El grupo: yoga, budistas y una ocasión para (no) perderse
Allá por el año 2.005 practicaba yoga en un centro de San Lorenzo de El Escorial, donde vivo. El centro, ya desaparecido, se llamaba Metha y su dueña y profesora, Gloria Ruiz, se acabó jubilando aunque seguimos teniendo relación y mantenemos una buena amistad.
No me voy a extender sobre los beneficios (a todos los niveles) que me supuso la práctica del yoga, ni la personalidad de Gloria. Sólo comentar que intenté continuar la práctica en otros centros pero, tras conocer a Gloria, los demás «profes» se me quedaban cortos… Y como soy poco disciplinado como para practicar en casa, dejé el yoga, y bien que lo lamento. El caso es que Gloria nos comunicó a algunos alumnos que un conocido suyo estaba organizando un viaje «piloto» a La India y Nepal bajo el atractivo nombre de Tras las huellas del Buda. Y aunque yo no sea budista, tanto el itinerario programado, así como la posibilidad de conocer un poco más a fondo el budismo y, por supuesto, descubrir un país para mí desconocido y que me apetecía mucho visitar, me decidió a apuntarme al viaje.
Parte del grupo estaba integrado por algunos de los alumnos de Gloria. A los demás ya les iría conociendo. El dueño de la agencia Sanga (nombre ya de resonancias budistas) era Jose Ramón Bacelar. Él mismo nos contó que, tras muchos viajes como «himalayista» (otras ofertas de su agencia son destinos de alta montaña, tanto en América como en Asia) y, tras su contacto con las poblaciones de La India y Nepal, fue descubriendo y asimilando el budismo. Pero este viaje no era en absoluto de «intrépidos montañeros». Ya comenté que se trataba de un viaje «piloto», como de prueba. Entre los integrantes del grupo estaba, por ejemplo, la suegra de Jose Ramón, mujer mayor aunque muy dispuesta. Algunas mujeres «maduritas», y algunos otros tipos, como yo. A lo largo del viaje tuvimos ocasión de practicar sesiones de yoga (algunas en el hotel, otras junto a antiguas stupas) y escuchar alguna charla orientativa sobre budismo.
Así que, tal día como el 8 de Enero del año 2.006 (no tengo tan buena memoria: he tenido que consultar mis antiguas agendas) cogimos el avión en Barajas, con destino Katmandú. El vuelo, muy largo, Nepal está muy lejos. De Madrid salimos como a las 8 de la mañana, y tras una escala en Doha de cinco horas, llegamos a Katmandú amaneciendo, casi 24 horas de viaje. Como acostumbro en los aviones, me duermo casi antes de despegar, así que tampoco se me hizo demasiado pesado. La compañía, Qatar Airways, de las «buenas» (todo el nivel del viaje fue muy bueno, las cosas como son), con lo que supone que el catering era estupendo. Y aunque dormía plácidamente, el olorcillo de las bandejas hacía que me despertase cada vez que las azafatas repartían la comida…para volver a dormirme inmediatamente después de comer…
Katmandú
Aunque en principio teníamos reserva en el Hotel Yak and Yeti, más céntrico, un problema no recuerdo si por reformas en el edificio o una huelga del sindicato de hostelería, hizo que nos desplazásemos al Hotel Hyatt. No sé cómo sería el Hotel Yeti -por lo que he visto bastante bueno-, pero el Hyatt era una pasada: lujoso, precioso, de habitaciones magníficas con un pedazo cama de 2×2…en la que, pese a la tentación, preferí no tumbarme ante el serio riesgo de quedarme dormido tras la paliza del vuelo.
No voy a pormenorizar, cual diario de viajes, cada paso que dimos, cada anécdota que tuvimos (que las tuvimos, y de todos los colores) o a cada uno de los integrantes, salvo alguna mención especial. Sólo me gustaría ir comentando las cosas que vimos y, sobre todo, las impresiones que me produjeron los lugares que recorrimos, tan diferentes, tan «exóticos», tan chocantes.
Así descubrí Katmandú, ciudad que ha ido creciendo pero que mantiene sobre todo en su parte vieja (el Thamel) el encanto de callejas abarrotadas de tiendas, muchas de ellas ya orientadas al turismo (con artesanía de varios tipos) pero también varias surtidas con material de alpìnismo a los que, desde aquí, parten a la conquista de las altas cumbres del Himalaya. De hecho en el aeropuerto madrileño de Barajas tanto Jose Ramón como Antonio, un joven guía que nos acompañaría todo el viaje, saludaron a un grupo de «himalayistas» (…son muy conocidos en este ambiente…, nos aclaró Antonio) que volaban también hasta Nepal. Altos, fuertes, y que además del equipaje que debieron facturar, cargaban con altas mochilas. Evidentemente, iban a volcar sus esfuerzos en escalar altísimas cumbres y no de «turistas», como nosotros.
Volveríamos a Katmandú y a recorrer las tiendecitas del Thamel a nuestra vuelta, tras completar el periplo que nos aguardaba por La India pero, recién llegados, nos apetecía callejear y ver, ver y callejear… Un amigo muy viajado que conoció Katmandú hace muchos años me contó que, las primeras veces que él estuvo, las tiendecitas del Thamel aún se iluminaban con velas, a falta de luz eléctrica. El Hotel Hyatt no está en el Thamel, como el Yak and Yeti, sino un poco desplazado a las afueras, pero éso supuso una ventaja a la hora de hacer nuestra primera visita, tras corto paseo, a la gran stupa de Bhudanat, enclavada en el barrio tibetano de la ciudad, y a cuyo alrededor se han edificado pequeñas viviendas de madera con numerosas tiendas con objetos de culto: lamparillas de ofrenda, pequeños molinillos de oración, imágenes, cuencos tibetanos (de diferentes metales, para sus diferentes sonidos), joyas y adornos.
Alrededor de la stupa de Budanath. Puestos de ofrendas
Tíbet fue anexionada por China a partir de 1.950, que la consideraban históricamente un territorio suyo protegido desde los tiempos del Imperio Británico. Pero fue a partir de esa fecha cuando la injerencia china, y más en materia religiosa, movió a millones de tibetanos a emigrar. La mayoría, cruzando las montañas se refugió en Nepal y La India (como el Dalai Lama, que huyó en 1.956), y es en Nepal, por motivos de proximidad, donde hay más población tibetana. Así en el barrio tibetano donde se levanta la stupa de Bhudanat (o Bodnat) hay cerca de cincuenta pequeños monasterios budistas a su alrededor. Se podían ver numerosos lamas, con su túnica de un color característico rojo-vino, pero también muchos fieles (entre ellos, algunos occidentales) rezando y girando los molinos de oración mientras recitan el mantra Om Mani Padme Hum, bien los grandes molinos fijados alrededor de la stupa, respetando en su marcha el sentido de las agujas del reloj, como los pequeños -portátiles- a los que hacen girar en la mano, como nuestras infantiles carracas.
La stupa es uno de los símbolos budistas más extendidos no solamente en Asia, con sus diferentes «acabados», sino incluso en Occidente, allá donde se venere a Buda. La más grande de Europa, por ejemplo, se encuentra en la localidad malagueña de Benalmádena. La de Budhanat, en concreto, mide 36 metros de diámetro y 43 metros de alta. Todo en ellas, como ocurre con cualquier representación budista, tiene su significado: desde la base, cuadrangular, que simboliza a la tierra, hasta la cúpula o el pináculo de coronación, que simbolizan los sucesivos cielos. En la base del pináculo de la de Budanath podemos apreciar en cada una de sus cuatro caras los tres ojos del Buda: dos para ver el exterior, y el tercer ojo situado entre ellos, para ver el mundo interior. Todo en las stupas: su orientación, su geometría sagrada, sus imágenes simbólicas, están cargadas de significado y de un alto contenido espiritual para los budistas.
Y, como en cada lugar de significado budista, las banderas de oración. No sólo rodeando las stupas, donde son más abundantes, sino incluso en pasos de montaña o en lugares sagrados, tales como árboles «santos», colgadas en largas ristras a cuerdas que las sujetan a rocas, árboles o edificios. Las banderas de oración están, ¡cómo no!, cargadas de significados. 5 colores escalonados: azul (que representa los cielos), blanco (los vientos), rojo (el fuego), verde (las aguas) y amarillo (la tierra). En cada bandera, la figura de un caballo (el lung ta: «caballo poderoso»), símbolo de transformación de la mala en buena suerte y, sobre la figura del caballo, tres joyas llameantes que simbolizan a su vez los tres vértices de la tradición filosófica tibetana: el Buda (el iluminado), el Dharma (las enseñanzas) y el Shanga (sí, como nuestra agencia, el símbolo de la comunidad budista). Alrededor de la figura del caballo, mantras tradicionales.

