ver. Un zorro, allá en la lejanía, con su pelaje rojizo camuflado entre las peñas, hace que Yoriuul y su águila, que están lejos, salten ambos al unísono. Una, volando. El otro, saltando tras ella de piedra en piedra. El zorro se mete entre una zona de rocas horadadas y aunque el águila llega a tomar tierra allí ya el astuto había desaparecido.
Entonces ocurre lo que nosotros no esperábamos. El águila remonta el vuelo y asciende, asciende y asciende. Y se aleja tanto que da la vuelta a la montaña y se pierde de vista. Bien creíamos que se había ido para ser libre. Pero Yoriuul, allá abajo, entre las peñas, comienza a llamarla y a llamarla con su peculiar chillido y, ¡oh, milagro!, el águila vuelve de la lejanía y como un rayo recorre los más de dos mil metros que le separarían de Yoriuul para ir a posarse sobre su guantelete. Este espectáculo no lo olvidaré jamás.
Volvemos a la casa, él maldiciendo porque se escapase el zorro y nosotros, frotándonos aún los ojos por lo visto y lo mucho brincado, comemos y caemos en una larga siesta derrotados por la tensión y el cansancio de la jornada. Al despertar, a la casa han llegado parientes de un pueblo vecino: una mujer joven y dos niños guapísimos. Parecen de ciudad. No pegan aquí. Los niños, niño y niña de unos 10 y 12 años, calzan deportivas de color inmaculado, camisetas de marca y anoraks de nylon. Se dan de besos con los de aquí, -cosa muy rara porque los kazajos no se besan-, y nos enteramos que son primos. Salgo fuera. Es de noche cerrada. Han venido en un poderoso Patrol 4×4. Entro de nuevo a la cocina y me encuentro a la recién llegada llorando tratando de ocultarse de mi vista. Teresa y yo optamos por retirarnos de estas cosas de familia y meternos en la cama. Mañana será otro día y tal vez nos cuenten qué ha pasado.
20/9/17 11:09 Cuaderno de bitácora al 16.09.2017
A medianoche nos despiertan niños gritando. Entran en la oscura habitación y gritan. Los de Yoriuul se levantan con gran revuelo. Suenan motos y portazos de coche. Comprendo que se trata de los primos. El perro recuerda que sabe ladrar…
En la más absoluta oscuridad veo bultos que se mueven de acá para allá y escucho los chirridos de los somieres al moverse y a los niños cuchicheando agitados. Finalmente se hace el silencio.
Por la mañana, los primos están desayunando con todos nosotros. Nuestra guía, Soyloo, ha podido escuchar las conversaciones de los niños y nos pone al corriente. Ni una palabra por parte de Yoriuul ni de su mujer. Uno de los hermanos de Yoriuul es profesor de Educación Física en el pueblo de al lado. La directora del colegio es su esposa. Anoche se emborrachó, se puso violento como le suele ocurrir, amenazó, -o más- con matar a su esposa, y ésta cogió al Patrol y a los niños y se vino a refugiar en la casa de Yoriuul. El marido cogió la moto y se vino tras ella para recuperar niños y coche, pero los niños no se quisieron volver. Finalmente la madre y el borracho regresaron a su casa, -para haberse matado conduciendo de noche por aquellos sitios- y los niños se quedaron con sus primos. (Según nos cuenta nuestra guía Soyloo, los kazajos no suelen beber alcohol, pero cuando lo hacen, lo hacen para emborracharse lo más pronto posible).
La niña recién llegada bate leche, limpia platos y trae bosta igual que sus primas, sólo que con ropa de marca, y su hermano empuja cabras y yacks con uniforme parecido. Están acostumbrados.
A media mañana se presenta el Patrol conducido por la madre y se lleva a los niños. Todos respiran aliviados. A eso de las 17h. bajamos con la furgo al pueblo con la excusa de que veamos la escuela. Nos acompaña la esposa de Yoriuul, cuñada por tanto de la directora, que seguro viene a hablar con ella.
En el pueblito, de menos de mil habitantes, la escuela tiene unos 300 alumnos en total, pues acuden niños de lugares muy lejanos. Externos los niños del pueblo e internos los que vienen de más lejos. En habitaciones de a cuatro, con literas o no, los internos ocupan todo el primer piso. La escolarización es obligatoria y gratuita, y a todos se les da desayuno y comida gratis.

