Carnavales de Cádiz

 

 

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Los 6 de la Fama. De izquierda a derecha: Jordi (de preso), Rosa (de policía), Carlos (de                        médico), Pilar (de mujer fatal), yo (de hippy) y Mercedes (de ídem)

No sé como será para los que vivan allí todo el año. Si sé por amigos de Pamplona o de Valencia que en su semana (o semanas, a veces la cosa se alarga) de fiesta grande, sean los Sanfermines, sean las Fallas, son muchos los que durante esos días procuran irse de vacaciones para evitarse el follón, la multitud o los ruidos que abarrotan la ciudad, día y noche, haciendo imposible el descanso para los que tengan la obligación de trabajar. Pero creo que Cadiz es otra cosa. Habrá gente que prefiera irse durante los días del carnaval, pero la gran mayoría de los gaditanos y sobre todo los «viñeros» (los habitantes del barrio de La Viña), lo viven de verdad.

 
Son famoso los carnavales de Río de Janeiro o los de Tenerife: peñas y cofradías que se tiran todo el año elaborando sofisticadísimos trajes, que nombran Reina del Carnaval, o que desfilan con unas carrozas decoradas hasta el límite. En Cadiz prima el ingenio y, sobre todo, la alegría. Por supuesto que hay disfraces, carrozas (modestas y pequeñas, por La Viña no pueden maniobrar las grandes) y peñas, llamadas allí comparsas, coros o cuartetos. Pero, insisto, no hay grandes despliegues ni vestidos elaboradísimos. En Cadiz prima el ingenio y dentro de su modestia, los disfraces son a cada cual más divertidos.
 
¡A Cadiz que nos vamos!
 
Coincidió que nos venía bien irnos para allá a varios amigos. La primera ventaja es que disponíamos de una casa en Rota, como cuartel general. En Cadiz los hoteles estaban ya reservados hacía tiempo, y es una ciudad donde, si ya de por sí el tráfico es difícil, en carnavales mucho más. De hecho los parking públicos que pudimos ver, estaban todos al completo. Irse para Cadiz en coche y en estas fechas puede suponer una desesperación.
 
En Rota nos esperaba mi hermano mayor, Manolo, y mi cuñada Teresa. Ya jubilados, pasan temporadas allí desde hace muchos años. Conocedores de todos los garitos y restaurantes, habían reservado mesa para cenar en «el mejor sitio para comer pescaíto frito»… La Retama, era su nombre, lo digo por si alguien tiene la oportunidad de acercarse y comprobarlo. Tras el largo viaje desde Madrid de unas seis horas, se agradecía meternos en ambiente y en un puerto pesquero como es Rota la calidad está garantizada. Así que, ayudados por varias botellas de manzanilla que fueron cayendo, disfrutamos de las muy bien hechas frituras y raciones del establecimiento. Aún nos sorprendería el domingo, día de la partida, llevándonos a comer a otro establecimiento de su confianza, La Bahía. Esta vez especializado en comida casera típica roteña (ortiguillas, cazón en adobo -o «adobo», a secas- callos con garbanzos, berzas con choco…a cada cual mejor). Nos volvíamos para Madrid y nuestra intención era coger la carretera a la una… salimos de allí a las cinco, no digo más.
 
Cruzando la bahía
 
Desde Rota un barquito cruza la bahía varias veces al día, y en estas fechas los servicios estaban reforzados. Por aproximadamente cinco euros el trayecto, y en un recorrido de media hora, atraviesas la bahía viendo a la izquierda la base militar de Rota, con sus grandes barcos de guerra y el Puerto de Santa María. Ya desde Rota se puede ver la ciudad de Cadiz y, según te vas aproximando, vas distinguiendo las grandes grúas del puerto. 
 
El ambiente en el catamarán (así llamado aunque a mí me pareció un monocasco) ya era de por sí bastante carnavalero. La opción de ir y venir por mar era la acertada. Aparte que de por tierra, y con la obligación de rodear la base, el recorrido era más de 50 kilómetros. Fuimos acercándonos al puerto de Rota dando un paseo de unos diez minutos por el ídem de la playa, los seis con nuestros disfraces, despertando la curiosidad, la risa de los niños y hasta algunas fotos por los transeuntes. 
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Por supuesto ya en la cola para subir al catamarán pudimos ver que no éramos los únicos disfrazados: un grupo numeroso iban de Power Ranger, encapuchados y con monos multicolores. Había algún «policía» más, pero este año la tendencia era Donald Trump (gran tupé dorado) y un grupo de chicas y de chicos con ponchos y sombreros mejicanos, con carteles alusivos al famoso muro. Me llamó la atención un grupo de cuatro muchachotes sin disfrazar, con pinta inequívoca de yanquis, pelo muy corto, trabajadores o quizá marines de la base, que miraban a «Trump» y sus mejicanos con unas miradas de soslayo, no sin cierta desconfianza. Pero con la tolerancia que siempre ha distinguido a Cadiz, sin ningún mal rollo.
 
