
A San Juan de Gaztelugatxe, alias Rocadragón
Millones de personas en todo el mundo se han vuelto unos forofos de la serie Juego de Tronos (yo, entre ellos), y millones de ellos han podido ver en los últimos capítulos de la serie la sombría fortaleza de Rocadragón, sede de personajes tales como la rubia reina Khaleesi, el astuto enano Tyrone Lanister y, sobrevolando los torreones, sus amenazadores dragones.


Reconstrucción virtual de Rocadragón. En la fotografía de la derecha, que refleja el proceso del trabajo de composición, se puede reconocer la escalinata de la ermita

Y ya puestos con los personajes de Juego de Tronos, una entrevista que mi hija Maya (nombre artístico: Mayapixelskaya) realizó en el programa AMA de Vodaphone (podéis verlos por internet) al actor islandés Hafthor Július Björnsson, que interpreta al personaje de la Montaña. Oficialmente: el hombre más fuerte de Europa.
De entre esos millones de seguidores, sólo unos miles saben que los responsables de exteriores de la serie localizaron un escenario ideal para situar Rocadragón, siempre con la ayuda de los efectos especiales: la ermita de San Juan de Gaztelugatxe (la de «el castillo de roca», en euskera), en la escarpada costa de Vizcaya. A raiz de esa propaganda global, los visitantes se han multiplicado pero, aparte de la incomodidades que tan gran número de visitantes pueden suponer, la visita a la ermita sigue valiendo la pena.
Porque subir hasta San Juan de Gaztelugatxe supone, como mínimo, una pena, o más bien un esfuerzo. Toda una experiencia si no mística, sí cansada y gozosa, porque lo que nos cuesta alcanzar, luego se disfruta el doble. Per aspera ad astra, como bien dijo el muy estoico Séneca y que podemos traducir del latín como: Por lo difícil, hasta las estrellas.
Pero dejémonos de filosofías y volvamos a la ermita de San Juan, antes conocida como San Juan de la Peña (no confundir con la oscense, cerca de Jaca).
Conocí la ermita y parte de la costa de Vizcaya hará más de 20 años, con un grupo de amigos de Mondragón, actual Arrasate, y los recuerdos de aquellas excursiones me pedían volver. Así que, en Julio de este año (2018) y en compañía de mi novia más una pareja de amigos que no conocían estos lugares, aprovechamos la ocasión para dirigirnos hasta allí.
Habíamos reservado con antelación alojamiento en el hotel Txaraka, de Bermeo, dado que la ermita se encuentra a 10 kilómetros, un recorrido cortito. Y dado que, con su actual fama como «Rocadragón», el aforo de visitantes ha crecido como la espuma, pedimos «cita» en el control de visitantes por internet a las 10 de la mañana. Aún no cobran, pero todo se andará.
Jose Ángel, el dueño del Txaraka, ya me había contado por teléfono al reservar que, en Semana Santa, se había registrado la friolera de un total de 20.000 visitantes. De hecho, me dijo, había visto fotos de esos días con una multitud abarrotando la escalinata (doscientos y pico peldaños, 241 para ser exactos ) que da acceso a la ermita, con una fila ininterrumpida de personas subiendo y otra bajando.
Ahora no estábamos en Semana Santa, pero era el fin de semana del 14 y 15 de Julio, con mucha gente que comienza o finaliza sus vacaciones y quieren apurarlas. Para colmo, y pese a la previsión meteorológica, nos hizo muy buen tiempo. Ir prontito era muy buena idea. Así que, tras un copioso desayuno en el hotel a las 9 de la mañana («a algunos les parece poco», nos dijo Jose Ángel, con su socarronería habitual), a las 9 y media ya estábamos en marcha.
El camino, bordeando bosques, caseríos y la costa cantábrica, resultaba a cada rato más espectacular. Al llegar a San Juan, ya no se podía dejar el coche abajo, junto al arranque de la escalinata como la vez anterior que estuve. Ahora han habilitado unos parking en lo alto, junto a un restaurante, el Eneperi, que se ha hecho famoso por sus pintxos y que hace su agosto con toda esa cantidad de visitantes al reclamo de Rocadragón y donde, ya a la vuelta, nos repusimos de la caminata y de las cuestas.
Porque andar, hay que andar. Una vez pasado el control de visitantes, junto al Eneperi, un largo y empinado camino en cuesta descendía hasta la parte de abajo («sabes que tendremos que subir a la vuelta, ¿no?»…»sí, ya me doy cuenta»). El paisaje y las vistas, cada vez más espectaculares, con paradas frecuentes para hacernos las inevitables fotos. Y, una vez abajo, ahora tocaba subir los doscientos y pico escalones.

