Como decía Jack el Destripador: vayamos por partes:
En primer lugar, y para aquellos que no lo sepan, un desamarre no es cuando a un barco en el puerto se le sueltan las amarras para liberarlo y partir, que también es éso. Pero en este caso, un desamarre es un protocolo, más o menos ritualizado y más o menos mágico para los que están muy «pillados» en las cosas del amor -en todas sus variantes- olviden a esa otra persona, para que se la saquen de la cabeza de una vez por todas y puedan liberarse…lo mismo que el barco en el puerto, y vuelvan a normalizar su vida y sus sentimientos. No sé si me he explicado.
Hay muchas personas que creen a pies juntillas en amarres y desamarres, sobre todo en lo primero. Corazones solitarios, fijaciones eróticas, seres despechados…el compañero de la oficina que es que ni nos mira, la vecinita del tercero que ignora nuestras seductoras sonrisas, el ex-novio o ex-novia al que no hay forma de olvidar ni de recuperar para nuestra causa. Y mucha gente que, sobre todo desde el tropical y calentorro Caribe, se ha especializado en ofrecernos fórmulas mágicas, infalibles, en forma de conjuras y recetas con todo tipo de ingredientes a cada cual más pintoresco o asqueroso -imaginaros lo que queráis y acertaréis- para que el ingrato o la ingrata, por fin, caigan rendidos a nuestros pies. O bien, en el caso del desamarre y como decía al principio, desenamorarse o, en el mejor castellano, desencoñarse de una puta vez, ¡que ya está bien, hombre!.
Pues el caso es que una amiga mía se había enamorado como una perra de un marroquí, al que conoció por ser el hermano del novio de otra amiga suya. Y como el chico vivía en Marruecos, pues ahí estuvo mi amiga yendo y viniendo cada vez que podía a ver al chaval del que estaba coladísima. Un viajecito, cada vez. La verdad es que el marroquí era guapísimo, ya se encargó mi amiga de enseñarme un par de fotos, estaba como se suele decir como un queso, pero tanta distancia y tanto viaje al final hicieron mella y decidió cortar con él. Pero no había forma de quitárselo de la cabeza. Y para éso quería hacer, ¿el qué?, pues un desamarre como dios manda. Bueno, Dios o Alá, pero necesitaba olvidarle.
Como mi amiga sabía que yo había viajado a Marruecos unas cuantas veces me preguntó un día -yo aún no sabía nada- si cerca de Ceuta o de Melilla había desierto. –¡Hombre, pues desierto, desierto, no, para éso hay que viajar bastante más al sur!. Mi amiga, desolada, me insistió: –¿Muy al sur?. -Si quieres desierto-desierto si, más de quinientos kilómetros. Y ya me explicó un poco más.
Soluciones numerológicas, que no numéricas
Mi amiga -por caballerosidad no diré su nombre- es un poco bastante esotérica. Cree en estas cosas y otras parecidas. Me contó lo que le pasaba, y me dijo que su profesor de numerología…*
*Nota Bene: no confundir con un matemático ni un licenciado en Ciencias Exactas, no. La numerología es otra más de las pseuciencias por la que, mediante tu nombre, fecha de nacimiento y unas operaciones cabalísticas establecen tu número vital y, de acuerdo con él, vaticinan tu personalidad, tu futuro y unas cuantas cosas más. Tal cual lo dicen os lo cuento. Yo no creo en ésto pero el que quiera, pues adelante*
(continúo)…al consultarle su problema a su profesor de numerología, se supone que el hombre estaría bien enterado, le estableció las pautas para un desamarre. Lo primero, necesitaba un desierto. Lo segundo -me iría enterando sobre la marcha- un conjuro. Lo tercero, dos figuras que representasen a la pareja en cuestión. Lo cuarto, un mapamundi…y algunas cositas más… Cuando mi amiga me dijo lo del desierto y tras preguntarle los detalles me explicó que tampoco hacía falta un desierto al uso, con sus dunas, sus camellos y sus oasis, que bastaría con una amplia extensión arenosa y de horizontes despejados. Se me ocurrió, y así se lo dije, que en las afueras de Tánger -por poner un sitio cercano y más accesible que el lejano desierto- hay unas playas infinitas y solitarias al sur del cabo Espartel, donde el Mediterráneo se abre hacia el extenso océano Atlántico.
A mi amiga le pareció bien. Hacía poco que unos amigos me habían regalado con ocasión de mi cincuentaavo o quincuagésimo cumpleaños, una estancia en una casa rural por el término de Conil, en Cádiz. Le propuse, si le parecía bien, y así se lo pareció, irnos un fin de semana a la casa rural y desde allí a Tarifa, para coger el ferry hasta Tánger. Lo planeamos y en pocos días, nos fuimos. Previamente me pidió, y no quise preguntar, unas vendas, unas escayolas y alguna tijera fuerte.
A Tánger, dispuestos a todo.