Desembarcamos. El puerto está pegado al más castizo de los barrios gaditanos, el de La Viña. Barrio de casas bajas y calles estrechas. El barrio más antiguo y el original conservado casi tal cual de cuando Cadiz era una isla plantada en medio de la bahia. Varios puentes, el último de reciente construcción, facilitan el acceso a los coches. Pero casi todo el perímetro que rodea La Viña conserva las murallas y los fortines con los que la ciudad resistió los diferentes asedios que sufrió, el último y más famoso entre 1.810 y 1.812, por parte de los ejércitos de Napoléon. Las batallas terrestres como tal se dieron en el istmo y en la zona de Chiclana, desde cuyas posiciones se bombardeó la ciudad aunque la artillería francesa de la época nunca tuvo el suficiente alcance como para alcanzar La Viña, donde los gaditanos dormían tranquilos. Y por mar, la artillería española contuvo con creces a los barcos enemigos.
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Durante aquellos dos años los gaditanos sobrevivieron gracias a la pesca que conseguían y a los pequeños huertos repartidos por toda la ciudad. Incluso se puede decir que durante el asedio Cadiz fue una ciudad próspera y desarrollada. Tenía una tradición culta: los allí refugiados debatían, se leía mucho, llegaban libros y prensa. Como puerto de mar que siempre ha sido, había mucha influencia extranjera, no era raro saber idiomas y el ambiente, hoy como ayer era muy tolerante. Allí y en pleno asedio se redactó la Constitución, la famosa Pepa.
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Dentro de Andalucía hay diferentes estereotipos: los cordobeses, más «profundos» y filosóficos, herencia de Séneca. Los granaínos con su proverbial «mala follá». Los sevillanos más presumidos… Los malagueños, gracias a ser ciudad con puerto y más influidos por el contacto con el exterior, alegres y abiertos. Los gaditanos son…otra cosa: con merecida fama de graciosos pero con mucha chispa. Irónicos e irrespetuosos con el orden establecido, capaces de sacarle «punta a tó». La gran tradición de sus carnavales son las chirigotas. Coplas y coplillas donde se les da un repaso a lo divino y lo humano. Desde la política, inspiración principal con sus líos de corrupción y demás, hasta romanzas clásicas, nada se escapa al ingenio de los gaditanos.
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                No estoy seguro pero creo que éstos son los que ganaron el primer premio
Llegamos, pues, desde el puerto a La Viña, y allí ya el espectáculo de la gente iba in crescendo. Por todas las calles te ibas cruzando con grupos de dos, de cuatro o de diez, disfrazados con más o menos elaboración de marines, de pollos (y gallinas), de pacientes de hospital, de policías y ladrones, de hippis, de personajes de la corte de María Antonieta, de gatas (varios grupos), e incluso un grupo de coreanos caracterizados de hombres de las cavernas, con su piel por encima armados con sus porras, pretendiendo asustar a las chicas… Falsas embarazadas, grupos de Robin Hood, chinos, indios, conejos… El catálogo sería infinito. Por algunas calles casi ni podías andar de la cantidad de gente que circulaba. 
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Grupo «resumen»: coreanos disfrazados de cavernícolas (se lo estaban pasando bomba, «asustando» a las chicas), la Estatua de la Libertad, Trump, pollos…
El punto fuerte, al parecer, es la final de comparsas y chirigotas en el Gran Teatro Falla donde, el viernes por la noche, los grupos seleccionados actuaban durante toda la noche hasta que el sábado por la mañana ya se declaraba el ganador de aquel año. Entrar al teatro era imposible, los asientos estaban ya reservados con muchísima antelación, pero tampoco era necesario: casi en cada esquina grupos de comparsas, cada cual con su disfraz, recitaban sus chirigotas.
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Nosotros, en nuestra modestia y en semejante mare magnum, también tuvimos ocasión de destacar…y sobre todo yo, modestia aparte, con mi gran pelucón y mi disfraz de hippy, con un look que parecía una mezcla del grupo sueco Abba y de Raffaella Carrá. Mucha gente nos pedía permiso para hacerse una foto con nosotros, lo mismo que nosotros nos hacíamos fotos con los marines, los pollos o los coreanos de las cavernas, y todo el mundo asentía encantado, la verdad es que daba gusto. Para colmo me arranqué a bailar con mi disfraz de hippy un amago de sevillanas con una chica vestida de flamenca que bailaba en la calle (pidiendo la voluntad). Lo gracioso es que, aparte de las fotos y vídeos gloriosos que me hicieron mis amigos con los móviles y sin yo darme cuenta, me filmaron y aquella misma noche aparecí en el telediario de las nueve, como pude saber por los numerosos whassap que me enviaron conocidos de todos lados.
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Llegado un momento hizo su aparición el hambre. Habíamos picoteado nada más llegar mojama de los abundantes puestecillos que se repartían por las calles, voceado el producto por los vendedores. Llegando ya al famoso Mercado Central nos abrimos hueco a codazos entre la multitud. Había puestos incluso de shushi, pero como no podía ser menos nos hicimos con unos cucuruchos de pescaíto frito y alguna otra cosa de las de allí, regados con cerveza, que nos tomamos de pie, arrimados a un tonel. Sentarse era materialmente imposible. 
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Hicimos un par de paradas tácticas en sendas terrazas porque de tanto andar, estábamos derrengados. Y entre callejear, ver y ser vistos, fue cayendo la tarde. Teníamos los billetes de vuelta para las siete. Sabíamos que el ambiente iba a continuar y, posiblemente, fuese en aumento llegada la noche gaditana, pero entre el cansancio y que había que coger el catamarán fuimos caminando hasta el puerto. Esta vez sin meternos en el tráfago de las calles, sino rodeando por las murallas del mar, dándonos tiempo todavía para admirar los enormes ficus de los jardines del Parque Genovés, pegados al mar, favorecidos por el buen clima y la humedad proveniente de la bahía. 
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La vuelta a Rota fue como la ida: tranquila, pero la tarde iba cayendo y se dejaba sentir el fresquito del mar así que, una vez desembarcados, lo que había era una necesidad grande de meternos para el cuerpo una sopa de pescado bien calentita. Dicho y hecho: preguntamos en un restaurante y aunque para ellos (serían menos de las 8) no eran horas para cenar, allí que nos acomodamos y junto a alguna otra ración nos metimos entre pecho y espalda una sopa de pescado bien caliente, y bien surtida de tropezones, gambas y sobre todo raya, nos dijo el dueño.
 
A la mañana siguiente, domingo, ya no había tanta prisa ni catamarán que coger. Disfrutando en la casa de un gran ventanal desde el que sólo se veía -y se oía- el mar, desayunamos café con leche, zumo de naranja y unas hermosas tostadas con aceite y jamón, como las que te ponen aquí en los bares. Teníamos tiempo así que dimos un buen paseo por la playa. Finales de Febrero y aunque el tiempo era bueno, la temperatura del agua estaba lo bastante fresquita como para disuadir de baños, si acaso mojarte los pies descalzos, y gracias.
 
La playa de Rota se conoce como La Costilla, y aquí en verano se peta de turismo local, sobre todo de sevillanos. Casetas y tumbonas se reparten estratégicamente a todo lo largo de playa, y los sevillanos le dan el toque local en forma de nenes y «omaítas» bullangueras. Los Morancos tienen casa en Rota, y gran parte de sus números cómicos playeros se han inspirado en las escenas que contemplas sin parar. Pero todavía era pronto como para ver a las «omaítas» en acción y, aunque había paseantes, La Costilla es playa ancha donde caminar tranquilos.
 
Sí que tuvimos la oportunidad de ver a lo que parecía toda una familia, con detectores de metal, rastrillando la playa. Y algo debían encontrar porque, de vez en cuando, alguno de ellos se agachaba, escarbaba en la arena y desenterraba cosas que iban metiendo en bolsas. Supongo que entre monedas, medallitas y cosas por el estilo, se sacaban un extra. Organizados se les veía, desde luego.
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Todavía dimos un paseo por una senda de madera que discurre por dentro del pinar de las dunas, paralelo a la playa, y que La Junta de Andalucía ha construido para preservar ese ecosistema donde, entre otras cosas, los camaleones son abundantes y crían aunque, discretísimos como son, no vimos ni uno. Los camaleones tienen muy buena vista y si te ven de lejos, se camuflan entre las ramas. En otras ocasiones tuve la oportunidad de contemplarlos, camuflados entre las hojas de los cañaverales o en las ramas de los pinos, casi indistinguibles por su color y su forma de las piñas o de las hojas. La senda discurría entre los pinos y las plantas que crecen sobre la arena donde destacaba en especial la retama blanca, cuajada de flores que perfumaba el ambiente.
 