La ermita se halla situada sobre una montaña, en medio del mar, a 79 metros sobre el nivel del ídem. El primer tramo discurre por la escalera construída sobre unas grandes rocas, un itsmo hasta la montaña y donde, a cada lado y entre calas rocosas, el Cantábrico. Un poco más allá, se cuelgan negros acantilados. Poco a poco, entre foto y foto que aprovechábamos para tomar aliento, llegamos por fin a la ermita. El edificio en sí es modesto y ni siquiera bonito, pero la devoción que supone para los arrantzales (los pescadores) en un medio tan hostil como puede ser el mar, les merece su protección. Por dentro, hay numerosos exvotos en forma de cuadros, remos y maquetas de txalupas como agradecimiento por los arrantzales. En la puerta, una cuerda permite repicar tres veces la campana cual sortilegio que, al parecer, te librará de naufragios. Nunca hemos navegado por el fiero Cantábrico pero sí hemos hecho travesías en velero por el Mediterráneo y, por si acaso, cumplimos con el rito. No fuimos los únicos: aquella campana se dejaba oir constantemente.

Porque al Cantábrico hay que tenerle mucho respeto, bien lo saben los marineros, como testimonian los exvotos. Uno de los cuadros que adornan la pared de la ermita enumera las víctimas de una galerna que sacudió las costas de Vizcaya el 12 de Agosto de 1.912. Murieron 116 arrantzales de Bermeo, cuyos nombres se relacionan en el cuadro, más 27 de otras localidades cercanas.
Dentro de la ermita y para el sostenimiento de sus gastos, un hombre se ocupaba de vender velas, libros y escapularios…¡ojo, que éstos están bendecidos por el párroco de Bermeo, uno a uno!…nos aclaró... Si los véis por otro lado, esos no están bendecidos, no son lo mismo… Le compré dos, un poco por ayudar al mantenimiento de la ermita y un poco por alejar la mala suerte. Me fijé en él porque iba cubierto por un mono blanco de papel, de los que usé cuando el desastre del chapapote, hace más de diez años. Así se lo hice saber y ahí comenzó una animada conversación. Afuera, otro operario con el mono blanco que rascaba pintura vieja de un canalón y con evidentes ganas de hablar, aclaró mis dudas y nos explicó muchas cosas. Jesús -así se llamaba-, nos contó que ambos eran marineros jubilados bermeanos, treinta y tantos años en barcos atuneros por todos los mares del mundo, ambos como maquinistas.
Desde lo alto del peñón se disfrutaba de un panorama de 360 grados. Hacia el oeste se divisaba perfectamente el pueblo de Bakio con su larga playa. Bermeo, hacia el este, quedaba oculto tras el cabo de Matxitxaco. En el mar y frente a Bermeo, lo que parecía una plataforma petrolífera. No es de petróleo, sino de gas, de la empresa Petronor, me aclaró Jesús. Me condujo al interior de la ermita y me contó los detalles de los exvotos, así como el recuadro donde se detallaban las víctimas de aquella terrible galerna. También nos contó que en algunas fuertes tormentas, las olas llegaron a alcanzar una altura de 20 metros, hasta de 22, añadió, y que aunque no alcanzaban los 79 a que está situada la ermita, el fuerte ventarrón la salpìcaba de espuma y ráfagas de agua, que corrían como ríos…En Bermeo, me dijo, el malecón del puerto se ha roto un par de veces…¡y habiendo visto el pedazo de malecón, se podía uno imaginar la furia del mar!…
De tormentas y plataformas marinas pasamos a hablar de la vida en el barco, y de ahí a las ballenas, y ya de las ballenas acabamos saltando al cachalote de Franco. Tras tan amena charla tocaba volver. Nos despedimos de Jesús y de su amigo y, con nuestros escapularios bendecidos (¡por si acaso, nunca está de más!), desandamos las escalinatas con cada vez más gente que subía a la ermita y, tras subir con esfuerzo la cuesta que antes habíamos bajado, nos dimos un merecidísimo homenaje en el restaurante Eneperi. Unas cuantas cervecitas y unos cuantos pintxos, entre los que se hizo difícil escoger de la cantidad que había, a cada cual más tentador. Nos sentamos en unas terrazas al exterior, en una cervecería anexa al restaurante y bautizada como Galerna (con un cartel donde recordaban la de 1.912, de triste recuerdo), lleno de largos bancos de madera y situados frente al mar. ¡El mejor sitio para recuperarse de las cuestas!. Pero retrocedamos al cachalote de Franco…