Las banderas de oración, por cierto, no están hilvanadas en sus extremos, debido a lo cual se van deshilachando por el viento, pero es un efecto buscado, para que los hilillos al volar esparzan las oraciones…Como podéis ir viendo, todo un mundo de simbolismos, el del budismo… Sólo comentar que, a mi regreso a España, colgué en la fachada de mi casa al comienzo del verano un par de ristras de banderas de oración (como se deshilachan, voy comprando más). Lo bueno es que algunos vecinos, al verlas con sus vivos colores me comentaron: «¡Qué bien!, ¿estás poniendo adornos para las fiestas?»…
Lumbini. Hacia donde nació Buda
Nuestro primer destino era Lumbini, territorio nepalí muy próximo a la frontera de La India. Cogimos un pequeño avión de hélices en el aeropuerto de Katmandú de la empresa Yeti Airlines (el «hombre de las nieves» da para mucho, aquí) en el que nos desplazamos al aeropuerto Gautama Buddha y de allí al hotel Nirvana. El hotel, en la ciudad de Bhairawa, estaba próximo al aeropuerto, pero ya allí tuvimos ocasión de darnos nuestro «bautismo de tráfico hindú-nepalí», del que tuvimos numerosas oportunidades de comprobar a lo largo de nuestro viaje: muchos coches, muchos carros, nulo respeto a las reglas, o pitidos contínuos para avisar cuando adelantabas, cuando te adelantaban o en los cruces…

Pero volvamos a Buda. Según la tradición budista Maya, la madre del que durante 29 años iba a ser sólo el príncipe Siddartha Gautama, se puso en camino como era la costumbre hacia la aldea de su padres, Devadaha, para dar a luz, pero en una zona de árboles plaksa (del sánscrito, lo que en la India se llama pipal y en botánica Ficus religiosa) sintió llegar los dolores del parto y, agarrada a un árbol, dio a luz a Gautama. Era noche de luna llena y, según las crónicas, entre los años 563/558 antes de nuestra era. Como todo en el budismo, rodeado por multitud de simbologías. Así, Maya soñó la noche de su concepción que un elefante blanco penetraba en su costado. O que varios personajes importantes en la historia de Buda (su futura esposa Yasodhara, su futuro paje Chandaka o incluso su caballo Kanthaka) nacieron al tiempo que Siddartha. O que incluso el pipal de Bodhgaya a cuya sombra se sentó en el momento de su iluminación, brotó ese mismo día. Maya murió a los ocho días de dar a luz, y fue su hermana Gotami la que cuidó al futuro Buda. Lumbini, por cierto, recibió ese nombre
en honor a la madre de Maya.
El emperador Ashoka es otro personaje fundamental en la historia del budismo.Su reinado se extendió entre los años 273 y 236 a.C.. Desde su reino original en el norte de La India fue conquistando y anexionando los otros pequeños reinos locales, llegando a formar un imperio, el Maurya, que abarcaba prácticamente toda La India (excepto una pequeña zona al sur, de estados vasallos) y la actual Afganistán. Quiere la tradición que tras conquistar el reino de Kalinga (costa oriental), lo que supuso más de cien mil muertos, al pasear Ashoka por el reino y comprobar la destrucción causada, se sumió en una profunda tristeza.
No está claro si Ashoka, tras el arrepentimiento debido a esta masacre se convirtió o no al budismo, pese a lo que aseguran, «barriendo para casa», los budistas. Pero sí es cierto que, casi 300 años tras el nacimiento de Buda, comenzó un periodo de protección a la filosofía vital de los monjes que fue encontrando, y que se reflejó en la construcción de templos y en la erección de muchas columnas, entre ellas la de Lumbini, en la que se puede leer en brahmi (escritura utilizada para escribir el sánscrito y el prákrito) la siguiente inscripción: En este lugar nació el Buda. Aquí vió la luz el Iluminado…