Fuimos caminando ya en la playa hacia Los Corrales, amplios espacios cercados con muretes bajos de piedra, aprovechados desde tiempo inmemorial para cosechar los frutos de la mar. El sistema es bien sencillo: cuando sube la marea Los Corrales se inundan y los peces entran. Y según va bajando la marea, el agua se escurre entre las piedras porosas y los peces quedan atrapados en estas lagunas donde pescarlos es fácil. Y no sólo peces. Pudimos ver un pescador, con su neopreno, que había sacado un par de pulpos y una gran bolsa llena de anémonas de mar, a las que luego rebozan y fríen dando origen al plato típico llamado «ortiguillas». Intenso sabor a mar que a mí me encanta.
Frente a Los Corrales y en plena playa una antigua almadraba -estamos en plena zona de paso de los atunes- transformada hace años en moderno hotel, el Playa de La Luz. Nada que ver, afortunadamente, con ese «horror», fruto de la especulación urbanística del hotel El Algarrobico, situado en el término almeriense de Carboneras pero literalmente pegado a los límites del Parque Natural de Cabo de Gata. Un enorme edificio blanco escalonado en varias plantas que ha provocado dimisiones y por cuya responsabilidad, compartida entre la Junta de Andalucía y no se quien más, se espera aún tras largos años su demolición. El Playa de La Luz es otra cosa. De una sola planta, integrado en el paisaje, decoración andaluza (balcones, rejas) y un precioso patio interior con piscina y cafetería…pero todavía cerrado, fuera de temporada, con lo que nos dimos la vuelta sin que mis amigos pudiesen entrar y ya, pegado a las primeras casas de Rota, un chiringuito playero con ambiente muy hippy donde con los pies en la arena y disfrutando del sol nos tomamos unas cervecitas que ya estábamos necesitando. Se nos hacía difícil irnos de allí, entre el sol y el mar, daban ganas de haber tenido unos días más y tras el jaleo de los carnavales, disfrutar de la molicie playera.
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Habíamos quedado con mi hermano para comer en otro sitio que nos había recomendado: La Bahía, ya con todo recogido y en los coches, listos a partir no muy tarde pero en Cadiz el tiempo transcurre de otra manera y, ya os dije: queríamos haber salido más o menos (¡más o menos!) a la una, y al final nos fuimos contentos y con la tripa llena a las cinco. Breve e intenso fin de semana.
 

Cascadas y Árboles Singulares en Guadarrama.

 

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                        El árbol (y ser vivo) más viejo de España: el tejo de Barondillo.

Esta entrada (que no artículo) no pretende ser un catálogo de Árboles Singulares de la Comunidad de Madrid, ni de rutas por la Sierra de Guadarrama, ni una enumeración de cascadas. De todo ello ya hay páginas en internet donde describen exhaustivamente cualquiera de ellos.

Se trata simplemente de unos cuantos paseos fáciles y, sobre todo, muy bonitos, de los que cualquiera con unas mínimas condiciones físicas puede hacer en un radio de pocos kilómetros por los alrededores de San Lorenzo de El Escorial. Unos recorridos que oscilan, desde el punto en el que podemos aproximar el coche, de entre unos 15 minutos a un par de horas. No podré evitar repetirme, en cuanto a las palabras «bonito», «hermoso» o «espectacular», pero no las encuentro mejores para definir los árboles (no necesariamente Singulares), las cascadas y, sobre todo, los paisajes.
En cuanto a las cascadas que merezcan tal nombre, hay unas cuantas catalogadas como tal. Mencionaré sobre todo la del Hornillo, en el término de Santa María de La Alameda, y las del Purgatorio, en el término de Rascafría. Ambas dignas de verse. La primavera sin duda es el mejor momento para «ver agua» al tener mayor caudal debido a los deshielos y también porque los paseos son cómodos, al no hacer ni demasiado frío ni calores excesivos. En primavera, además, los arroyos corren caudalosos formando pequeños y grandes saltos entre las rocas, que da gusto verlos.
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                                «Pequeños» saltos de agua, sin nombre
Aunque el otoño es otra época meritoria para pasear debido sobre todo al espectáculo otoñal de las hojas…sin mencionar que es el momento ideal para buscar setas, aunque estas den material más que suficiente para una próxima entrada.
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  Por doquier narcisos primaverales de varias especies. El de la                                           derecha, Narcissus pseudonarcissus, de largo tallo
En cuanto a los árboles, ya tan sólo con el espectáculo de los pinares, robledales y choperas que llenan nuestra sierra, a vosotros no sé pero a mí se me inunda el corazón de gozo. No conozco mejor sensación ni que me proporcione mayor paz que la de caminar por un bosque. Pero particularizando los árboles más vistosos, la Comunidad de Madrid tiene un total de 283 especímenes catalogados como Árboles Singulares. Algunos de ellos en parques urbanos como el de El Retiro (el ciprés calvo) o el Jardín Botánico (el olmo conocido como «el Pantalones»). Otros, en jardines del entorno tales como las sequoyas de La Casita del Príncipe, de El Escorial, o los pinsapos. Otros, salvajes, en plena naturaleza. Todos ellos categorizados así por su edad, su porte y su hermosura.
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       En Los Llanillos, área recreativa de la ladera de Abantos, subiendo desde San              Lorenzo de El Escorial, otro Árbol Singular: un Ulmus laevis, más resistente a            la grafiosis que otras especies de olmo.
Algunos en dehesas como el alcornoque centenario de Collado Mediano, pegado al pueblo, en una dehesa llamada de La Jara. La visité esta primavera y el paisaje era espectacular, con praderas llenas de flores entre los abundantes fresnos, y  donde se podían ver varios ejemplares de alcornoques entre los que destacaba el Árbol Singular. Se le atribuye una edad de 800 años, y bien podía ser por su gran tronco, cubierto de su gruesa y característica corteza. Me comentaron amigos botánicos que esta capa de corcho fue resultado de la selección natural, al proteger su interior del fuego en casos de incendio, mientras que sus primas hermanas, las encinas, se calcinan. Por cierto, la palabra «dehesa» proviene del latín defensa = prohibido, al ser un terreno comunal destinado a la alimentación del ganado, bien por el pasto, bien por las bellotas de las encinas o de los alcornoques, bien por el desmoche de las ramas de los fresnos al final del verano, cuando la hierba se ha agostado, y cuyas hojas y ramillas las vacas se comen con delectación. Y donde precisamente para preservarlo se prohibía la labranza.
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                      Alcornoque (Quercus suber) de la dehesa de La Jara, en Collado Mediano
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                Por la dehesa de La Jara, los ubícuos fresnos (Fraxinus angustifolia)
Hay otros árboles «urbanos» que fueron majestuosos y que, por desgracia, han muerto debido a la grafiosis. Me refiero a las «olmas» (que no olmos, según la denominación popular) que adornaban la plaza central de muchos de los pueblos de la sierra, sirviendo de cobijo para sentarse a su sombra en verano. Pocos quedan: el de Guadarrama, por ejemplo, sigue luciendo porte en la plaza mayor, visible desde el coche cuando recorremos la travesía que atraviesa (valga la redundancia) el pueblo. Otros como los de Rascafría o el de Miraflores sucumbieron como decía a la grafiosis.
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              La «olma» de Guadarrama, Ulmus minor, en perfecto estado de salud
Para entendernos: la grafiosis es una enfermedad producida por un hongo (el Ophiostoma, o su equivalente: Ceratocystis) transmitido a su vez por una familia de escarabajos, los Escolítidos. Estos pequeños escarabajos perforan la madera y cuando portan los hongos los inoculan en el árbol. Los primeros síntomas que podemos observar es la desaparición de las hojas en las ramas más altas pero, según la enfermedad avanza, los olmos van secando todas sus ramas y acaban muriendo.
El tratamiento suele ser la poda de las ramas enfermas pero en los casos avanzados la única opción es la infiltración de insecticidas. Tratamiento caro que se realiza en ejemplares de interés, como el famoso «Pantalones» que mencioné, presente en el Jardín Botánico de Madrid, o en los de algunas plazas de la ciudad de Ávila. Por desgracia la gran mayoría de aquellas frondosas «olmas» que adornaron plazas, han acabado desapareciendo.
Pero basta de dramas. Voy a describiros un par de itinerarios de los que más me gusta recorrer.
Hasta la cascada del Hornillo, y más allá.
 