En la foto y de izquierda a derecha el autor, Mercedes, Jordi y Rosa, reponiéndonos
Los cachalotes de Franco
Como buen gallego, se supone que a Franco le gustaba la pesca, además de la caza. Muchos veranos solía salir por el norte con su barco, el Azor. Al que le apetezca conocer más detalles de sus andanzas le recomiendo consultar la página de internet de Josu Erkoreka, muy documentada, y de la que me he permitido coger prestados -sin su permiso, espero sepa disculparme- algunos datos. Por mi parte, la primera noticia que tuve de las «proezas» como ballenero del Caudillo la descubrí por un recorte de periódico que me mandó un amigo y que mencioné escuetamente a posteriori en una entrada de mi blog DersuLee (si queréis cotillear, os recomiendo entrar a verlo, tengo más de 75 entradas -que no artículos- desde historia a naturaleza y de viajes), titulada precisamente Balleneros vascos en la antigüedad.

Fue preguntarles a Ángel y a su amigo si sabían algo de la foto del cachalote, y entusiasmarse ambos. Siempre he tenido «buen rollo» con los vascos porque son gente alegre y con un humor muy socarrón, con los que me resulta fácil hablar. Efectivamente: la foto del recorte del periódico, que les enseñé y guardaba en mi móvil, era justamente en Bermeo. Pero no fue el primero que cazó, así que os adelantaré algo.
Franco había cazado atunes, pero había hecho instalar en la proa del Azor un cañón lanza-arpones, de los que patentaron los noruegos allá por los años 30, y buscaba presas más grandes. El 6 de Agosto del año 57 cazó (lo de pescar se reserva para los peces) lo que la prensa llamó una ballena pero que, por las fotos y el peso declarado (una tonelada, aproximadamente) parecía ser un calderón. Franco se dirigió con su presa al puerto de Donosti, donde le recibieron las autoridades civiles y militares con el lógico boato, además de lo que se decía en la prensa «aclamado por una entusiasta multitud»…No podemos juzgar los hechos como si hubiera sido ahora, con tanto movimiento ecologista y tanta oposición. Hay que considerar que en aquellos años y con el régimen militarizado de la época, lo de que Franco hiciera su aparición era una cosa muy, pero que muy seria. Impensable no demostrar «entusiasmo» ante la llegada del Invicto Caudillo.

El calderón, que no cachalote, en el puerto de Donostia
El 31 de Agosto del 58 Franco entró al puerto gallego de Sada con un cachalote de 14 metros de largo y unas 28 toneladas de peso. Un año más tarde, concretamente el 5 de Agosto del año 59, Franco hizo su aparición en el puerto guipuzcoano de Pasaia (Pasajes). Esta vez sí con un cachalote bastante más grande, un animal de entre 35 y 38 toneladas de peso, remolcado por el carguero Almanzor. Como es lógico, se repitieron las fotos, los artículos laudatorios en la prensa franquista -no había otra- de la época, los recibimientos por parte de las autoridades y, de nuevo, la «multitud entusiasta» aclamando al Caudillo de todas las Españas. Le había costado vencer al animalito nueve horas y media, en el transcurso de las cuales le había disparado con la ayuda del cañón 7 arpones, de los de 18kg, mas otros 5 de los de 10, sin contar un total de 120 disparos de carabina…sin comentarios…
Pero vayamos al que nos interesa, el de Bermeo. Los bermeanos veían a menudo en los veranos al yate Azor, pero fondeado lejos del puerto, en unos promontorios cerca de una fábrica de salazones llamada Alfa y por donde los pescadores pescaban chipirón. Y con el famoso humor socarrón vasco, y su facilidad para componer canciones a la menor ocasión, habían compuesto una que decía:
…tío Patxiko Alfan dau tximinoitxen…(no os preocupéis, que os lo traduzco: el tío Paquito captura chipirón frente a Alfa…