Lumbini es un lugar tranquilo. Unos sencillos jardines, una piscina (donde la tradición quiere que se bañó al Buda recién nacido), el pipal sagrado rodeado de banderas de oración, varios monasterios tibetanos y dos nepalíes. El lugar del nacimiento de Siddartha se encuentra hoy protegido por una pequeña construcción. Pero la memoria del lugar no hubiera sido posible si el emperador Ashoka no hubiera peregrinado, a los 20 años de su reinado, para visitar los lugares relacionados con la vida del Buda y el lugar de su nacimiento, erigiendo stupas y la columna que ya mencioné.
Gracias a estas edificaciones y varios siglos después, los peregrinos chinos Fa-hien (siglo V) y, sobre todo, Hsuan-tsang (603-664), a los que habría que añadir el historiador tibetano Taranatha (siglo XVI), pudieron identificar y señalar en sus libros de peregrinaje por La India, todos los lugares relacionados con el Buda. Gracias a los testimonios de todos ellos, los arqueólogos británicos pudieron, a finales del siglo XIX, llevar a cabo excavaciones para localizarlos. Pero sin los pilares de Ashoka, probablemente no tendríamos hoy ni tan siquiera la ubicación exacta de dichos lugares, desvanecidos en el olvido a partir del siglo XII, a causa de la destrucción causada por las invasiones islámicas en el norte de La India.
Entrando en La India. «Bad people, dangerous» y la estación de Patna
Si el pequeño recorrido entre el aeropuerto Gautama Buddha, de Nepal, y la ciudad de Bhairawa, cerca de Lumbini, ya nos dió idea de lo caótico que podía ser el tráfico, aún nos faltaba conocer lo peor. Más coches, más carros, autobusitos «petaos» de gente, inexistencia de semáforos o las inevitables vacas cruzándose por las calles…Cruzamos la frontera entre Nepal y La India, una imagen que me recordaba a la de las ciudades marroquíes de Castillejos o Nador, con muchos coches parados esperando quizá algo, y mucha más gente parada en grupos, esperando más de lo mismo.
Íbamos ya como pasajeros de varios coches, tres ocupantes de media, y ahí entendimos por qué van todos con los espejos retrovisores plegados: para poder pasar mejor entre semejante caos. Los espejos no eran necesarios, los pitidos contínuos ya avisaban de los movimientos de los demás coches. Así, atravesamos fiados a la indudable pericia del conductor la primera ciudad que nos recibió: Rayput. Nuestro siguiente destino era Kushinagar, donde nos esperaba la visita a la gran figura yacente del Buda, no dormido aunque lo pareciese, sino donde alcanzó el estado de nirvana.
Muy cerca de allí, la stupa más antigua: Rhamabar, irregular, muy grande, de ladrillo cocido, sin la típica estructura que desarrollarían más adelante, con su base cuadrada, su cúpula y su pináculo. Ésta parecía un simple amontonamiento de adobes, pero la veneración popular se reflejaba en los numerosos pequeños panes de oro, adheridos a los ladrillos en la zona más baja, y en los grupos de monjes budistas que la circunvalaban mientras rezaban. Esta forma irregular y semidesmoronada me evocó a la antigua pirámide escalonada de Sakara en Egipto, mucho más antigua que las que se hicieron famosas de Keops, Kefré y Micerinos.
Gloria impartiéndonos una sesión de yoga junto a la stupa de Rhamabar
Continuamos el camino por las saturadas carreteras para tener nuestro primer encuentro con el Ganges, con Ma Gangá, la «Madre Ganges» (en La India los ríos son femeninos), a cuyas orillas se desarrolló la ciudad de Pataliputra, actual Patna, o Patná. Patna es la capital del estado de Bihar. Pagamos el peaje por el cruce de estados (1.800 rupias, el equivalente a unos 15€) en el puente de acceso a Patna. Mala fama debe de tener Bihar en el resto de La India porque nuestro conductor, Bablú ( a partir de entonces rebautizado como «Pablo») nos dijo, torciendo un poco la cara: bad people, dangerous…(«mala gente, peligrosos«)…aunque, protegidos por el grupo como íbamos, no tuvimos ninguna mala experiencia que contar.
Pataliputra fue fundada en el siglo V a.C., en tiempos de Buda. La tradición budista dice que fue el propio Buda el fundador. El hecho es que su estratégica ubicación, en un cruce de caminos y a orillas del Ganges, la hizo especialmente importante para el comercio. De hecho el emperador Ashoka la convirtió en la capital de su imperio Maurya. Actualmente Patna es una gran ciudad. Nos alojamos en el hotel Maurya Patna, de muy buena calidad y donde me volví a encontrar con una enorme cama (para mí sólo) de 2×2. Tras darnos una vueltecita por las tiendas cercanas, de cenar y de tener una sesión de yoga impartida por Gloria, cuatro de nosotros decidimos dar un paseo nocturno, despreciando el aviso de bad people que nos hizo nuestro «Pablo».
Ya había oscurecido. Me sorprendió ver en cada cuneta, en cada acera, oscuras figuras tendidas en el suelo: hindúes pobres durmiendo, tapados con su mantón. Tras el caos del tráfico de media hora antes, se podía disfrutar de la tranquilidad de las calles vacías. Ramón, uno de los componentes del grupo y con estancias previas en La India, nos propuso como visita típica acercarnos hasta la estación de tren. Callejeamos y medio nos perdimos por las calles oscuras, dándonos tiempo a tomar un «chai», el te de aquí, que cuecen en la calle en hornos pequeños, aderezado con leche y varias especias entre las que sólo reconocí el cardamomo. Por fin, llegamos a la estación.
La India, no hace falta decirlo, es un país enorme. Una de las contribuciones que hicieron los británicos a partir del año 1.852 fue una extensa red de ferrocarriles (una de las mayores del mundo, dicho sea de paso) que cubre todo el territorio, facilitando a la población los desplazamientos. Para nosotros, los occidentales, puede resultar un poco caótico, y aunque últimamente se van informatizando el conseguir billete no carece de complicaciones. Además del trayecto, el precio varía según en qué clase queramos viajar, si lo compramos en la estación o por ordenador, si el tren es de los rápidos o los menos rápidos y cosas así.
No obstante, una vez conseguido el billete, quizá nos toque darnos prisa para ocupar los asientos, no sea que una vez en el vagón, nos encontremos allí instalados una familia, y haya que discutir durante un buen rato…Aunque las imágenes de trenes abarrotados, con gente amontonada incluso en el techo de los vagones, ya no es tan usual, no era raro ver cruzar trenes con los pasajeros colgados de las puertas. Y como, además, muchos trenes atraviesan las estaciones sin parar y a toda leche, los accidentes son frecuentes: se calcula en aproximadamente 25.000 las víctimas anuales debidas a atropellos.
Llegamos a la estación de Patna ya tarde, eran más de las doce de la noche. Una multitud de gente esperando. Muchos, sentados en corros en el suelo o dormitando arrimados a las paredes o tumbados en medio del andén, esperando sin duda algún tren que quizá pasaría a las cuatro o las cinco de la mañana. Todos mirando con curiosidad a aquellos cuatro blancos: ¿qué se les habría perdido allí, a aquellas horas?… Como era de esperar, se nos arrimó un espontáneo, un hombre ya maduro de pelo blanco y unos ojos que recuerdo como vivísimos, de profunda mirada, preguntándonos cosas (no dejo de sospechar si no sería por vacilar o matar su aburrimiento) sobre la Biblia, sobre las «Joyas del Corazón» y similares, formándose inmediatamente un corrillo a nuestro alrededor. Hubiera hecho fotos muy interesantes, pero me corté, aunque en ningún caso me pareció ver entre aquella multitud dangerous people. Creo que aquello fue, ante todo, una experiencia.
Los baños termales de Ragjir y El Pico del Buitre
Como visita curiosa, nos dirigimos a los baños termales de Ragjir. Gran estructura de piedra, con varios niveles y, descendiendo un tramo de escalones, las piscinas. Pero antes de llegar y por el camino de entrada, un largo surtido de mendigos: ciegos, lisiados, viejos… a ambos lados extendiendo la mano y soltando letanías con tono lastimero. Por fuera, los vendedores con sus puestos en el suelo Ya dentro de las instalaciones una multitud de hombres y mujeres disponiéndose al baño. Nos hubiéramos metido en las aguas termales pero desde lo alto de la escalinata nos disuadió, sobre todo, la multitud que abarrotaba las piscinas, ¡no cabía una mosca!.
No obstante y en la parte superior un santón con cara de mafioso, viendo la ocasión de conseguir unas rupias ante nuestro inequívoco aspecto de turistas occidentales, me bautizó casi a la fuerza echándome agua en la cabeza con una jarrita recitando el «mantra del refugio». Nada es gratis y menos en La India, y menos aún los «servicios» de los santones (bueno, en el cristianismo también te cobran las misas y los sacramentos, hay que sustentar a los hombres que venden la fe). Le ofrecí 10 rupias (=0’12€) y se alejó maldiciéndome, con sus 10 rupias en la mano y su peor cara de mafioso…
…¡corre, corre caaaballitooo!…
Desde que dejamos Nepal el recorrido había transcurrido por un paisaje bastante llano. En esta zona ya vimos montañas y, por primera vez, caballos. De hecho para volver al hotel tres de nosotros decidimos prescindir del coche y volver alquilando una calesita, muy adornada. Y muy contentos, cantando aquel tema que popularizó Marisol en nuestra infancia de ¡corre, corre caaaaballitoooo!… hicimos nuestra entrada triunfal, aunque el cochero demostró su respeto y al principio se negaba a meter la calesita en el hotel. Tras la comida, nuestro guía, Jose Ramón nos ofreció otra charla con las que nos iban ilustrando (tanto él como Gloria) a los no-iniciados sobre facetas del budismo.
Una religión tan compleja ofrece muchos principios, así como algunas de sus variedades, que pueden resultar a veces dificultosas para los occidentales, pero estas charlas nos ayudaban (a mí, al menos) a aclarar conceptos que en la lejana Europa se mostraban confusos o desvirtuados como, por ejemplo, el tantrismo, asociados en Occidente al sexo, sin más. Por supuesto, encierra mucho más que el mero control del cuerpo. Tras la charla de Jose Ramón y una sesión de yoga por parte de nuestra profe Gloria, partimos por la tarde (esta vez en coche y sin calesita) a Gridhkutta, al santuario budista conocido como «El pico del buitre».
Cuenta la tradición budista que en Gridhkutta, a los 16 años de su iluminación, y acompañado de un numerosos grupo de varios miles de monjes y seguidores, enseñó la conocida como Perfección de la Sabiduría Trascendental, también conocida en el budismo como el Segundo Giro de la Rueda del Dharma…Como podéis ir viendo, la terminología del budismo es densa, plagada de conceptos, a cada cual más elaborado.
Cuenta también la tradición, aunque creo que aquí entra la leyenda, que Buda domesticó un elefante salvaje que el rey de la zona lanzó contra él y que, por supuesto, se rindió a sus pies. Sea como sea, el hecho es que 500 de sus más fieles seguidores, tras la muerte de Buda, se reunieron en una localidad próxima para recopilar, de memoria, todas aquellas enseñanzas que el Buda fue diciéndoles a lo largo de sus años de predicación, constituyendo un «corpus» y que hubo que organizar bajo esa terminología a veces abstrusa que iremos viendo, como la ya citada de la «Perfección de la Sabiduría Trascendental» o «Segundo Giro de la Rueda del Dharma», términos que, al parecer, el Buda nunca empleó. Podemos compararlo un poco, en la tradición cristiana, con lo que supuestamente dijo Jesucristo (que nunca escribíó nada) en arameo a sus discípulos, que se transmitíó inicialmente de forma verbal -con todas las trampas que puede tender la memoria-, y que se fue plasmando muchos años después ya bajo el epígrafe de «parábolas» o «sermones» en los Evangelios (del griego: «el buen mensaje»).

…con dinero japonés…y se nota el toque kitsch
Pero íbamos al «Pico del Buitre». Se trata de un santuario, edificado con dinero japonés, en lo alto de una empinada montaña a la que se puede acceder gracias a un teleférico. En lo alto, además de la inevitable nube de niños, mendigos y vendedores, una gran stupa domina el paisaje, conocida como la Stupa del Corazón. Unos pórticos de estilo japonés se abren hacia el horizonte de montañas arboladas. Desde el interior de un templo sintoísta pudimos escuchar un rítmico golpear de tambor que dominaba todo el contorno. Entramos, y vimos dos monjes que se iban turnando, a un ritmo de 40 golpes por minuto, aunque los monjes no estaban distraídos en su tarea sino muy atentos al movimiento a su alrededor, dándonos incluso unos pequeños dulces, como bolitas de anís, como deseo para una larga vida.
Creo recordar que hicimos el camino de vuelta ya descendiendo por el camino, entre los árboles. En alguno de los recodos, grupos de monos langures -más grandes y estilizados que los ubícuos macacos- estaban al quite, como los mendigos humanos, pidiendo comida, pero había que tener cuidado. Ágilísimos y de fuertes manos, como te descuidases te podían quitar la cámara mientras les enfocabas y salir corriendo con ella, lo mismo que los famosos y típicos monos de Gibraltar. Se ve que los monos no han sabido aprovechar las enseñanzas del Buda.
La Universidad de Nalanda
Aún viendo sus restos, Nalanda impresiona. Las excavaciones continúan, y pudimos recorrer parte de sus muros, corredores, habitaciones, escalinatas y dependencias (como, por ejemplo, los servicios) para hacernos sólo una pequeña idea de lo que debíó ser aquello. Situada a unos 90 km. al sudeste de la ciudad de Patna, albergó a una de las universidades más grandes que en el mundo han existido. Hoy día las ruinas visibles ocupan una extensión de unas 14 Hectáreas (unos 150.000 m2), pero según los testimonios de uno de sus estudiantes, el chino Xuanzang (602-644), pudo ser diez veces mayor. En su momento de mayor esplendor albergó a unos 10.000 estudiantes y a unos 2.000 profesores. Las primeras menciones «oficiales» ya la sitúan en el Siglo III de nuestra era, pero hay menciones desde el Siglo V a.C. Incluso se dice que Buda la visitó varias veces. El emperador Ashoka en el año 250 a.C. mandó edificar la gran stupa de Shariputra, todavía visible.