El camino, señalizado, parte desde un pequeño aparcamiento junto al puente sobre el río Aceña. Para llegar hasta el aparcamiento basta con tomar la carretera que, desde San Lorenzo de El Escorial, se dirige hacia Santa María de La Alameda (pueblo, que no estación) subiendo hasta cruzar los puertos de La Cruz Verde en primer lugar, y de La Ventolera en segundo lugar. Entre ambos puertos, muy próximos el uno del otro, y en un mirador a mano derecha, podemos parar el coche si queremos contemplar la hermosa vista del valle con el Monasterio de El Escorial, una imagen realmente de postal. Una vez en La Ventolera y cogiendo la desviación que nos indica el camino hacia Santa María de La Alameda, remontamos todavía una pequeña subida hasta coronar el alto y ya bajando la cuesta, atravesar el pequeño pueblo de Robledondo. Ya sólo es cuestión de, entre curvas, bosquetes de robles y prados, bajar hasta el cauce del río Aceña. Justo antes de cruzar el puente y a mano derecha podremos aparcar el coche sin dificultad. Distancia desde San Lorenzo: 15 kilómetros.
Al lado del aparcamiento e indicado con un cartel, el camino se mete en el pinar, donde iremos siempre a la sombra. Sólo necesitamos calzado cómodo y resistente y si disponemos de un bastón para ayudarnos, mejor. Lo de llevar cámara de fotos o no, depende de cada uno, aunque yo siempre la llevo en la mochila junto con el «kit de montaña»: prismáticos, una navajita y una gorra por si aprieta el sol. Por consejo de un amigo excursionista añadí al kit una lámpara frontal, por si se hace de noche (me pasó dos veces en los Pirineos y es un verdadero aprieto caminar a oscuras) y un silbato…¿Un silbato -le dije- , y para qué?… Pues por si tienes un percance, como torcerte un tobillo, por ejemplo, y no puedes andar… Le respondí: ¡Hombre, siempre puedo gritar!… Si –me respondió– , pero de gritar te cansas pronto, y el silbato no cansa y se oye de más lejos… Y como me pareció buen argumento y ni pesa ni abulta, lo incorpòré al kit. Como siempre, «por si acaso».
Es martes, hace buena temperatura, son las dos y media de la tarde y entre semana aquí no se ve a nadie, así que me quito la camiseta y en plan Tarzán, disfruto de este sol casi primaveral en la piel, o del aire fresquito en los trayectos en sombra. No volveré a ver a nadie ni a ponerme la camiseta hasta no llegar al coche.
El sendero va subiendo pegado al arroyo Hornillos, que baja rumoroso entre pequeños saltos y pozas. Ya en el último tramo la cuesta se hace un poco más empinada aunque el camino es cómodo, está muy bien señalizado e incluso en la última parte los forestales han puesto troncos de madera clavados al suelo para contener la erosión y marcar escalones. La cascada se anuncia desde antes de verla, por el estrépito del agua. Cuando llegamos el espectáculo es hermoso: en un tramo de unos diez metros el agua se desliza torrencialmente por una pared casi vertical de gneis. El gneis, para entendernos, es un mineral eruptivo con la misma composición que el granito (aquello de: cuarzo, feldespato y mica) pero que en vez de ser de aspecto granuloso ofrece una imagen en bandas, como el mármol.
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                                           La cascada o salto del Hornillo
Antes de precipitarse por la pared de gneis el agua se remansa en una pequeña poza, aunque inmediatamente por encima de la poza otros pequeños saltos se han ido sucediendo. El lugar merece una parada y muchas personas acaban aquí su recorrido. Desde el aparcamiento no tardas más de quince minutos. Grandes rocas se suceden a los lados de la caída donde te puedes sentar, contemplar sin prisa y en silencio el veloz movimiento del agua, disfrutar del sonido y relajarte.
Si tenéis ganas de andar más el sendero continúa, y vale la pena seguir. Un poco de cuesta, siempre dejando al arroyo a nuestra izquierda y protegidos por los pinos, nos conducirá a una pequeña pradera, rodeada por chopos y algún quejigo. De la pradera hacia arriba la señalización nos impedirá perdernos. El camino sube en cuesta, otros diez o quince minutos, y a cada paso que demos se nos va a ofrecer un paisaje de vallecitos, como los que bajan desde el puerto de Malagón dejando atrás los pinares de Robledondo hasta que, una vez coronada la cuesta y junto a un cartel indicador, veremos de frente el embalse y el pueblo de Peguerinos (ya provincia de Ávila) y, a nuestra izquierda
, al fondo, Santa María de La Alameda.
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 En las praderas altas una flor nos indica que alcanzamos ciertas cotas, como              el Crocus carpetanus, primo hermano del Crocus sativus, el del azafrán.
Toca bajar hasta el cauce del río Aceña. La bajada es bastante escarpada, por un camino muy pedregoso y hay que tener cuidado para no resbalar o no pisar una piedra en falso y acabar en el suelo. Mientras bajo apoyándome con el bastón pienso que mucho mejor haber comenzado la subida dirección a la cascada y no por aquí, aunque recuerdo hará tres o cuatro años que hicimos el camino inverso. Desde el embalse del Tobar (que desde aquí no se ve) fuimos bajando por la ladera de enfrente hasta la vaquería que se divisa en el fondo del valle y, una vez abajo, subimos la escarpada cuesta por donde bajo ahora aunque, en vez de dirigirnos al Hornillo, tiramos a la izquierda y fuimos por la cresta divisoria con Robledondo, dirigiéndonos aquella vez de nuevo al puerto de Malagón. Poco a poco y con cuidado la cuesta se acaba. Hay unas vacas encerradas en el corral pero no se ve a nadie por la casa. 
 