El 12 de Agosto de 1.963, aniversario de aquella tremenda galerna ya mencionada, Franco entró esta vez en el puerto de Bermeo ayudado de nuevo por el carguero Almanzor, remolcando el cadáver de un cachalote de unas cuarenta toneladas que dejaron en la rampa de acceso al puerto. Una vez hechas las fotos y recibidos los pertinentes homenajes, el cachalote ya no le interesaba para nada y allí mismo lo dejó, cedido o, sin duda, vendido a un empresario local para el aprovechamiento de su aceite. El problema es que, para aquella época, ya no se disponía del utillaje empleado en otros tiempos para el despiece de las ballenas: grandes hojas sujetas a largos mangos y otros utensilios similares, con lo que comenzaron a despiezarle poco menos que con cuchillos de cocina, sierras y hachas… Pero, ¡claro!, un cachalote abulta bastante más que un chuletón, y la tarea comenzó a hacerse muy larga. A los dos días tuvieron que pedir prestadas a los bomberos de Bilbao unas motosierras para agilizar el troceo.

El cachalote a medio trocear (fotografía cortesía de los dueños del Txaraka)
Habían pasado dos días y «aquello» ya comenzaba a oler mal. Al tercero, todo el puerto y todo el pueblo apestaba. Los bermeanos, sin perder el sentido de humor (aunque quizá en esos momentos tapándose las narices) aún compusieron otra cancioncilla donde decían algo así como que… el cachalote de Paquito olía muy mal, muy mal, muy mal… No sé ni cómo ni dónde acabaron los restos del cachalote. Lo que sí pude comprobar, es que dejó un apestoso recuerdo entre los bermeanos.