De Nalanda irradió el budismo a toda Asia, y de hecho muchos estudiantes provenían desde Turquía hasta Japón, pasando por Persia, Tibet, China o Indonesia. Budismos como el Vayraiana (el mayoritario en Tíbet) u otras formas como el Mahayana o el Theravada, tuvieron su origen aquí. Pero no sólo se estudió budismo en Nalanda. Otros estudios como astronomía, medicina (ayurvédica, acupuntura), filosofía, sánscrito o herboristería, alquimia y otras ciencias tuvieron cabida en Nalanda. Todo este saber se contenía en la gran biblioteca. Algunos optimistas la cifran en varios millones de libros, aunque otros cálculos más realistas la cifran en «sólo» varios cientos de miles. Así, la biblioteca mereció el nombre de Dharma Gunj (Montaña de la Verdad) o de Dharmaganja (Tesoro de la Verdad).
El historiador persa Minhaj-i-Sirai narró en su libro Tabaqat-i Nasiri la destrucción de Nalanda por parte del general turco Bakhitayar Khilji, en el año de 1.193. Los musulmanes, en su conquista del norte de La India, arrasaron templos, asesinaron miles de monjes, y Nalanda no se libró de la destrucción, con más motivo porque sus libros, como los integristas musulmanes siempre aducen, si repiten lo que ya dijo Alá, son inútiles y por tanto eliminables, y si lo contradicen son heréticos y, por tanto, destruibles.
Aunque la destrucción de bibliotecas no sea patrimonio de musulmanes: la quema de la de Alejandría por los primeros cristianos (unos auténticos «integristas»), la de la Córdoba califal o la quema de libros «desviados» por los nazis, son sólo otros ejemplos. La biblioteca de Nalanda ardíó durante meses, y las negras columnas de humo pudieron testimoniar su destrucción. Afortunadamente muchos libros habían sido copiados, y aquellos alumnos extranjeros como Xuanzang que regresaron a sus hogares portando copias pudieron salvaguardar una pequeña parte de aquella inmensa cultura. Para aquel momento el budismo estaba en retroceso en toda La India, de forma que aquellos libros salvados constituyeron las pequeñas semillas del budismo en otros países.
Bodhgaya, donde Siddartha se transformó en el Buddha
Joven novicio, en Bodgaya
Me vais a permitir que para ilustrar lo que es la ciudad de Bodhgaya, haga un corta-pega y ponga aquí el capítulo correspondiente al pipal de Bodhgaya, que forma parte de la entrada Árboles míticos, dentro de mi blog DersuLee, aunque intercalaré alguna cosilla correspondiente al viaje.
«Bodhgaya es una población situada en el estado de Bihar, al norte de La India, de unos 40.000 habitantes. Cuando tuve la oportunidad de estar allí me recordó a Compostela. Multitud de templos de todo el orbe budista se elevan allí, como homenaje a las diferentes comunidades budistas de toda Asia: no sólo hindúes, sino también de Birmania, de Sikkim, Buthan, China (en forma de pagoda), Japón (con su arquitectura tradicional nipona), Tailandia, Ceilán, o tibetanos, de los que hay dos. Y rodeando los templos, multitud de devotos budistas, cada cual con su impedimenta característica (de blanco los tailandeses, de rojo los tibetanos, de amarillo los japoneses…), peregrinos todos ellos a la llamada de su fe. Sentados en grupos grandes, rezando y leyendo en sus libros apaisados las oraciones en sánscrito. Casi todos rodeando el árbol.

Lo de Compostela no es casualidad. De sobra conocemos en España la importancia que el Camino de Santiago y lo que significó a lo largo de los siglos despertó en toda Europa, la atracción a millones de peregrinos. Entre nosotros quizá lo tenemos ya «tan visto» que no le concedemos la importancia debida, aunque la siga teniendo. Tuve también ocasión de «caminar» hacia Compostela en un par de ocasiones de grato recuerdo, una de ellas con un amigo alemán para los que ir a Compostela es todo un prestigio, encontrándonos en el recorrido gentes de todos los pelajes: desde gente «normal» de diversos países hasta grupos de religiosos italianos o franceses, de familias al completo a solitarios peregrinos, desde chavales con ganas de ejercicio hasta monjes «zen»… Yo no lo ví, pero me contaron de un japonés vestido de samurai que hacía el camino (mejor: el Camino) con su escudero, callados, serios y formales ambos.
Estando en Bodhgaya y callejeando por la ciudad se nos acercaron un par de chavales -quince años, puntualizaron- de allá con ganas de «pegar la hebra», por practicar inglés, dijeron (cierto es que no nos pidieron ni una rupia, como sospechamos inicialmente). Al preguntarme mi nombre y decirles: Santiago, uno de ellos, Nadim, abrió unos ojos como platos: ¿¡Santiago…Santiago de Compostela!?… Al parecer había leído la novela titulada El peregrino, del escritor Claudio Coelho, y para él Compostela era una localidad mítica, no pensaba que fuese real. A mi regreso tuve el placer de enviarle a la dirección que me proporcionó varios libros llenos de imágenes de España, entre ellas las de la catedral de Santiago de Compostela, para que le pusiese «cara» a lo que él pensaba hasta entonces que era sólo un mito.
Su compañero en un aparte me dijo que Nadim era estudiante, de familia humilde, que quería ser médico en un futuro, pero que ahora estudiaba física, química, biología, sánscrito y hasta diez asignaturas más. De hecho uno de nuestros colegas, que llevaba una camiseta con una frase en sánscrito, al pedirle que la leyera lo tradujo de un tirón. Aunque, insisto, no nos pidió nada, tuve el placer, además de enviarle los libros desde España, de darle discretamente un billete de 50 rupias, que me agradeció con una sonrisa tímida. Chico majo, espero que le vaya bien.
Como Compostela alrededor de la catedral, Bodhgaya ha crecido alrededor de un árbol, lo que se conoce como un pipal, para los botánicos Ficus religiosa, bajo el que, y según la tradición budista, el príncipe Siddharta alcanzó la iluminación. Los pipales son grandes árboles que podemos ver en toda La India. Al igual que las «olmas» en casi cada plaza de los pueblos de Castilla prestan su sombra a los lugareños (aunque muchas se hayan secado víctimas de una enfermedad, la grafiosis), los pipales crecen en la plaza central de miles de aldeas de toda La India, sirviendo de punto de reunión a los vecinos para dirimir sus problemas. El género Ficus al que pertenece el pipal engloba unas 900 especies en climas templados y tropicales. El más conocido por nosotros es la higuera (Ficus carica), pero también otros como el árbol del caucho (Ficus elastica) y otros usados como plantas decorativas, tales como el Ficus benjamina, el Ficus retusa y otras más.