Una ancha pista de tierra finaliza en la vaquería y viene, pegada al río Aceña, desde donde he dejado el coche. El camino ya es mucho más cómodo. Durante un un par de kilómetros continúo, entre prados y algún que otro cercado, junto al río, que corre abundante. Algunos tramos son muy bonitos: el río se encajona entre grandes crestas rocosas que bajan de la montaña, formando pozas y prados. A lo lejos ya voy viendo estructuras conocidas: una casa de nueva construcción, al parecer una escuela de pesca para los chavales, pero que ahora mismo está cerrada. Siguiendo un poco más, el camino desemboca en la carretera que sube a Santa María, justo al otro lado del puente y de donde tengo el coche. En total y con paraditas breves para hacer fotos y contemplar el paisaje, 2 horas y cuarto.
 
Los dos castaños centenarios de Zarzalejo
 
A menos de 10 kilómetros de El Escorial y a 15 minutos en coche tenemos el pueblo de Zarzalejo. El que nos interesa es «el de arriba», el pueblo como tal, aunque junto a las vías del tren creció el que se conoce como Zarzalejo-Estación. 
 
Zarzalejo se halla situado en la ladera sur de la montaña conocida como Las Machotas. Esa posición (al igual que San Lorenzo) le confiere protección climatológica al estar en la solana, lo que le proporciona cierto microclima respecto a otros pueblos, más enclavados en la llanura y por tanto más expuestos a heladas. La ubicación de los castañares se explica en parte por esta característica.
 
Un paseo de los clásicos es subir desde la Silla de Felipe II, en El Escorial, hasta trasponer el collado de Entrecabezas y desde allí, descender hacia Zarzalejo, atravesando bosquetes de castaños. Pero esta vez quiero ver dos centenarios, categorizados como Árboles Singulares por la Comunidad de Madrid: el de la Fuente del Rey, y el del Cotanillo.
 
El de la Fuente del Rey es el más fácil. Desde el mismo pueblo y junto a la iglesia de San Pedro arranca la calle de la Fuente del Rey. Una calle corta que serpentea sale ya de las casas. Podemos dejar el coche en cualquier esquina. A poco de coger la vereda un grabado en una piedra señala Fuente del Rey. El caminito zigzaguea señalizado con el indicativo de las marcas rojas y blancas de recorrido. Dejando a la derecha una verja roja y siempre a nuestra derecha la valla de la finca, cruzamos pasos angostos entre grandes rocas que me hacen pensar que «no es país para gordos»…
 
En quince o veinte minutos llegamos a los castaños, un pequeño bosquete de unos ocho o diez entre los que destaca el Árbol Singular, un gran ejemplar señalizado con un pequeño mojón (donde indica su especie: Castanea sativa, y el número en la catalogación) crecido entre las rocas que extiende sus gruesas ramas. Se le ha calculado una edad de doscientos treinta años, y por su porte bien lo parece.El tronco es doble, y aunque aún es pronto para haber desarrollado las hojas, muestra la imagen característica de los castaños, con una corteza cuyos pliegues se muestran ligeramente retorcidos, a diferencia de otros árboles cuyos pliegues crecen en vertical.
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La fuente como tal está unos metros más adelante, un pequeño caño que proporciona la suficiente humedad para aportar frescor a este rincón. Por el suelo, abundantes restos de los «erizos», la cáscara espinosa que protege al fruto propiamente dicho: las castañas. Tras unos minutos disfrutando de la tranquilidad y el frescor de esta vaguada, me doy la vuelta dispuesto a ver el otro castaño, el del Cotanillo.
 
Una vez en el coche, enlazo con la carretera que sube hasta el puerto de la Cruz Verde. Es un trayecto de menos de un kilómetro. Justo tras la última casa y justo delante de la señal que indica con su oblícua línea roja el final del pueblo, un camino sube a la derecha. No hay problema, porque a la izquierda de la carretera una pequeña explanada me permite aparcar el coche con comodidad, a la sombra de unos pinos.
 
En las diferentes páginas de internet que hablan de los castaños de Zarzalejo en una de ellas, la del Guadarramista, su autor César Herranz ya avisa sabiamente que para alcanzar el castaño del Cotanillo «hay que pensárselo dos veces»… El que avisa no es traidor…añadiría yo. Gracias, César, por el aviso.
 
Efectivamente. La pista de hormigón que desde la carretera asciende…asciende y mucho, y muy empinada. Todavía no hace calor, pero la subidita de unos 200 metros (que a mí se me antojaron al menos 300) se me hace muuuy larga (¡por Dios, qué poco fondo tengo, tengo que dejar de fumar definitivamente!). La pista de hormigón finaliza, ¡por fin!, junto al depósito de aguas de Zarzalejo. Pero las cuestas no se han acabado. A partir de aquí la cuesta continúa pero ya por un sendero de piedras durante muchos metros más. Afortunadamente la sombra de los pinos me protege. Poco a poco el terreno se va haciendo más llano. A la derecha se contempla, rodeado por las crestas rocosas de Los Ermitaños, un vallecito lleno de prados con vacas. Hacia el fondo y en la parte más alta grupos de pinos. Y entre los pinos parece distinguirse un gran árbol, sin duda el castaño en cuestión. Al no tener hojas aún no destaca su tono verde brillante, pero por el porte y su estructura bien lo parece.
 