Escudo en la fachada del Ayuntamiento de Bermeo donde se representa la caza de una ballena, actividad muy importante en la antigüedad
Camino de Lekeitio
Comenté antes que fuimos el fin de semana del 14 y 15 de Julio. Coches y gente por todos lados. No me voy a quejar, porque nosotros también éramos «gente» y no voy a pretender que, como a Franco, nos reservasen los sitios para nosotros solos. Pero es verdad que en algunos pueblos por donde pasamos nos fue materialmente imposible aparcar para darnos una vuelta. Para colmo varios festivales de música reggae o teatro callejero «petaban» los pueblos, a tal punto que, en las carreteras de entrada y salida, no sólo aparcaban a un lado, sino ocupando incluso todo un carril, a lo largo de un kilómetro o más..
Visitamos Lekeitio, precioso pueblo, aparcando en las afueras, que recordaba como muy bonito pero que volvió a sorprenderme, con su paseo marítimo, su playa, su ría y sus miradores. Otros pueblos como Elantxobe, colgados en empinadísima ladera. Si en San Juan de Gaztelugatxe ya subimos cuestas, en Elantxobe aquello era, si no vertiginoso, muy cansado. Dado que, contrariando la previsión meteorológica que amenazaba lluvias, hacía sol y calor, si en San Juan acabamos sudados, en Elantxobe teníamos las camisas empapadas. Aprovechábamos las paradas para tomar cerveza y algunos ricos pintxos, pero estábamos cansados ya de tanta cuesta y decidimos volver a Bermeo.
La ballena de Orio y el rodaballo
El caso es que yo, caprichoso como soy, tenía bastante «mono» de comerme un rodaballo y, ¡qué mejor sitio que estos puertos del norte!… En Madrid a veces los compro y los como, pero recordaba con nostalgia uno devorado hace años en el puerto pesquero de Donostia. Ya de vuelta y gracias a la telefonía móvil (¡tan denostada!) reservamos en el restaurante del casino de Bermeo y, antes de preguntar si tenían sitio para cuatro, preguntamos si tenían rodaballos. Pues hemos vendido varios, pero creo que nos queda uno de dos kilos…¡Resérvanoslo, y mesa para cuatro!… Y con la felicidad en el rostro volvimos con una hora de margen al hotel para darnos una ducha, cambiarnos de ropa y caminar hasta el puerto.
Tuve tiempo para hablar con Jose Ángel, el dueño del Txaraka para narrarle el periplo a San Juan y hasta Lekeitio y, al contarle la historia del cachalote de Franco del que nos habían hablado Jesús y su compañero en la ermita, se le iluminó la cara…Creo que mi mujer tiene alguna foto del bicho…nos dijo. La llamó (entre los dos solos llevaban el hotel) y, efectivamente, nos dijo su mujer que tenía alguna foto, guardada con otras en alguna caja…Mañana en el desayuno os la enseño…Nos contaron la anécdota de la peste que dejó el cetáceo y, hablando de ballenas, recordamos el episodio de la ballena de Orio. El episodio fue tal que así:
El 14 de Mayo de 1.901 se armó tremendo revuelo en el puerto a las 9 de la mañana. Niños y viejos gritaban: ¡Balea, balea!… (¡ballena, ballena!), como en las mejores escenas de Moby Dick. Hacía ya dos o tres siglos que la caza excesiva había llevado casi a la extinción la población de ballenas vascas o francas -en Euskadi las conocían como «ballenas sardas»- que antaño tanto trabajo y beneficios habían dado a los arrantzales y que ahora se cazaban, si acaso, en los lejanos mares del Canadá. La aparición de aquel ejemplar, un tanto despistado pero sujeto al instinto de sus migraciones, puso a tiro frente a la barra de Orio uno de los últimos ejemplares de Eubalaena glacialis, como la conocen los científicos.

La famosa ballena de Orio
Rápidamente los oriotarras botaron cinco chalupas y remaron hacia la ballena. Hacía tiempo que la costumbre y la tradición de los arponeros se había perdido, pero aún pudieron recuperar algún viejo arpón de los viejos almacenes. Lo malo es que también habían perdido la costumbre y la puntería. Las cinco chalupas rodearon a la ballena y, aparte de algún arponazo sin mucho tino, acabaron con ella gracias a cartuchos de dinamita. No obstante y pese a la ayuda de la dinamita, cazar una ballena no era tarea fácil y, cuando desde el puerto, los oriotarras comprobaron que habían acabado con ella, el entusiasmo fue general. La ballena pesó, según las crónicas, 1.200 arrobas, y la lengua, muy apreciada, unas 200 (trece toneladas y media más dos y pico la lengua). Doce metros de larga. La grasa que obtuvieron -no sé la cantidad exacta- se vendió a seis pesetas de la época el barril. Si tenemos en cuenta que de una ballena -según tamaño- se obtenían entre 40 y 90 barriles, pues se puede calcular que obtuvieron aproximadamente como mínimo 300 o 400 pesetas, de las de la época, insisto. ¡Toda una ganancia!.