El pipal de Bodhgaya
El budismo es una religión característica. Para empezar, se define como religión sin dios. Más que religión, es una filosofía de la vida. No conocen la noción de «guerra santa», que tantos millones de muertos han cobrado a lo largo de la historia las religiones monoteístas, celosas de su monopolio. Tampoco concibe la conversión forzada, ni tan siquiera la herejía como algo pernicioso. Sería tema prolijo detallar sus principios y variantes, que excederían ampliamente al tema de esta entrada, pero en esencia propugna la compasión, el huir de las pasiones excesivas y el buscar la paz interior. Con semejante filosofía, no es raro que el budismo se extendiese por toda Asia, donde se calculan unos 379 millones de seguidores, repartidos en las 14 ramas o escuelas budistas, y que a su ideario pacifista se adhiriesen en nuestro mundo occidental unos 6 millones de adeptos, ávidos de misticismo, de los que más de 3 viven en los Estados Unidos. A muchos de estos budistas occidentales los podemos ver, también, rezando alrededor del sagrado pipal de Bodhgaya.
Si queremos profundizar en el budismo podemos sentirnos bastante confusos. A su alrededor se ha tejido una complicada red de mitos y leyendas fundacionales, tradiciones y definiciones de conceptos bastante metafísicos, adobados además con lo que, para nosotros, occidentales, supone la gran cantidad de términos en sánscrito: dharma, shanga, samatha, vipassana, samadhi, jhanas, prajna, avidya, duhkha, samsara…y muchas más. ¡Ojo!, no son meras palabras: cada una de ellas define conceptos muy concretos. Hasta tal punto han invadido en parte a Occidente que algunas de ellas como karma o nirvana han sido ya asimiladas (la última, incluso dando nombre a un famoso grupo de rock).
Será más simple entender el origen del budismo si consideramos que en el siglo V a.C. nació un tal Siddharta Gautama en Lumbini, en la frontera de lo que ahora son Nepal y La India. Siddharta era el príncipe del reino de Sakia (que me perdonen los budistas si se me escapa algún error), perteneciente a la segunda casta hindú, la de los chatrias: la de los guerreros y nobles (por encima estaban los brahmanes). Cuenta la tradición budista que a los 29 años el mimado y protegido Siddharta descubrió por azar la enfermedad, la decrepitud y la muerte, lo que provocó que se marchase del palacio y de la vida noble a la que estaba destinado (lo que se conoce como La Gran Renuncia) y hasta los 80 años se consagró a la pobreza, a la abstinencia, a la predicación y a difundir su mensaje por el norte de La India.
Quizá no hubiera pasado del anonimato de ser un predicador más, si no fuera porque doscientos años más tarde el gran rey Asoka descubriese el budismo y se convirtiera en su principal difusor. Asoka construyó el imperio Maurya, conquistando casi toda La India y los actuales Pakistán y parte de Afganistán. Dice la tradición, y me ciño a ella, que tras masacrar el estado de Kalinga, conmovido por la destrucción, se convirtió al budismo. Hay historiadores que sostienen que Asoka descubrió en esta nueva creencia una religión que diese cohesión a su imperio. Puede ser, no sería el primer caso. Sea como sea, Asoka fue el verdadero expansor del budismo en La India y que gracias a él fuese extendiéndose, poco a poco, por Tíbet, Mongolia, China, el Lejano Oriente y llegando hasta Japón. Pero volvamos a Siddharta y al árbol pipal.
Continuando con lo que la tradición nos cuenta, y tras un periodo de vagar de aquí para allá y de un periodo de extrema ascesis en el que estuvo a punto de dejarse morir de hambre, Siddharta decidió que necesitaba, más que aclarar sus ideas, alcanzar la iluminación. Llegando a un lugar (que más tarde se llamaría Bodhgaya) se sentó al pie de un alto pipal durante tres días con sus noches, dispuesto a no moverse hasta no alcanzar el conocimiento. Durante la primera noche (sigo con lo que nos cuenta la tradición) logró el conocimiento de sus existencias anteriores. Durante la segunda noche, alcanzó el conocimiento de ver seres morir y renacer de acuerdo a la naturaleza de sus acciones.
Durante la tercera noche purificó su mente, consiguiendo el conocimiento de las Cuatro Verdades. Aún tuvo una última prueba: se presentó Mara, personificación del demonio o de la tendencia a la maldad, con una serie de tentaciones. Pero, al igual que las cristianas tentaciones de San Antonio, Siddharta resistió, logrando ser libre del aferramiento a las pasiones alcanzando, por fin, la Iluminación, y estando ya preparado para predicar la verdad. En aquel momento dejó de ser Siddharta para ser el Buda = el Iluminado.
Bodghaya, ya lo he comentando, es el principal centro de peregrinación de los budistas del mundo. Aunque la ciudad ha ido creciendo con sus tiendas y sus barriadas, el verdadero centro es un conjunto abarrotado de templos de diferentes estilos, según la procedencia de sus fieles. Y en medio de todos ellos, el pipal. Bendecido por ser aquel bajo cuyas frondosas ramas Siddharta alcanzó la Iluminación y, al igual que éste pasó a ser denominado el Buda, el pipal pasó a ser llamado el Bohdi. Y como no podía ser menos en una religión como la budista, donde a todo se le pone nombre, éste tiene el suyo propio: Siri Maha Bohdi, que me atrevo a traducir como algo así: el Gran Bohdi Sagrado. Los budistas lo consideran descendiente del árbol bohdi original.
Pero este Siri Maha Bohdi tiene un competidor, y más viejo: el llamado Jaya Siri Maha Bodhi. Un pipal (no muy grande) presente en los jardines de Mahamewna, en la localidad de Anuradhapura, situada al norte de la isla de Ceilán, actual Sri Lanka. Se considera al bohdi cingalés el árbol plantado por humanos más antiguo del mundo, con fecha conocida: el año 288 a.C. Fue traído como plantón por la princesa Sangamitta Theri, hija de aquel emperador Asoka que expandió el budismo por La India. Aunque Ceilán no estaba bajo su dominio directo si gozaba de protección como reino vasallo y, muy pronto, abrazó la fe budista de la que es uno de sus bastiones. El árbol, como es de suponer, goza de enorme respeto y adoración por parte de todos los cingaleses que acuden a él en peregrinación. De hecho, y a lo largo de su historia, se fue rodeando de rejas doradas y de empalizadas, algunas con la intención de protegerle contra los elefantes salvajes. Los cingaleses afirman que es la «rama derecha» (la rama sur) del árbol bodhi «original», el de Bodhgaya. Actualmente y desde el año 2.014 el gobierno de Sri Lanka ha prohibido cualquier construcción a menos de 500 metros a su alrededor, para evitar cualquier molestia al venerable Jaya Siri Maha Bodhi.
«Nuestro» bodhi, el de Bodhgaya, es un enorme y frondoso árbol, de gruesas ramas, protegido por empalizadas y adornado con las multicolores banderas de oración con que los budistas adornan sus stupas, y bajo el que se agolpan los fieles rezando en voz alta día y noche, muy serios como corresponde, sus apaisados libros de oración. Tras la invasión musulmana de La India, los templos fueron destruídos aunque el árbol afortunadamente resistió. El mayor templo hoy día es el de Mahabodhi, construído en su momento al parecer por el emperador Asoka, y reconstruído en el siglo XIX por Sir Alexander Cunningham, arqueólogo de la Sociedad Arqueológica Británica. El segundo en ser construído (o reconstruído) lo fue por monjes budistas procedentes de Ceilán…se ve que hay cierto «pique», como pasa con ambos Siri Maha Bohdi.
Dice la tradición que el rey Asoka peregrinaba todos los años durante el mes de kattika al árbol Bodhi para rendirle homenaje, pagando festivales en su honor que duraban varios días. Continúa diciendo la tradición, según narra el capítulo 17 del Maja-Vamsa (en pali: «el gran linaje»), que la mujer del emperador, Tissarakkha, celosa de las atenciones que su marido prestaba al árbol, lo hizo matar clavándole espinas de mandu en el año 250 a.C. En su lugar se plantó un vástago que es el que vive en la actualidad. Si hacemos caso a las fechas, el de Ceilán sería 38 años más viejo»….

Vuelvo a la narración de mi viaje. En Bodhgaya, como dije, hay multitud de templos a cuyo alrededor se concentran los fieles y en los que oímos tambores y cantos de oración. Incluso podemos oír, al atardecer, la llamada a la oración de un muezín desde el minarete de una mezquita no lejana. Pero el más venerado es la stupa Mahabodhi, literalmente del Gran Despertar, o de la Gran Iluminación, con 55 metros de altura y de la que ya he contado que fue mandada construir por Ashoka, Paseando alrededor de la stupa Mahabodhi o del gran pipal sagrado, podemos encontrar no sólo los grandes grupos de budistas, sino multitud de fieles solitarios, rezando frente a las numerosas imágenes de Buda que salpican el recinto. Una de ellas y muy venerada, en una de las fachadas de Mahabodhi, es precisamente una imagen de Buda en meditación mirando al árbol sagrado. Bodhgaya es pintoresco, es monumental, es multicolor, pero sobre todo es un lugar tremendamente cargado de espiritualidad.
Benarés
Localicé a una amiga de San Lorenzo que vive en Benarés seis meses al año, Begoña, todo un personaje. Ataviada siempre con su sari y con su bindi (el puntito rojo en la frente). Si con ese atavío en San Lorenzo llamaba y llama la atención, en Benarés no es que pasase desapercibida (un «guiri» siempre será reconocible, como un sueco para nosotros, aunque se vista de torero), pero forma parte del paisaje. Lleva años yendo y viniendo, pasando los meses fríos en La India. Como ella dice, «como las cigüeñas», le sale más barato vivir allí que pagar la calefacción en España. Domina el hindi, estudia canto y sittar, y está muy integrada en cofradías de músicos tradicionales.
Begoña nos sirvió de guía en Benarés, llevándonos a tiendas que conocía de fiar, para la inevitable compra de saris y de pashminas, donde las chicas se volvían locas revolviendo aquello, aunque por mi parte le compré a mi hija un precioso sari de seda roja. Y como lugar destacado, la librería Índica Books, fundada por Álvaro Enterría. Álvaro era bibliotecario en Madrid, pero descubríó La India en 1.981 y le enganchó. Fundó Índica con un socio hindú (las normas legales en La India son muy proteccionistas con todo lo suyo) y de hecho acabó casándose -con una hindú con la que tiene dos hijos- y allí sigue. La librería está en el centro, muy cerca del Ganges, sus fondos son abundantes, con muchos libros en castellano de los que compré varios, e incluso tiene objetos a la venta de la artesanía hindú, figuras de hierro y bronce de deidades y guerreros. Toda una institución.