Sigo subiendo aunque el terreno es más llevadero. Desde que dejé atrás las últimas casas y me metí en la vereda, la camiseta sobra y como no hay absolutamente nadie disfruto de este sol primaveral en la piel. Último tramo: cruzando el portón de una finca, voy entre el tierno césped primaveral y zarzales rodeando la loma hasta llegar al castaño. Si de lejos es espectacular, de cerca es impresionante. Un enorme ejemplar de grueso tronco, algunas de cuyas ramas crecieron apoyadas en el suelo o en las rocas. Otras han sido aserradas y yacen, enormes, junto al tronco. El pequeño mojón de Árbol Singular le señala aunque alguien ha arrancado la placa superior donde indican la especie y su número de catalogación. Ya hay que tener ganas, pienso, de tomarse la molestia de subir hasta aquí y cometer estos pequeños vandalismos, siempre «hay gente pa tó».
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                                    El castaño del Cotanillo, a finales del invierno
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El mismo castaño. Volví este veraniego otoño, aún sin el tono dorado otoñal de sus hojas
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A sus pies, miles de erizos, repletos de hermosas castañas. En un rato cogimos unos 3kg
A este ejemplar se le calcula una edad de 330 años y, visto su porte, no voy a discutirlo. Sentado a su pie, contemplando la panorámica del vallecito con Zarzalejo a lo lejos y, más allá, la carretera que lleva a Fresnedillas y las lomas que separan de Robledo de Chavela, disfruto de la paz del lugar fumándome un cigarrito bien merecido. En pocos minutos y sin ninguna prisa retomaré el camino, ésta vez -afortunadamente, pienso- ya cuesta abajo.
 
Un poco más lejos: Rascafría. Las cascadas del Purgatorio y el tejo milenario.
 
Desde San Lorenzo hasta Rascafría el camino es un poco más largo, unos 50 kilómetros. Necesitamos dirigirnos bien por Collado Mediano, bien por Los Molinos, hasta el Puerto de Navacerrada. La carretera sube y sube, rodeada por espesos pinares. Cada 100 metros que ascendemos (en altitud) desde el pueblo de Navacerrada un cartel nos lo va indicando: 1.200 metros… 1.300… 1.400… 1.500… seguimos subiendo: 1.600…1.700…1.800… La carretera sube aún más hasta el Puerto y aunque no llegamos a ver el cartel de los 1.900 nos falta ya muy poco para alcanzar esa cota. En concreto estamos a 1.858 metros sobre el nivel del mar.
 
El Puerto de Navacerrada está siempre muy animado, sobre todo los fines de semana y sobre todo en invierno, en que la nieve invita a pasearla o a que los niños disfruten tirándose bolas. Lleno de alojamientos, de bares y de alquileres de esquís y de trineos. Lugar clásico para la nieve donde miles de madrileños acuden a esquiar o, más modestos, dispuestos a tirarse con toboganes -o sobre un simple plástico- por las cuestas. Navacerrada, para mí, está lleno de recuerdos infantiles. Hacia la izquierda, la pìsta de El Escaparate, donde generaciones de madrileños se han iniciado en lo que es lanzarse sobre unos esquís y, como su nombre indica, para ver y ser vistos.  A su lado comienza -o termina- el Camino Schmid (en recuerdo de un guadarramista austríaco), ameno sendero que rodea los Siete Picos hasta el Puerto de la Fuenfría y desde allí, ya bajando, hasta Cercedilla. Pero nuestro destino esta vez nos lleva un poco más lejos.
 
En vez de seguir recto en dirección Segovia y La Granja, nos desviamos a la derecha, en dirección Rascafría y al Puerto de Cotos. Estamos a finales del invierno y estos días de frío y lluvia se han traducido en nevadas en las cotas altas. Las montañas están llenas de nieve que baja hasta el borde mismo de la carretera llenando las cunetas, ya desde la cota de los 1.600 metros. En este tramo, la carretera discurre en horizontal entre suaves curvas, siempre entre pinos, con un paisaje espléndido a nuestra izquierda que nos muestra una sucesión de valles repleto de espesos pinares. Los ejemplares que vemos aquí son todos de pino silvestre, también llamado de Valsaín: el Pinus sylvestris, con sus ramas y la parte superior de un anaranjado llamativo. De hecho nos encontramos en medio del mayor pinar de pino silvestre de toda Europa y que se extiende sin apenas solución de continuidad desde Robledo de Chavela hasta el Puerto de Somosierra, y más allá. Muchos los vemos tronchados en sus ramas o en sus copas debido al peso de la nieve acumulada tras las copiosas nevadas invernales.
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Panorámica desde la carretera de Navacerrada a Cotos, con un paisaje de densos pinares
Una vez en el Puerto de Cotos, pasamos al lado de la estación del tren que desde Cercedilla acaba aquí su recorrido tras subir por Camorritos, en un paseo muy bonito. A nuestra derecha dejamos el aparcamiento y la carretera que conduce hasta la estación de Valdesquí. Sobra decir que los días festivos el parking se llena, con toda la gente que desde aquí sube caminando por los senderos hasta la cumbre de Peñalara o la Laguna Grande. Desde Cotos salen otras excursiones, como la que baja por el valle, bien por el lado de la Umbría, o bien pegado al río Angostura, hasta Rascafría. 
 
Nuestro destino es otro: el de las cascadas del Purgatorio, y para ello tenemos dos opciones, aunque la que nos ocupa es comenzar el camino junto al puente del Perdón, junto al monasterio de El Paular, pocos kilómetros antes de llegar al pueblo de Rascafría. Una vez aparcado el coche debemos atravesar el puente, donde el arroyo de La Angostura olvida su nombre y pasa a denominarse, ¡vaya usted a saber por qué!, como río Lozoya.
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Comienza el camino: el Puente del Perdón y el Monasterio del Paular
Nos espera un recorrido de entre hora y media o dos horas y pico, según la marcha que llevemos. En esta ocasión voy sólo y a muy buen ritmo. Tan sólo me encuentro con algunas vacas que me miran, preguntándose sin duda qué se le habrá perdido a este tipo, y con esas prisas… El camino es fácil, entre prados, bosquetes de quejigo y pinares que, poco a poco, se van espesando. A poco de cruzar el puente de piedra del Perdón vamos a dejar a nuestra derecha el Área Recreativa de Las Presillas donde los más valientes -o más calurosos- podrán bañarse en las piscinas de poca profundidad que se han formado, escalonadas, al represar el río. Es el mismo río Aguilón, aquí domesticado el que, aguas arriba, veremos correr, formar pequeños saltos y, en su zona superior, las famosas cascadas. Para los que quieran bañarse como para los que no, un par de chiringuitos estratégicamente situados calman el hambre y la sed de los domingueros o de los más intrépidos que, como nosotros, nos hayamos dado el paseo y a la vuelta necesitemos reponer fuerzas. Hoy es martes y el Área está vacía, un espectáculo inusual para como se pone ésto en verano.
 