Mosaico en el salón de Plenos del Ayuntamiento de Orio, rememorando la captura de la ballena
Todavía hoy y cada cinco años se celebra en Orio la Fiesta de la Ballena conmemorando aquella hazaña. Los oriotarras compusieron, según la costumbre, una canción donde se narra la batalla y en la que se mencionan los patrones de las cinco chalupas: Manuel Olaizola, Loidi, Uranga, Atxaga y Manterola. Todavía hoy, me dijo Jose Ángel, se bautizan barcos en Orio con los nombres de aquellos cinco héroes… Tengo una grabación de Benito Lertxundi con la canción, si quieres mañana os la pongo…aunque está en euskera…¡Ningún problema, mañana la oímos!… (aunque soy de Madrid y, como es de suponer, no hablo euskera). Y de esta manera a la mañana siguiente, tras ver la foto del cachalote de Franco a medio despiezar y mientras desayunábamos, pudimos escuchar, con la voz de Lertxundi, el himno de la última ballena, la de Orio.
Pero tocaba ir a cenar, nuestro rodaballo nos esperaba. Nuestro anfitrión y ya colega, Jose Ángel, nos recomendó acompañarlo con txacolí y algún aperitivo a base de anchoas al estilo de Bermeo acompañadas con pimiento rojo, recomendación que prometimos acatar religiosamente. Una vez en el casino, nos habían reservado una mesa en la terraza, directamente sobre el Portu Zarra, (el Puerto Viejo), un sitio excepcional. Cuando hablamos con el maître, Pedro (no bermeano, precisamente, sino centroamericano, pero todo un personaje), nos dijo que había llegado aquella misma tarde un rodaballo…un poquito más grande…¿Como cuánto más grande?…Más de dos kilos, pero como sois cuatro sacaremos cuatro buenos filetes….¡Pues adelante con el rodaballo!…


Para que veáis que no exagero: Jordi y Rosa delante de las zamburiñas, y del tremendo rodaballo que está gritando ¡cómeme!…
Mientras preparaban el rodaballo y respetando las recomendaciones de Jose Ángel, pedimos de entrada una botella de txacolí (caerían más), unas anchoas a la bermeana y, ya puestos, unas zamburiñas. Todo, tengo que reconocerlo, exquisito, aunque aún faltaba lo mejor. Os cuelgo fotos para que veáis que no exagero, pero ya el aroma precedió al pez. Aquel rodaballo pesaba más de dos kilos y, muy posiblemente, tres. Y como los cuatro somos muy agradecidos con las cosas de comer dimos buena cuenta, pero nos costó.
Pedro, el maître, demostró esa maestría de maître sacando los cuatro hermosos filetes que nos sirvió a cada uno con unas patatitas a la panadera pero, ante el pedazo raspa y los recortes de las espinas periféricas aún añadió, serio y conciso:…aquí todavía hay carne… Sí señor, todavía se podía rebañar. Ya hartos pero con la inercia que da la gula, aún sacamos «carne» para entretenernos un rato. Una vez bien cenados, con el txacolí dándonos vueltas por la cabeza y con las piernas cansadas de tanta cuesta, nos dirigimos al hotel con la intención de tomarnos un merecido descanso. Había sido un día largo pero muy bien aprovechado.
De vuelta. La playa de Barrika, Bilbao y el Área Tudanca de Aranda de Duero.
Antes del desayuno Jose Ángel nos tenía preparadas algunas fotos del famoso y hediondo cachalote de Franco que fotografié con el móvil, con su permiso, mientras nos ponía la canción de la ballena de Orio y algún otro tema de Benito Lertxundi…antes era más rebelde…ahora ya está más moderado…, aclaró. Lertxundi, de voz melodiosa, siempre me ha parecido un buen cantautor aunque es cierto, y como decía Jose Ángel, que en sus comienzos era bastante radical. Recuerdo un tema que escuché en Navarra visitando la Valdorba, valle que quedó despoblado y que ahora comenzaban a habitar jóvenes, que me pareció una canción muy bonita, y alguna más.
Todos los hospedados en Txaraka parecía que nos habíamos puesto de acuerdo para desayunar a las nueve. Tampoco éramos muchos, pero los suficientes para no poder despedirme de la mujer de Jose Ángel (estaría liada en la cocina preparando zumos, cafés y tostadas) así que nos abrazamos, prometimos volver (¿quién sabe?, ¡ojalá!), le dí recuerdos para ella, y partimos.