Benarés es una ciudad que me impactó mucho, posiblemente lo que más me gustó de todo lo que vimos. Me hubiese quedado unos días más, y envidié a Begoña, pero estaba sujeto al viaje y debí conformarme con un par de días. Me vais a permitir intercalar otra vez una entrada de mi blog DersuLee, esta vez la titulada Picnic en el Ganges, donde vuelco algo de información sobre la ciudad (y alguna foto):

«No, ni soy Pocholo ni estoy en Ibiza. Soy yo otra vez, pero esta vez ya no estoy dentro del río, dispuesto a bautizarme por el rito hinduísta, antes del amanecer y bajo las bendiciones de un brahman (que cobrará la «voluntad» por sus rezos), con mi dothi, mi taparrabos reglamentario, sino fuera del agua, de picnic en una barca… Los barqueros nos decían que jamás vieron nada igual, ¡un picnic en el río!, ganándome el título de Santi Sahib, tomándome un té en su cuenquito de barro secado al sol que, en cuanto vacíe, tiraré al agua para que la arcilla vuelva a ella, sobre Ma Gangá, la Madre Ganges (en la India, los ríos son femeninos).
Al fondo, Kashi (=la luminosa, del sánscrito «kash«: luz) o Varanasi (entre los ríos Varuna y Assi), a la que los británicos, incapaces de pronunciar el nombre, rebautizaron como Benarés. Una de las siete ciudades santas de La India (Ayodhya, Mathura, Hardwar, Kashi, Ujjain, Dwarka y Kanchi) y, de entre ellas, la más sagrada. La protegida de Shiva, sobre cuyo tridente descansa, y representada en la media luna enganchada en su cabellera. La media luna que forma el Ganges fluyendo, el único tramo en el río, de sur a norte, hacia los Himalayas, morada del «Señor de las Montañas», dejando en la orilla izquierda a Benarés y a su derecha la «paramita» (=en sánscrito, la otra orilla), impura y por tanto, deshabitada: aquel que muera allí, se transmigrará, retrocediendo, en perro, cerdo, u otro animal impuro.
Por el contrario, el que muere en Kashi, la ciudad protegida por Shiva, escuchará de éste, en un susurro al oído, un «taraka mantra» (=oración de tránsito), un mantra de conocimiento que le convertirá a su vez en la Conciencia Absoluta. Morir en Kashi es un privilegio para los hinduístas, porque simboliza la aspiración del hombre a la trascendencia, la «moksha«, la luz interior del espíritu. Shiva no sólo se ocupa de los muertos. Encargó a su mujer, Parvati, bajo su forma de Annapurna («la que da de comer») la manutención de los más necesitados de Kash: viudas, huérfanos, leprosos, mendigos… por mediación de cofradías especializadas en ayudar a los desvalidos. Bajo su advocación se reparte comida, mantas y ropa a diario.
Para los que no han podido morir aquí, aún les queda una solución: ser incinerados. Los parientes del difunto los traen de lejos, amortajados, en las bacas de los coches y bajo los asientos de los trenes. Si en toda la India los «smashana«, los lugares de cremación, son impuros y alejados, atendidos por los «dom«, la casta de los intocables, en Kashi son sitios puros, a la vista de todos. Porque aquí, no lo olvidemos, Shiva les musitará al oído el taraka mantra dándoles la salvación. En cualquier momento se puede uno tropezar con un grupo de porteadores llevando sobre angarillas un cadaver cubierto con tela mientras van repitiendo: «Ram, ram satya he!«= el nombre de Dios es la verdad.
Tras de mí, en la barca, se puede ver el Ghat (la escalinata) de Manikarnika = «donde cayó el aro»… Se refiere al pendiente que perdió Shiva en su danza sobre el pozo sagrado que abrió Vishnu con su disco (el que gira en su índice) y que después llenó con su sudor al meditar, lleno de concentración, durante 7.000 años (no lo digo yo, lo dice la tradición hinduísta). El entusiasmo de Shiva al ver el esfuerzo de Vishnú le llevó a bailar, se le desprendió el aro…y ahí empezó todo.
Subiendo las escalinatas del Ghat hay un estanque sagrado, el que se supone llenó Vishnú con su sudor, el «Cakra-Puskarini Kunda» (Estanque del Círculo de Loto), y entre el estanque y las escalinatas, sobre una losa de marmol está el «Karana Paduka«: las simbólicas y santas huellas de los pies de Vishnú, donde se supone estuvo los 7.000 años de meditación y penitencia. En Benarés se dice que estas huellas son»el lugar más santo de la ciudad sagrada».
Manikarnika Ghat es el principal de los «pànch jala tirthas» (=los cinco lugares sagrados de la ribera;»tirthas«, en sanscrito=vados), los más sagrados entre los muchos de la ciudad, y es el principal lugar de cremación de Benarés y de toda la India, por lo que también se le conoce como Mahasmashana (=grandiosa tierra de cremación). Allí incineran a los muertos día y noche sin parar, en piras que enciende el hijo mayor del difunto, previamente rapado allí mismo por los barberos, contemplando como el cuerpo material se descompone al separarse los cinco elementos de los que está formado.
Pero antes de la pira, el cadaver será purificado, tras el lavado ritual en la Madre Ganga, la que todo lo lava, la que arrastra todos los pecados, y donde millones de peregrinos acuden de toda la India para éso, para purificarse. La Madre Ganga se encargará también de arrastrar, con su lentísima corriente, además de las «puyas» (las ofrendas de flores y velas en honor de Ma Gangá), los cuerpos de aquellos que, por puros, no necesitan ser incinerados: los recién nacidos, las embarazadas muertas antes de parir y los shadus o santones.
Yo no ví nada de ésto, pero sí vimos flotando algunas vacas muertas y saltar un par de delfines, que en el Ganges también los hay. A mí Benarés me gustó mucho y me produjo honda impresión. Celebran festivales multitudinarios casi todas las noches a la orilla del río entre cánticos, hogueras y el sonido repetitivo y rítmico de las campanas. La noche que fuimos a bautizarnos, nos encontramos con comitivas de adoradores de los diferentes dioses del amplio panteón hindú que se dirigían, cantando, a los respectivos templos. Es una ciudad bulliciosa, repleta de tiendas (de saris, de joyas, de tankas o de comida) y de vacas que limpian las calles de basura. Una ciudad para pasearla con calma, con la mente abierta, con sensibilidad pero sin sensiblería (o sea, sin ñoñerías eurocentristas).
Para acabar, un fragmento del Khasi Kanda (33.10), dentro del Skanda Purana:
«El Ganges, Shiva y Khasi: donde esta Trinidad está vigilante no es un milagro que ahí se encuentre la gracia que le conduce a uno a la bienaventuranza perfecta».
Hasta aquí, la entrada del blog. Por nuestra parte, callejeamos mucho, entre la multitud que todo lo llena, el tráfico especialmente infernal por sus calles estrechas abarrotadas de coches, de puestos de verduras donde las vendedoras espantaban a las sempiternas vacas, y asomándonos a los ghats, a las escalinatas que bajan hasta el río, ghats a su vez nutridos de gente que se bañan en el Ganges para purificarse. Algunos venidos de muy lejos. Otros, habitantes de Benarés, que cada mañana bajan a darse un «bañito» apurando la bendición de Shiva hasta el último día de su vida.