Toca seguir. El paseo hacia las cascadas está muy bien indicado y es cómodo y ameno. Una ancha pista forestal va subiendo. Tras tres o cuatro kilómetros el camino se apiada de nosotros, deja de subir y se torna horizontal. No podemos verlo pero a nuestra izquierda el arroyo Aguilón debe correr tumultuoso por el rumor del agua que llega hasta nosotros. En un momento dado comienza a bajar hasta cruzar el Aguilón por un puente de madera. A partir de aquí la pista desaparece y toca caminar un kilómetro y medio sobre un sendero cada vez más y más pedregoso, sorteando los pinos que han invadido la zona, dominando el paisaje. Ya en la parte final, en un tramo de unos 200 metros, tocará caminar sobre las piedras, cada vez más grandes, que ya más que piedras son rocas. A nuestra derecha el río Aguilón corre rápido dando saltos y al poco oiremos el rumor de la cascada. Ya en la parte final, un pequeño mirador de madera nos permite ver el espectáculo, grandioso, del salto de agua encajado entre grandes paredones de piedra.
 
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                                      La segunda cascada del Purgatorio
Miro el reloj: desde el Puente del Perdón hasta aquí he invertido una hora y media, caminando a toda leche y sin descansar ni un momento. Mirando las páginas de internet en una de ellas, donde detalla con mucha exactitud los tramos, incluso con las coordenadas por GPS, el recorrido total es de casi 7.900 metros. Todo un record y mis piernas lo notan.
 
Estuve hace años en las cascadas pero, consultando las páginas de los guadarramistas, mencionan una segunda cascada aún más alta que la primera, a unos doscientos metros por detrás, y para cuya contemplación aconsejan trepar por el lado de la izquierda, sobre una zona de rocas en las que aconsejan cuidado con los más pequeños o incluso tener precaución -de cara a los resbalones- si las rocas están mojadas por la lluvia. Estoy cansado por el tute que me he pegado pero no puedo evitar trepar por las rocas para ver la segunda cascada. Pero he debido coger un camino equivocado aunque tiro por una senda que trepa por el lado de la izquierda. Con mucho cuidado voy subiendo, una tras otra, unas grandes rocas. Aquí el bastón casi sobra, lo que se tercia es agarrarse con ambas manos según asciendo, mirando muy bien donde piso. Llego por fin a un alto repecho de donde no puedo continuar. De frente y a los lados hay unos tajos verticales imposibles de cruzar con grave riesgo de mi integridad física, y aunque el rumor de la cascada me señala que debe estar ahí mismo, otras grandes rocas me la ocultan.
 
Prudentemente me planteo retroceder y, desandando lo trepado y con muchísimo cuidado en cada piedra donde me apoyo, deshago el camino. Lo que menos me apetece ahora mismo es sufrir un resbalón y tener un percance en forma de tobillo roto, máxime teniendo en cuenta que ni hay nadie por el contorno, ni cobertura para el móvil. Así que, cuando consigo bajar junto al Aguilón, respiro aliviado. Más tarde y ya en casa veo fotos que han colgado en internet los caminantes donde se aprecia la segunda cascada. En ellas me hago idea de por donde va el verdadero camino, y no el equivocado que yo he cogido. Ya buscaré la segunda cascada otro día. 
Además, y como suele suceder en esta zona, nubes grises hace rato que cubrieron todo el cielo, y la temperatura ha bajado. Comienzo a desandar el camino al tiempo que una fina lluvia se hace notar. En el kit de la mochila, junto a la cámara de fotos, los prismáticos y una navajilla, llevo un impermeable ligero que, por no pararme para sacarlo, no me pongo. Llevo una camiseta-sudadera que de momento me protege pero que, poco a poco, se va mojando. Afortunadamente el camino de regreso es cuesta abajo y sigo andando a toda mecha pero el cansancio se hace notar. Pese a las botas de montaña el trayecto sobre rocas me han machacado las plantas de los pies, la tarde está cayendo, estoy helado de frío y ya, viendo de lejos el Puente del Perdón, el camino se me hace larguísimo. ¡Por fin, el coche!. Son las siete y cuarto, aún no han cambiado la hora y comienza a oscurecer. Desde que comencé a las tres y con algo más de un cuarto de hora de parada en la cascada, he empleado cuatro horas para recorrer casi diez y seis kilómetros…
 
Hay dos opciones más para acceder a las cascadas del Purgatorio. Una es es desde La Isla. Desde allí no hay caminos establecidos. Hay que trepar por el monte en derecho lo que también nos lleva, atajando, hasta la parte superior de las cascadas, tras superar dos crestas y una vaguada. Casi todo el camino discurre a la sombra de los pinos. Lo intenté una vez en invierno pero, llegando a lo alto, la nieve llegó a cubrirnos las rodillas por lo que decidimos, sabiamente, darnos la vuelta. Lo intentaré más adelante, con mejor tiempo.
 
La otra opción es accediendo al Puerto de La Morcuera. Una carretera comunica Rascafría con Miraflores de la Sierra, otro pueblo con recuerdos infantiles, de cuando mi familia veraneó allí, hace muchos años. Subiendo desde Miraflores el panorama es grandioso, dominando el valle. Una vez llegado al puerto y al Refugio Juvenil (a un par de kilómetros), podemos bajar por una pista hasta Rascafría (la GR-10, poco más de 15 km de recorrido) rodeando por detrás las cascadas o bien, aparcando el coche un kilómetro más allá, coger un cortafuegos durante dos kilómetros, hasta coger otro que sale en ángulo recto a su izquierda, y que va ya descendiendo. Ahora toca bajar la montaña. Desde este punto se contempla enfrente y más o menos a la misma altura, el Alto del Purgatorio, una gran peña reconocible si ya hemos estado cerca de las cascadas. Pero el cortafuegos se interrumpe y toca seguir bajando, más y más, por senderos cada vez más escarpados. Sabemos que tocará regresar por la misma pendiente y esta vez cuesta arriba, pero debemos estar cerca. De frente y allá abajo se ve correr el río Aguilón y ya se escucha el rumor de las cascadas. Por fin, y sobre unas rocas, las vemos. Estamos sobre un precipicio, en lo que calculo aproximadamente a unos 80 metros de altura en vertical, y a vista de pájaro vemos el espectáculo de la primera cascada, encajonada, cayendo impetuosamente, y a unos cien metros de ésta la segunda. Y allá, muy abajo, podemos distinguir a los excursionistas asomados al mirador de madera que, desde esta atalaya, parecen hormiguitas. No se si ellos nos verán -tendrán que mirar muy arriba- pero si lo hacen sin duda se preguntarán por dónde coño habrán subido estos locos a donde sólo llegan los buitres.
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             La primera cascada del Purgatorio desde nuestro nido de águilas
Tras un rato de disfrutar con la panorámica y el espectáculo de las cascadas y de hacer las inevitables fotos, toca regresar. y, efectivamente, ahora nos vamos a dar cuenta de lo empinada y lo larga que es la cuesta. Hasta llegar al cortafuegos no hay pinos que nos den sombra y el sol se nota sobre nuestras cabezas. Hay que pararse de vez en cuando para coger aliento. Una vez alcanzados los deseados pinos nos dan alivio, pero la cuesta sigue y sigue subiendo. Para cuando llegamos al tramo horizontal del cortafuegos estamos derrengados, soñando con una fresca cervecita (que nos tomaremos tan ricamente en Miraflores). Según el «cuentapasos» de mi móvil, hemos recorrido unos diez kilómetros en total, pero el cuestón se nos ha hecho larguiiiisimo. Una vez en casa y comprobando las cotas de nivel de los diferentes puntos en los mapas, la diferencia de altura entre donde hemos dejado el coche y el mirador sobre las cascadas es poco más de trescientos metros…pero cuando las cuestas son tan empinadas, trescientos metros es un mundo…aunque el contemplar las cascadas del Purgatorio desde lo alto bien ha merecido la pena. 
 