Lemóniz, la central nuclear que no llegó a ponerse en uso
Esta vez íbamos dirección Oeste. Pasamos -y no paramos- por Bakio, sí hicimos breve parada junto a la central de Lemoniz y seguimos con la intención de parar un ratito en Plentzia (antiguamente, Placencia). Imposible: aunque el pueblo tenía muy buena pinta, otra vez atasco de coches y ni un hueco para aparcar. Pero esa circunstancia nos favoreció. Al poco de salir de Plentzia y un poco frustrados por no poder parar ví a la derecha un cartel: Playa de Barrika. Nos dirigimos hacia allá. Una corta carretera, unos cómodos parkings y una escalinata de madera que bajaba hacia una playa…¿extraña?…
Luego pudimos leer en los carteles informativos que aquellos negros acantilados, como pudimos comprobar, presentaban unos pliegues geológicos realmente espectaculares, doblados o plegados como un acordeón, como las páginas de un libro. Pero los pliegues se prolongaban en la playa, formando rectas líneas de roca hasta el mar, cual paredes, paralelos unos a otros, y tapizados de verde -estábamos con la marea baja- por las algas. Entre muro y muro, se formaban piscinas donde la gente se bañaba. No nos habíamos bajado los bañadores y no era plan de volver a subir la cuesta (¡más cuestas no, gracias!), pero nos quitamos los zapatos y con los pantalones cortos aún chapoteamos en aquellas piscinas de agua calentita. Muy bonita, la playa de Barrika.


Nuestra siguiente parada ya era Bilbao. Mis amigos no lo conocían, así que aparcamos cerca del Guggenheim, y nos dimos unos paseos por fuera admirando su arquitectura. Les conté que el arquitecto, el canadiense Frank Gehry, según había leído tiempo atrás, se inspiró para el revestimiento de placas de titanio del edificio de cuando era niño y pescaba con su padre, en las escamas de los peces. Sea como sea, el resultado -para mi gusto- es bellísimo. Bilbao ganó mucho tras la construcción del museo y lo que era antes la fea «orilla izquierda», de viejos almacenes y vías de tren, ha quedado espectacular, con nuevos edificios, zonas ajardinadas y el tranvía, que recorre el contorno.


Bajo la «Araña» de Louise Bourgeois, y frente al Guggenheim, haciendo el tonto
Había convencido a mis amigos para hacer una última parada en Aranda de Duero pero no en el pueblo esta vez sino, concretamente, en el Área Tudanca de la autovía. ¿El motivo?. Ellos tienen casa en la playa, entre el límite entre Valencia y Murcia, y por esa razón apenas han viajado al norte de Madrid. Yo sí he estado varias veces y había dos razones de peso: una, que venden ya asado y en sobre hermético cuartos de cordero, el famoso lechazo de Aranda. Cada vez que bajo del Norte, paro y compro. No hay más que sacarlo y calentarlo en el horno. Y la segunda: estamos en la ribera del Duero, y tienen una tienda de vinos surtidísima, con una amable empleada que te puede informar de lo que haga falta. Y como a mis amigos ya les conozco de sobra, y como habían demostrado anoche con el rodaballo y el txacolí, les encanta comer y beber, sabía que esta parada les iba a gustar.
Ana -la siempre amable empleada- nos informó de los vinos, de los que nos llevamos algunos. Y aunque nos dijo que había sido un fin de semana intenso, creía que aún quedaría algo de lechazo: hubo suerte, y nos llevamos un cuarto cada pareja. El resto del regreso ya fue cuestión de estrategia. Pasando Aranda comenzamos a consultar el informador de tráfico del móvil. Según el aparato, decía que a la altura de Lozoyuela, pasando ya Somosierra, había atascos. ¡Normal, con la de coches que habíamos salido, siendo domingo por la tarde!. Pero informaba que el atasco era ya de una hora y pico. Así que rodeamos por Segovia y sin pasar por el peaje de San Rafael, siempre «petao», tiramos por La Granja y el Puerto de Navacerrada. ¡Mano santo!. Algunos coches, pero sin atasco. ¡Bendito móvil!, no tengo esa aplicación en el mío pero habrá que pensárselo, no hay nada más desesperante que tras un largo viaje, tener que «chuparte» encima el atasco de marras.
Nuestro destino final era Villalba. Nos despedimos de nuestros amigos y cargados de vino, lechazo y con el rodaballo aún en nuestro estómago, nos dirigimos, ¡por fin!, a nuestra casa de San Lorenzo a descansar. Un estupendo fin de semana.
Ante Puppy, la mascota del Guggenheim