Fuimos desde Conil hasta el puerto de Tarifa. Hacía muy poco que se había establecido el servicio del fast-ferry entre Tarifa y Tánger por la compañía marroquí Limadet, abreviatura de Lignes Maritimes du Detroit (Líneas Marítimas del Estrecho), treinta y cinco minutos de trayecto en vez de las clásicas dos horas desde el puerto de Algeciras. Nos esperaba una grata sorpresa: para promocionar la línea del fast-ferry al sacar billete de ida y vuelta la compañía regalaba una visita guiada por Tánger con comida incluída y la ventaja de no necesitar pasaporte ni visado, con el billete ya iba todo incluído. Por supuesto lo aprovechamos, ya sólo la comida te amortizaba el billete.
Embarcamos pues y al llegar a Tánger nos aguardaba el guía, un hombre ya mayor, delgadito y ágil que hablaba todos los idiomas: iba pasando del español al francés, al inglés y al alemán, pastoreando un grupo internacional de turistas de los que enseguida me di cuenta hablando con ellos y por su actitud de que para todos -excepto nosotros- era la primera vez que visitaban Marruecos. Yo ya había estado varias veces en Tánger, ciudad que me gusta mucho y en la que vivía un amigo mío del colegio, Manolo, profesor en el Colegio Español, en cuya casa me había alojado a menudo. Conocía bastante bien Tánger, como es lógico.
Me hizo gracia formar parte de una visita guiada recorriendo la kasba y la medina, por calles que conocía bien, bajo las atentas explicaciones en su «multilengua» de nuestro guía particular. El grupo le seguía obedientemente y arracimado cual el rebaño de ovejas sigue a su pastor, un tanto temerosos de aquellos siniestros nativos de piel oscura y con chilabas, sin duda peligrosos yihadistas todos ellos. Hacía muy pocos años habían volado las Torres Gemelas de Nueva York, había que tener cuidado.
Tras el recorrido y tras la visita obligada a un par de tiendas, sin duda conchabados con el guía que se tomó su té con menta hablando con el dueño sin prisa, mientras los turistas curiosearon todo, les vendieron alfombras y artesanía variada -¡ojo, que yo compré una lámpara de colgar azul para mi casa que bien bonita está, no quisiera ir de alma pura ni de estupendo!- pues nos fuimos a comer. Típico restaurante-palacete marroquí donde nos acomodaron a todos y en el que fuimos degustando los platos de la cocina marroquí: tallín, pinchitos morunos, harira, ricos postres con miel, te con menta al final y entre medias un numerito de danza del vientre, todo muy marroquí… A mi lado se había sentado un norteamericano, creo recordar que me dijo era de Kansas al que, ante sus dudas, le fui explicando un poco de qué iba cada plato y lo de la danza del vientre, el hombre estaba muy agradecido. -Do you know Morocco? (¿conoces Marruecos?)… -Yes, sometimes (si, varias veces)… y se le veía un tanto asombrado por mi reinsistencia magrebí, sin duda algo se ocultaba ahí y más tarde tuvo la prueba .
Pero no me olvidaba de nuestra misión. Pensé en abandonar al grupo y coger un taxi hasta la playa de Espartel que estaba un tanto alejada pero en uno de los recorridos con el bus donde íbamos con el guía pasamos junto a la playa de Malabata y pensé: ¡éste es el sitio!. Tánger se sitúa sobre una amplia bahía, la de Malabata, y a sus pies se extiende una hermosa playa, de punta a punta. La ciudad vieja y el puerto estaban allí mismo, en su extremo oeste, podíamos ir andando. Lo hablé con mi amiga y estuvimos de acuerdo. Pero antes nos tocaba ver a los camellos.
Era domingo, por cierto, y a los tangerinos les encanta pasear los domingos por la tarde. Fuimos con el bus a un parque, en las afueras, una colina con un espeso pinar, donde muchas familias aprovechaban para su esparcimiento. El guía nos explicó y todos -alemanes, franceses, ingleses, americanos y españoles- nos enteramos que íbamos a un sitio donde había camellos y el que quisiese podía subirse y por un módico precio hacerse una foto…¡Vaya horterada!, le comenté a mi amiga, seguro que nadie se sube. Pero para mi asombro y al parar el bus junto a un camello enjaezadísimo, lleno de borlas rojas, preparado al efecto, tooodos los turistas se atropellaron corriendo, encantados, dispuestos no sólo a hacerse las fotos junto al animal, sino a subirse dando grititos -los camellos cuando se levantan dan bruscos bandazos- y hacerse muchas más fotos encima de él….