Hacia el tejo milenario de Rascafría
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               El río discurre caudaloso formando pequeños saltos y pozas
Este otro camino es más suave, más corto y menos trabajoso que el que nos lleva hasta las cascadas del Purgatorio. Aparcando en La Isla (bajando desde Cotos unas desviaciones ya nos la señalizan, a la derecha), un camino sube pegado al arroyo de La Angostura, en dirección hacia Cotos. El recorrido es muy agradable, entre pinos y quejigos, y el arroyo baja abundante formando multitud de pozas y de pequeños saltos. A unos 300 metros río arriba nos encontramos un vistoso salto de agua que, aunque no sea una cascada natural como tal, no deja de tener su espectacularidad. Se trata de la cascada del embalse del Pradillo, embalse que se destinó en su momento a suministrar energía eléctrica al pueblo de Rascafría.
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                                             Cascada del embalse del Pradillo
El camino discurre dejando el arroyo a la izquierda unos dos kilómetros, aproximadamente, hasta llegar al Puente de La Angostura. Aunque en muchas entradas hablan de él como un puente romano, no lo es. Ya se sabe, es como los anticuarios: cuanta más edad le puedas atribuir, más valor, y al ser de piedra enseguida le cuelgan el cartel de «romano». Aunque viejo, realmente no lo es tanto. Fue levantado por orden de Felipe II (en otros sitios dicen que fue Felipe V el que lo mandó construir) con la intención de salvar el río y que las carrozas reales pudiesen efectuar el camino desde La Granja de San Ildefonso salvando el Puerto de Navacerrada hasta el Monasterio de El Paular. Precisamente su ubicación está en un lugar donde el cauce es más estrecho con dos grandes rocas a sus lados: la «angostura» o estrechez, lo que acabó dando nombre a todo el arroyo. Desde La Isla hasta el puente, un agradable paseo de 1.600 metros nada más.
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Cruzamos el camino sobre el puente. Justo por delante y río arriba una hermosa pradera invita a descansar y a tomarse un refrigerio porque a su lado el arroyo forma una poza donde los valientes y calurosos podrán darse un chapuzón en verano. Por mi parte, ni soy tan valiente ni desde luego es el momento: las aguas tienen un reflejo «azul-glaciar», con pinta de estar de todo menos calientes… Ahora, y una vez cruzado el puente de La Angostura, justo enfrente, una pista ancha se desdobla, a la derecha y a la izquierda. ¡Ojo!, que «nuestro» camino es el de la izquierda y no el de la derecha. Si siguiésemos por el de la derecha y tras una ligera ascensión acabaríamos por dar de nuevo con el río Angostura. El camino es muy agradable pero no es éste. El nuestro, insisto, es el que frente al Puente de La Angostura parte hacia la izquierda. Desde aquí el camino nos llevará hasta el «tejo milenario», aunque ya mismo comienzan a verse pequeños tejos y ejemplares de acebo. Los tejos, coníferas de hoja plana (de donde viene su nombre popular), perenne y verde oscuro. Los acebos, algunos en grupos y muy grandes, ahora sin su característico fruto rojo invernal, alimento para muchas aves en los meses duros, y con unas hojas verdes, satinadas y de reborde espinoso, con un brillo metálico que nos llaman la atención desde lejos.
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Los brillantes acebos por todos lados, todavía con su rojo fruto invernal
La pista asciende suavemente quebrando su recorrido para sortear las alturas. En un momento dado se abre otra pista a la izquierda, que es la que deberemos seguir. Tras lo que calculo un par de kilómetros más, la pista acaba abruptamente en una vaguada. No vemos los tejos desde la pista pero es aquí mismo, los tenemos al lado. Bajando por la izquierda cruzamos el arroyo de Valhondillo sin dificultad y ahora si. Unos cuantos ejemplares de tejos grandes, viejos y nudosos crecen entre rocas o en la ladera, esparciendo sus raices sobre el suelo. 
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 Éste no es todavía el «tejo milenario» más famoso, aunque estos ejemplares                  también sean muy viejos
Y por fin, el famoso tejo milenario. El conocido como Tejo de Barondillo, deformación de la palabra Valhondillo, enclave en el que le encontramos. A su pié el pequeño monolito donde indica su nombre científico: Taxus baccata, y su calificación como Árbol Singular. En este caso no es para menos: se le calcula una edad de entre 1.500 y 1.800 años…el árbol más viejo (y por tanto el ser vivo) de toda la península.
 
Un ejemplar que sorprende por sus hechuras. No es muy alto, porque los tejos no son árboles de gran porte, pero sí muy ancho, con un tronco grueso y nudoso, ahuecado por los años en su interior. Las raíces se extienden a los lados del árbol, dándole un aspecto de aún más ancianidad o como de árbol de cuento de brujas. Los forestales han colocado una valla metálica a su alrededor y una placa informativa para evitar que los visitantes se arrimen al tronco a hacerse la inevitable foto. El problema es que de tanto pisar el suelo, éste llega a compactarse complicando su permeabilidad, y lo mínimo que merece este árbol es respeto.  
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Tras admirar a semejante anciano y hacernos las inevitables fotos (¡sin cruzar la valla, por favor!), reemprendemos el camino de vuelta, no sin antes admirar los otros tejos muy grandes y majestuosos aunque aquí la «estrella» es el milenario. Desde La Isla un recorrido de unos 10 kilómetros, cómodo y de los que merecen la pena.
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    Abundantes por todos lados, los nidos de las grandes hormigas rojas (Formica           rufa), las «limpiadoras» del pinar