Llegamos a la escuela y nos recibe la directora como si nada hubiese ocurrido. Se empeña en enseñarla y nos recuerda nuestros colegios años 60. Pupitres, perchas, armarios y pizarra casi iguales a los que tuvimos nosotros. Aparte del kazajo se les enseña mongol como lengua oficial del país. No hay clase de religión. El Estado es aconfesional. Los kazajos dicen ser musulmanes, pero no son en absoluto practicantes. El resto de los mongoles, 95% se declaran budistas.
Encontramos al profesor de gimnasia dando su clase, y cada uno en su aula, a los dos hijos de la directora. Todo en la normalidad. Los alumnos de la escuela cultivan en un pequeño huerto sus propias verduras para el consumo; algo extraordinario porque con este clima y en este terreno los vegetales son muy raros y caros. Acabada la visita pasamos a la oficina. Hay teléfono pero no hay Internet, por lo tanto tampoco hay correo electrónico. Quedamos en mandarles sus fotos impresas por correo postal. Nos despedimos de ella con esa sensación de quien deja a su suerte a un animal abandonado.
Regresamos a casa y ya nos despedimos de Yoriuul y de su familia porque al día siguiente no podremos ver a todos reunidos, agradeciéndoles muy sinceramente los impagables momentos que nos han hecho vivir y tantas cosas como hemos aprendido con ellos. Cómo la naturaleza marca nuestros ritmos de vida y cómo la raza humana es capaz de adaptarse a lugares tan inhóspitos en una simbiosis con sus bestias sin las cuales no podría vivir, ni ellos sin él.
Mañana dormiremos en una yurta de otro cetrero que va a participar en el Festival de las Águilas. Yoriuul no participa en éste. Lo hará dentro de tres semanas en otro al que ha sido convocado. Y nos vamos a la cama deseándole lo mejor. Para nosotros, estos días en su casa serán una marca indeleble.
20/9/17 15:16 Cuaderno de bitácora al 19.09.2017
Desde el aeropuerto de Moscú, con una larga escala de por medio, comprimo los tres días pasados entre el kazajo Tulov y el Festival de las Águilas, pues la paciencia tiene un límite y yo ya os le he sobrepasado ampliamente con estas crónicas que se han vuelto demasiado largas, pues no he podido ni sabido concentrar mejor tantas emociones..
Dejamos a Yoriuul y su familia con la seguridad de haber vivido una experiencia única, y cruzando tierras vírgenes sin rodadas llegamos a la yurta de Tulov. Es una gran carpa redonda, muy decorada interiormente, con dos camas, la gran estufa-cocina central y unos extraños percheros de donde cuelgan sus arreos de montar a caballo y su vestimenta de cetrero.


Exterior e interior de la yurta de Tulov. Obsérvese el kalashnikov (de juguete) de adorno en la pared.
Nos cede la yurta para nosotros solos y él se va a la de su hermano, muy próxima, donde dormirán los dos matrimonios, nuestra guía, el chofer y los hijos de ambos matrimonios. Sólo hay cuatro pequeñas camas. Todos ellos nos han cedido una yurta entera solo para nosotros, lo que es una deferencia muy, pero que muy, especial y no consienten ni en venir a dormir al suelo de la nuestra, lo que nos da en sospechar que debemos oler ya verdaderamente mal.
La yurta tiene una muy pequeña puerta de entrada, decorada profusamente en el interior, y es como una gran tienda de campaña redonda y alta. El casquete superior se destapa o se cubre parcialmente en función de la climatología o la luz, y todo el conjunto está recubierto por fuera con pieles de yak que sujetan largas varas verticales, como el interior de un paraguas. Por dentro, las paredes están forradas con coloridos tapetes bordados que hacen las mujeres con lana de yak en el invierno.


La gran estufa, centro de la vida en la casa
Toda la familia son cetreros, y todos van a participar en el Festival. En una competición o en varias. Hay muchas risas nerviosas y palmotadas durante la cena.
Al amanecer, Tulov nos destapa la yurta por arriba para que entre el sol y nos enciende la estufa. Y se viste de cetrero con el ritual de un torero.

Cuando salimos fuera la familia le está esperando a caballo en una escena mágica, cada uno con su águila al brazo, tocados con sus gorros de cetreros y los caballos piafando, también nerviosos. Y parten hacia el lugar de la competición. Tardarán al menos una hora en llegar al trote. Tres de ellos lo harán con sus águilas. El cuarto, un mocetón de 1,90 y 90kg. de peso lo hará en la competencia del carnero. Nosotros montamos en el 4×4 y brincamos sobre este suelo casi siempre ondulado, que oculta arroyos y agujeros. Imposible superar los 20 Km/h. Solo estos 4×4 soviéticos, fabricados en los 60 con la mejor chapa de acero de la Unión Soviética, han sido capaces de llegar hasta aquí y seguir funcionando. Y los hay a cientos.
En el campo de competiciones los vehículos han formando un extenso semicírculo que encierra pequeños puestos de artesanía y comida local, y frente a este semicírculo la mesa de los jueces, sus coches y el equipo de sonido, capaz de hacerse oir por encima de esta multitud vociferante que no guarda colas ni hace caso de las marcas que indican el rectángulo de juego.