Homo sum, humani nihil a me alienum puto…que podemos traducir del latín como: «Hombre soy, nada humano debe serme extraño»…cita del Heautontimorumenos («El enemigo de sí mismo»), del escritor latino Terencio. Y tras este latinajo y tamaña pedantería, aquella bonita tarde de domingo tangerina volví a darme cuenta una vez más que sí, que nada humano debe serme extraño. Lo que para mí era tamaña horterada para aquellos turistas neófitos en cuestiones marroquíes era el no va más, todo era very tipical y bien contentos que enseñarían las fotos presumiendo de tamaña aventura a sus parientes y allegados en sus lejanas y frías tierras…
Aún faltaba un detalle: mi compañero de mesa, el de Kansas, al ver que yo ni hacía cola ni demostraba el menor interés en subirme al camello me preguntó extrañado por qué no quería. -Why not?… A lo que le contesté la verdad: hacía muy poco que había estado montando -en camello, por supuesto- con los tuareg en el desierto por Tombuctú…a lo que el buen hombre, abriendo unos ojos como platos y mirándome muy serio debió pensar: ¡lo sabía, lo sabía, es un yihadista infiltrado!…
El desamarre
Habíamos comido, habíamos dado unos paseítos por Tánger, hasta había comprado una preciosa lámpara azul y tocaba entrar en faena. Le pregunté al guía plurilingüe si podíamos volver por separado. ¡Por supuesto!, nos dijo, quizá aliviado de quitarse de encima un par de tipos del grupo aunque tampoco le habíamos dado ninguna guerra, con vuestro billete podéis volveros en otro barco. Así que, cuando se dirigieron al puerto, nos despedimos del resto -el de Kansas seguía mirándome muy serio: ¡lo sabía, lo sabía, y ahora se van con la célula!- y en cinco minutos estábamos en la playa.
Domingo por la tarde, ya dije, y mucha gente paseando por la playa. Recuerdo entre otras cosas un chaval al que en mi imaginación puse de nombre «el Loquito» que él sólo y con el pantalón arremangado, correteaba persiguiendo las olas y de vez en cuando se remojaba el torso con las manos. Pero casi todos eran grupos de jóvenes que deambulaban por ahí, sin prisa porque, como dicen en Marruecos, «la prisa mata». Mi amiga llevaba un paquetito en su capacho. Cuando le pareció bien, se sentó en la arena y sacó el paquetito. Lo desenvolvió y sacó un par de muñecos: una Barbi pelirroja -ella- y un muñeco que representaba un moro -lo más parecido que encontró a su futuro ex-novio-. Un mapamundi, que desplegó, las vendas que me había pedido, un papel con el conjuro-antiamarre que le dió su profe de numerología y unos cuantos rotuladores de colores. Según iba sacando cosas, yo flipaba cada vez más.
Apártate un poco, me dijo. Me aparté unos diez o quince metros, tampoco quería dejarla sola, no le iba a pasar nada pero los marroquíes pueden ponerse un poco pesaditos. Mi amiga, a todo esto, es pelirroja y buena moza, el sueño erótico de todo magrebí pero, para mi asombro (volvemos a la cita de Terencio) y aunque la miraban mucho mantenían una prudente distancia, ni se le acercaban porque empezó a hacer cosas un tanto raras: mientras musitaba el conjuro comenzó a partir en trocitos los dos muñecos. Cuando acabó, los envolvió con cuidado utilizando las vendas. A todo ésto se remangó la falda y las mangas -¡menuda idea en Marruecos!- y empezó a pintarse cosas, luego supe que eran nombres de ciudades de todo el mundo en piernas y brazos. Una vez pintada, envolvió de nuevo el paquete con el mapamundi y haciendo un hoyo en la arena, lo enterró todo.
-¡Ya está!, me dijo sonriente. –¡Pues vámonos rápido!, porque me imaginaba que, en cuanto nos diésemos la vuelta, todos aquellos chavales que no le quitaban ojo se acercarían a ver qué había enterrado aquella perra infiel, y en cuanto descubriesen la figura de un moro hecha pedazos quizá, tal vez, más de uno especialmente concienciado podría incluso mosquearse por la ofensa -no es broma, para estas cosas los musulmanes se mosquean rápido- y ahí sí que podrían aparecer los yihadistas que tanto miedo le daban a mi amigo el de Kansas reclamando venganza…
Aceleramos camino del puerto que estaba ahí mismo, aunque no dejé de mirar por encima de mi hombro un par de veces, pero hasta que no entramos en las instalaciones portuarias no me sentí tranquilo, aún me temía escuchar detrás unos alaridos amenazadores y unos moros corriendo hacia nosotros blandiendo gumias. Mi amiga lucía una sonrisa de beatitud. Ya de vuelta a España en el barco me fue explicando el proceso: la recitación del conjuro antiamarres, el por qué de los muñequitos, el hecho de romperlos, el mapamundi como apertura de horizontes -mentales y sentimentales- y las ciudades pintadas sobre su cuerpo.
Creo casi innecesario aclarar que a las dos semanas su ex-novio marroquí se vino a trabajar a Bilbao, y volvieron a liarse. Aún les duró un año.