Tres de nosotros decidimos aprovechar un lugar tan especial y bautizarnos en el Ganges, antes del amanecer, como impone la tradición. Los dos varones (Ramón y yo) nos despojamos de las camisolas blancas y nos quedamos con nuestros dothis, el pañal consistente en una larga franja de tela blanca que se va enrrollando por la cintura y la entrepierna. Ella (Alicia) con su sari. Aunque llegamos de noche pudimos ver un par de procesiones de fieles que, a la carrera y recitando un mantra en el que escucho la palabra «Krishna», acompañados de músicos, con voces muy bien timbradas, entraban en alguno de los templos -los supongo abiertos 24 horas- de donde salía el resplandor de las velas en los altares. El mantra acaba con un grito al unísono tras el que todos levantan los brazos al cielo.
En la orilla ya hay algunas mujeres bañándose. Se nos acercó el santón de turno y sin pedirnos permiso nos pintó la frente y nos rezó unos responsos a cambio de unas rupias. Supongo que es el inevitable «peaje» religioso, pero tampoco me pareció mal: al fin y al cabo, íbamos a bautizarnos en la mismísima Madre Ganga. Tras los responsos y con la debida devoción nos metimos en el agua donde sumergimos tres veces la cabeza e hicimos un par de buches de agua. No puedo negar, pese a mi escepticismo para todas las cuestiones religiosas que, tras salir, me sentí espiritualmente muy bien, tranquilo, lleno de serenidad. Para un ateo como yo, no está mal. Poco a poco, había comenzado a clarear. Aún tuvimos tiempo para contratar una barca y darnos un tranquilo paseo por el río disfrutando de aquel momento de paz, mientras que desde la paramita, la orilla impura, comenzaba tímidamente a asomarse el sol.
A la vuelta del viaje y hablando con una amiga lo de las cremaciones a la orilla del Ganges, me dijo -entusiasmada- que un amigo suyo, fotógrafo, había hecho unas fotos de los crematorios. Pero, está prohibido hacer fotos allí, le comenté. Ya, las hizo desde una barca, y añadió: pero es que son «muy artísticas»… Es cierto que desde las barcas, nosotros y con disimulo hicimos alguna foto del espectáculo que suponen las enormes pilas de madera y las cremaciones, y es cierto que el tema nos resulta a los occidentales «muy exótico», pero no es menos cierto que, al fin y al cabo, se trata de funerales a los que los hindúes llevan a sus parientes, con toda la carga de dolor que ello supone y que, oficialmente, hacer fotos está prohibido. Sólo respondí a mi amiga: Imagínate que en el velatorio o el entierro de tus padres aparece un grupo de japoneses disparando fotos son parar, ante lo «exótico» que para ellos puede suponer…¿te gustaría?… No pudo contestarme nada.

El Parque de los Ciervos, donde el Buddha dió su primera prédica
No he llegado a enterarme si Buda estuvo en Benarés. Al fin y al cabo era y sigue siendo un lugar sagrado de fortísima tradición hinduista, donde quizá el budismo no tenía nada que hacer. Recién llegados a Benarés había tanta niebla que decidimos visitar antes Sarnath, también conocido como «El Parque de los Ciervos». Se encuentra tan sólo a 12 km, así que nos acercamos en un momento. De los restos que quedaron tras la destrucción por los musulmanes, un pináculo construido por orden de Ashoka está coronado por las figuras de cuatro leones. Ese emblema forma parte hoy de la República de La India. El resto: pequeñas stupas y algunos templos que surgían por entre la niebla llenan el recinto, donde en algunos cercados pudimos ver a los ciervos que rodearon al Buda en su momento y que han dado nombre al parque. Siempre según la tradición budista, Sarnath fue el lugar elegido por Buda para dar su primer sermón. Tras alcanzar la iluminación bajo el pipal de Bodhgaya, Buda permanecíó cinco semanas en silencio, porque pensó que la verdad que había descubierto era demasiado profunda para poder ser enseñada.

Con mi amiga Palmira, entre la niebla de Sarnath
Como ya habréis comprobado, el budismo es una religión compleja, llena de términos, definiciones, figuras representativas, símbolos, divisiones y subdivisiones que intentan explicar y clasificar numerosos conceptos. No quisiera ponerme pesado pero, dado que el objetivo de este viaje era seguir los pasos de Buda, intentaré resumir de forma clara uno de los principios básicos del budismo, y que constituyó el objetivo del primer sermón de Buda en Sarnath a sus -todavía escasos- seguidores: las Cuatro Nobles Verdades:
-Dukha: toda existencia es insatisfactoria, el sufrimiento existe
-Samudaya: el sufrimiento tiene sus causas, y proviene del deseo, del apego y de la ignorancia (Los Tres Enemigos)
–Nirodha: el sufrimiento puede ser vencido, es posible lograr el cese del sufrimiento
–Magga: existe un camino para lograr el cese del sufrimiento, mediante el Noble Camino Óctuple, cuyos aspectos son:
–pañña o sabiduría:
-1/ comprensión correcta, o la recta opinión
-2/ pensamiento correcto, o el recto propósito
-3/ palabra correcta, o la recta palabra
-s’ila o ética, moralidad:
-4/ acción correcta, la recta conducta o la recta acción
-5/ ocupación correcta, el recto sustento o los rectos medios de vida
–samadhi o concentración:
-6/ esfuerzo correcto, o el recto esfuerzo
-7/ atención correcta, o la recta atención
-8/ concentración correcta, o la recta concentración
Como supongo que entenderéis, ni me sabía estos principios ni mucho menos sus nombres en sánscrito: lo he copiado de las notas que fuí tomando de las charlas que nos dieron tanto Gloria como Jose Ramón durante el viaje. Lo bueno es que, dentro de su aparentemente complejidad, todos estos conceptos son perfectamente aplicables, no ya a una vida monástica, sino incluso a las vidas cotidianas de la gente, en su quehacer diario, en su trabajo o en su familia. Esto, unido a otros conceptos como el de la compasión y, sobre todo, muy importante, al de no ser una religión monoteísta de dioses belicosos y excluyentes, ha conseguido que el budismo, como filosofía vital, haya conseguido tantos adeptos en todo el mundo aunque, fuerza es reconocerlo, muchos budistas sean materialistas, explotadores o egoístas. Al fin y al cabo, y como sucede en el caso del cristianismo, una cosa son los principios morales y otra muy distinta, la aplicación diaria.


Hasta los perros tienen sus castas. A la izquierda un perro paria, sarnoso, de los que abundan en Benarés. A la derecha uno con su monje
Era nuestra última noche en Benarés y quisimos aprovecharla. Aún tuvimos tiempo de probar en un establecimiento los yogures hindúes (lassi) y, en este caso, probamos una «especialidad»: el bang-lassi…yogur con marihuana. Sobra aclarar que los «arrojados» que tomamos bang-lassi nos cogimos un «pedete» muy simpático. El problema fue al acabar y ya de noche, pretender irnos al hotel, que estaba en las afueras. Paramos un par de ricksaws (esos carritos donde el conductor pedalea, llevando a sus pasajeros), pero los conductores, y aunque les dijimos el nombre del hotel, no sabían dónde estaba. Aquí entendí la importancia de coger siempre una tarjeta, o incluso una pastillita de jabón donde figure el establecimiento, pero no llevábamos nada de éso.
En plena noche y con una niebla cerrada, los ricksaws comenzaron a callejear, metiéndose en barriadas oscuras donde no se veía a nadie. ¡Llegamos a pensar si no nos estarían secuestrando!… Los bang-lassi hicieron su efecto, y lo que pudo ser un episodio de angustia, lo transformamos en una aventurilla simpática. Pero hubo suerte, y tras deambular durante un buen rato por todo Benarés, en uno de los cruces de calles, uno de los del grupo creyó reconocer la avenida del hotel y, ¡bingo!, acabamos en la puerta. A la mañana siguiente, muy prontito, volamos a Katmandú.
Puesto callejero de cosméticos
De nuevo Katmandú y alrededores
Nos recogieron los chóferes a las 6 de la mañana para el último viaje por tierras hindúes, hasta el aeropuerto. Aparte de algo de dinero, le regalé a «Pablo», nuestro amable y joven conductor una camiseta del Real Madrid. Desde España me había llevado tres, «de las buenas», de las de marca, de las que casi siempre (excepto momentos místicos como el bautizo en el Ganges) llevaba una puesta y que me dió muy buen juego para un clima caluroso y húmedo como el de La India, fresquita y traspirable. Las otras dos eran para hacer trueques. Lo bueno, es que paseando por casi cada lugar de La India, la gente «reconocía» la camiseta y me rodeaban, entusiasmados, recitando la alineación del Real Madrid… Para mí, que no me gusta el fútbol y, por supuesto, desconozco las alineaciones, era como darme un baño de masas. Pronto me enteré de que ese entusiasmo estaba motivado porque, en La India, el equipo español más seguido, era precisamente el Real Madrid. De la misma manera como en Marruecos, por ejemplo, son todos unos fans del Barça…
En Katmandú íbamos a estar un par de días, en el mismo hotel. Nuestra primera visita fue a un monasterio budista en las afueras, no muy lejos de la gran stupa de Budanath: el monasterio de Kopan. Creado por monjes tibetanos en 1.969, el monasterio actualmente es sede de estudios budistas a los que concurren muchos extranjeros. Situado en lo alto de la colina del mismo nombre, el monasterio es muy bonito, y muy decorado. Lleno de grandes murales donde los budistas plasman en imágenes todo ese mundo de Grandes Verdades, de demonios y de tentaciones que explican su complejo mundo espiritual. Imágenes válidas tanto para monjes iniciados, como para novicios o -claramente entendibles- para los analfabetos que visitasen el monasterio.
Mural en el monasterio de Kopan, con la simbología del budismo
El lama Ludrup nos recibió con la sempiterna sonrisa de los monjes budistas, nos acomodó en una sala para darnos una pequeña charla, y al final nos entregó a cada uno un khatag: largo pañuelo de seda, de color amarillo-oro como símbolo de bienvenida y de buena suerte. Khatag, en tibetano, significa precisamente «seda». El único problema es que yo había dormido mal y arrastraba una pequeña resaca del bang-lassi de anoche, así que anduve cabeceando (a mi pesar) el rato que el buen lama Ludrup nos estuvo hablando.
Uno de los palacios de Bhaktapur y un ventanal, primorosamente tallados en madera
Aún hicimos un par de visitas por los alrededores de Katmandú. El primero a un templo hinduísta bajo la advocación de Shiva y el más antiguo de Katmandú: el de Pashupatinath, a orillas del río Bagmati. Como templo hinduísta que es, tiene una zona de cremaciones para los difuntos. Ni tan grande ni tan espectacular como el de Benarés, pero en el que podemos observar -a una prudente distancia- el proceso. El otro lugar que visitamos fue la ciudad de Bhaktapur, a 13 kilómetros de Katmandú. Hasta el siglo XIX Bhaktapur fue la capital de Nepal, y está lleno de hermosos edificios, sobre todo palacios, construídos casi completamente de madera, muy bellamente trabajada, con pórticos, aleros y tejados, de una estética muy lograda. Por desgracia y años después de nuestro viaje, el terremoto que asoló gran parte de Nepal, en Mayo del 2.015, destruyó la mayor parte de estos antiguos edificios.
Aún hicimos una última visita, de la mano de José Ramón: un orfanato donde una mujer de la que, por desgracia, no conservo el nombre, cuida muchos niños, sobre todo niñas, de entre 2 y 10 años, todos ellos huérfanos de la guerra civil que asola zonas rurales de Nepal, por la guerrilla maoísta. Era conmovedor, todos ellos parecían muñecos, con sus caritas redondas y grandes ojos negros, ataviados con unos abriguitos rojos con capucha. Muchos de nosotros hicimos una donación para que aquella buena mujer pudiese continuar con tan hermosa tarea. Todo un ejemplo de humanidad, muy próxima a los principios budistas de la compasión y al principio universal de la ayuda al prójimo.