Cuarenta cetreros van a formar parte. Separado unos 500 metros del lugar se levanta una colina, donde los cetreros se van reuniendo con sus águilas. Llegado el momento, el cetrero baja la loma a caballo dejando su águila al ayudante.
Frente a la mesa de los jueces llama a su águila, que ha sido dispuesta sobre un peñasco con vistas al rectángulo de juego, y se cronometra el tiempo que tarda en hacer el vuelo hasta el guantelete de su cetrero.
No todas acuden a la primera llamada. Ni a la segunda ni a la tercera. Y algunas se elevan pero en lugar de ir al guante se pierden por ahí y tienen que ir a buscarlas. Mucha gente próxima al cetrero y mucho ruido despistan o confunden a las águilas. El público se ríe con cada desplante, y más si el cetrero tienen que irse lejos a buscar su animal.
Resumiendo tanto como puedo, y saltándome detalles, se inicia lo que llaman «las monedas». Hoy con rosas de papel, se pinchan seis rosas de papel en el suelo y los jinetes, al galope, deben coger la mayor cantidad posible. Y a continuación la singular carrera de parejas, en la que la esposa puede azotar con la fusta todo lo que sea capaz a su marido, que huye al galope perseguido por ella en medio del alborozo, cómo no, de todas las mujeres presentes.
Para rematar la mañana se hace la carrera de camellos (nota del transcriptor: como se puede ver en las fotos no son dromedarios -de una sola joroba- sino camellos bactrianos, muy peludos y con dos jorobas, propios de Asia Central) con una longitud de unos 3.000 metros. Difícil de adivinar la distancia. El punto de partida se pone a ojo por los jueces. Y el aire es tan limpio y la llanura tan lisa, que medir a qué distancia están aquellos puntitos es imposible.

La muchedumbre, que no multitud, pues no pasaremos de 3.000 personas, forma un embudo en la línea de meta, y los camellos, exhaustos, pierden la orientación y alguno de ellos atropella espectadores de primera fila.
Pero el plato fuerte es la lucha por el carnero. Se han apuntado 50 participantes. Para disminuir el riesgo, pues la muchedumbre se ha ido saltando los inexistentes cordones de seguridad y ya se mezclan caballos, camellos, águilas y espectadores, los jueces dictaminan que se vayan eliminando uno contra uno para reducir el número de participantes.
Se sortea el orden y salen los dos primeros. Se acaba de degollar un cordero grande y se deja en el suelo. Los dos contendientes intentan cogerle desde el caballo y subirle a la montura, pues el primero que lo consiga tiene posibilidades de sujetarle bien con su cuerpo. El otro contendiente debe agarrar al cordero por donde pueda y quitársele. El que suelta el cordero pierde. Y queda eliminado.
A las primeras de cambio la cabeza del cordero sale disparada, pero a nadie le importa. Ningún contendiente afloja, los caballos tiran cada uno para un lado manejados con las rodillas, la gente les azota en las ancas con fustas para que corran. El terreno de juego es toda la calva pradera. Y no hay tiempo límite. Aquello acabará cuando uno no pueda más y suelte. Al galope suben el montículo de las águilas y al galope lo bajan. En posturas inverosímiles sobre sus caballos. A veces chocan contra los coches aparcados. A veces pasan el cordero por encima de alguno de ellos, como si le fuesen a sacar brillo, cada uno por un lado.
El público los sigue, corriendo o a caballo, por la enorme pradera. Poco a poco se van eliminando, y como se ha prolongado más de la cuenta se decide seguir mañana.
Nosotros decidimos dejar a nuestros huéspedes tranquilos y optamos por alojarnos en Urgiil, en uno de los «buenos» hoteles del centro, y casi estábamos mejor en la yurta.
Al día siguiente los cetreros realizan sus pruebas con señuelo, tirando una piel de zorro al suelo y llamando a su águila. Igualmente se cronometra si acude y cuánto tarda en acudir. De nuevo hay águilas que sí, y otras que no. Eliminatorias las pruebas, nuestro anfitrión no consigue trofeo, pero su hermano sale con segundo premio de cetrería. La medalla cuelga sobre el pecho del águila.
Llegados al cordero, los espectadores rodeamos de tal manera a los contendientes que se suceden pisotones y caídas. Los luchadores no siempre admiten bien los dictámenes de los jueces y las familias se pelean a puñetazos por una dudosa eliminación. Hay tanta tensión que la prueba se da por terminada sin haber llegado a competir todos contra todos.
En la entrega de los trofeos los más ofendidos empujan con el pecho de sus caballos la mesa de los jueces. Momentos de gran tensión. Dos policías presentes son totalmente escasos, ninguneados por los contendientes. A pitidos de los jueces se disuelve el tumulto. Todo el mundo a Urgiil donde, en el teatro municipal, se le entregará al campeón cetrero su premio: una moto y un casco. En el tumulto vemos que el hijo mayor de nuestro cetrero tiene el tercer premio del carnero, y con los dedos despellejados me muestra la medalla. sin sonreír. No está conforme. Fotos y más fotos.
Nuestra familia cetrera regresa con sus águilas en ristre a sus yurtas, al galope lento. Todo un invierno por delante para revivir cada movimiento, cada anécdota, cada lance. Nosotros, igual que ellos. Pero varios inviernos. Ellos, el próximo otoño volverán a la competición y pasarán página. Nosotros no podremos y tendremos que vivir de esta durante mucho tiempo.
(Nota del transcriptor. Mi hermano Manolo nos mandó tres vídeos: con la llamada a las águilas (en una de ellas el ave pasó de largo ampliamente), la competición del carnero, y la mujer galopando tras su marido mientras le azota con la fusta, pero o yo no sé hacerlo, o no se pueden colgar los vídeos en la entrada del blog. Tendréis que imaginároslo.)