Al día siguiente, nuestro último día en Katmandú y último del viaje, José Ramón nos dió el día libre. Nos acercamos caminando al centro, a Thamel, volviendo a recorrer las callejuelas y las tiendas, parándonos a admirar sobre todo las tankas, o thangkas (en tibetano, la «G» es muda). En esencia, las tankas son tapices de seda pìntada. Originalmente eran utilizadas por los monjes itinerantes por la facilidad para llevarlas enrolladas e ilustrar los principios del budismo, aunque su uso suele ser estar colgadas -con su eje más largo en vertical- en templos o en altares familiares. El tema más frecuente plasmado en las tankas es el de la Rueda de la Vida, con representación plástica de esos principios de los que ya hemos hablado, como los Tres Enemigos, las Cuatro Verdades y demás, pero la temática es muy amplia: escenas de la vida de Buda o sus variadas manifestaciones, tales como la Tara Blanca, la Tara Verde, el Buda de la Medicina y muchas más. Las tankas, según su calidad, pueden ser detalladísimas, con un «horror vacui» donde no se dejará un centímetro sin rellenar, y donde cada figura o cada escena tiene un alto valor simbólico…y ya hemos visto cómo puede ser el budismo de complejo…

Unos cuantos emprendimos una excursión a pie, a otra de las grandes stupas de Katmandú: la stupa elevada de Swayambhunat. Situada en lo alto de una colina, es un conjunto de templos mas una stupa, venerados no sólo por los budistas sino también por los hinduístas. Aunque con anterioridad ya hubo edificaciones, el conjunto se terminó en el año 640 y se considera el primer lugar sagrado de Katmandú, por delante incluso que la gran stupa de Budanath. Al igual que ésta, la stupa está decorada en su parte superior con los ojos de Buda mirando hacia los cuatro puntos cardinales, pero en este caso adornados con una línea vertical que, a los occidentales, nos pudiera parecer la representación esquemática de una nariz, pero que en realidad es el símbolo de la unidad, la unidad de Nepal, en este caso. A Swayambhunath también se le conoce como «el templo de los monos»…Muchos macacos deambulan por todas partes, y a los que se consideran sagrados. Macacos, más «urbanitas» que los langures (más de campo) que vimos en el Pico del Buitre.

Macaco sobre un dorje, sin el menor respeto por los símbolos budistas
Con mi amiga Palmira y mi camiseta del Real Madrid, al pie de los 365 escalones
Para acceder a Swayambhunath a pie es necesario ascender por una larga escalinata de 365 escalones (se puede acceder también por el otro lado, en coche, pero tiene menos mérito), que se nos hace larguísima, llegando arriba un tanto sudorosos, pero la visión del valle de Katmandú merece la pena. La ciudad aparece casi a vista de pájaro, extendida por la llanura y, un poco más lejos, a no más de 100 kilómetros, la alta cadena nevada de los Himalayas sobrecoge por su inmensidad. Pensaba mientras veía esos picos que, si desde Madrid, la Sierra de Guadarrama (a 50 kilómetros y de poco más de 2.000 metros de altitud) ya destaca en los meses de invierno, cuando se llena de nieve, estas montañas del Himalaya, siempre blancas, de 6.000 u 8.000 metros de altitud, forman un enorme paredón allí, casi al alcance de la mano.
Nada más llegar arriba nos encontramos con una representación de gran tamaño de uno de los símbolos budistas por excelencia: el vajra (en sánscrito: relámpago, o diamante) o dorje (en tibetano), representación de la iluminación y de la fuerza. Grupos de monjes o de fieles paseaban por los alrededores, mientras los monos se encaramaban a los sitios más sagrados, como el gran dorje, ignorantes de su significado. Al cabo de un rato y tras contemplar aquello, nos dimos la vuelta y nos dirigimos a las escaleras. Ésta vez (¡menos mal!), cuesta abajo. Aún tuvimos que desembarazarnos de santones que intentaban vender el pintarnos una rayita roja en la frente, como símbolo de Shiva. En Katmandú, como en La India y en cualquier parte del mundo, la gente se busca la vida como puede, y si es con turistas «ricos», mejor todavía.
En una placita cualquiera, el símbolo hinduísta del lingam con el yoni
Volvimos al hotel callejeando, era una caminata larga, pero fuimos atravesando calles y placitas discretas, lejos del tumulto turístico del Thamel. Por todos lados, pequeños templos con imágenes de Buda, o frecuentes imágenes del lingam, símbolo fálico de Shiva, con la representación esquematizada del toro sagrado que le transportaba. El lingam se puede traducir del sánscrito como «falo», pero también como «marca» o «signo», más en su sentido de energía masculina que de pene. En las figuras lo vemos asociado a menudo con el yoni, símbolo a su vez de la vulva y de la energía femenina. Shiva (recordemos: el protector de Benarés) es uno de los tres dioses hindúes que constituyen la Trimurti, algo así como la Trinidad hinduísta. Sus papeles están repartidos: Brahma es el que crea el universo, Shiva el que lo destruye cíclicamente, y Visnú el que lo preserva. Cada uno de estos tres dioses, al igual que la iconografía budista, tiene su representación particular y un complejo mundo de símbolos y de personajes asociados a ellos. No es casualidad que el panteón hindú, creado por pueblos arios, tenga sus similitudes con otro panteón de origen ario: el grecorromano, plagado de dioses, semidioses y héroes.

Anna degustando su tumba
Era nuestra última noche en Katmandú. Caminamos hasta la gran stupa de Budhanat. Atardecía y, aunque había todavía gente alrededor, ya no era la aglomeración de por las mañanas. Estábamos en el barrio tibetano y localizamos un bar (en España hubiésemos dicho un tugurio) donde monjes y novicios budistas cenaban sopas. Nosotros pedimos unas tumbas, así, como suena, una especie de cerveza amarga en potes de madera, que nos parecieron ricas…quizá por lo exótico.
Ya de vuelta al hotel -serían más de las diez- nos paró un control militar. Nepal se encontraba en una situación de guerra civil, con los guerrilleros maoístas en las montañas y en la zona Este, y estaba prohibido caminar por las calles a partir de esa hora. Afortunadamente vieron mi talismán: mi camiseta del Real Madrid, ante la que apenas hubo necesidad de enseñar nuestros pasaportes. La sonrisa apareció en sus caras: ¡Ah, españoles, Real Madrid!…a lo que siguió, sin un fallo, la alineación completa del equipo. Nos despidieron sonrientes, sin el menor problema. ¡Gracias, madridistas, no sabéis hasta dónde llega vuestra influencia!…. A la mañana siguiente volábamos para mi ciudad, sede de tan glorioso equipo…
Y niños por todos lados. Los de la izquierda, mendigos de Benarés. Los de la derecha, comiendo caña de azúcar