Joven novicio, budista tibetano, en peregrinación con su maestra a Bodhgaya, bajo cuyo árbol bohdi el Buda alcanzó la iluminación.
Quise titular esta entrada, no como «árboles mitológicos» (aunque algunos lo sean), pues en este caso y como tales, a su alrededor se generarían historias con cierto tinte religioso, ni como «árboles singulares», que lo son, puesto que este título sería más apropiado para ejemplares destacados dentro del mundo de la botánica. Así que se quedó con «árboles míticos», que engloba un poco de todo.
En este caso, sólo quiero mencionar unos pocos ejemplares muy especiales: bien sea por su gran porte, por su escasez, por las leyendas tejidas a su alrededor, o incluso por su inexistencia. Árboles a menudo de difícil, o muy difícil acceso. Y, sobre todo, por su valor simbólico. La lista podría hacerse mucho más larga pero no se trata de hacer una enumeración extensa. Sólo es un pequeño homenaje o un recuerdo a algunos de esos seres que, de una manera especial, han dejado huella en nosotros.
1.- El árbol del Teneré (Níger)
2.- El tamrut del Tassili n’Adyer (Argelia)
3.- El Árbol Seco
4.- El roble de Guernica
5.- El pipal de Bodhgaya (La India)
6.- Hiperión, el gigante escondido (California)
7.- El tejo de Barondillo (Rascafría)
8.- El árbol del Incienso (Omán)
9.- El árbol del Tule (Méjico)
1.- El árbol del Teneré
Comienzo por un árbol que ya no existe, aunque hoy se guarde como recuerdo su tronco seco en Niamey, la capital de Níger. En su momento, y hoy todavía, fue el único árbol citado en los mapas del desierto del Sahara. Así consta en el mapa nº 153 de Michelín, a una escala 1:4.000.000, correspondiente al Noroeste de África, donde en su ubicación podemos leer: Arbre du Teneré, junto a una leyenda donde dice: eau trés mauvaise à 40 m= «agua muy mala a 40 m». Pero, ¿de dónde le venía la fama al árbol del Teneré?…

Teneré significa en tamashek -la lengua tuareg- «no hay nada»… aquí no cuadra la romántica imagen que en Europa asociamos con el desierto, de altas y doradas dunas. En este caso, el Teneré es una inmensa llanura pedregosa, lo que en el desierto se llama hamada, o reg, en contraposición a los erg, el desierto de las dunas. De un extremo a otro y en dirección Este-Oeste, supone unos 700 u 800 kilómetros horizontales, sin apenas más referencias o alternativas en el paisaje que las muy lejanas montañas del Air, al norte.
La capital de Níger es Niamey, al sudeste. Zona seca, predesértica, lo que allí conocen como el sahel (en árabe: la frontera -entre la sabana y el desierto-), pero al menos con la benéfica influencia de estar situada a las orillas del río Níger, que recorre el borde occidental del país, de Norte a Sur. La mayor densidad de pueblos y aldeas se concentra en la franja sur del país, más fértil y por tanto más poblada. En el mapa, toda la mitad norte es un plano semivacío. Pero desde Niamey nosotros avanzamos hacia el Noreste, donde el paisaje pierde el escaso verdor y la aridez es cada vez mayor. Es necesario desplazarse al Este más de 700 kilómetros (739, para ser exactos) hasta llegar a Agadez, capital tuareg (Niamey es «ciudad de negros», como dicen ellos) y puerta de entrada al desierto puro y duro. Aquí comienza el Teneré.
Monumento a los restos de la acacia en Niamey. En la base de la peana podemos apreciar el símbolo de la cruz tuareg
Se siguen haciendo caravanas desde Agadez hasta las valiosas minas de sal de Bilma, a unos 600 y pico kilómetros, hacia el Este. Un poblado de unos dos mil habitantes escasos dedicados a la producción de sal. Una sal obtenida por evaporación, el amersal como se la conoce, muy amarga y apenas apta para el consumo humano, pero muy útil para el ganado, necesitado de Sodio y de Potasio. Alguna es tan alcalina (el natrón) que te quema las manos y ni el camello más sediento la podría tomar, sólo vale para curtir pieles. Hoy día el tráfico se hace sobre todo con viejos camiones, pero hasta hace nada -y todavía ahora- la única forma de atravesar el desierto era con las caravanas de camellos, transportando sobre sus lomos las tortas de amersal. Seiscientos kilómetros de Teneré, sin apenas pozos de agua. El único, el oasis de Fachi, a medio camino hasta Bilma.
Para los nómadas, el único punto de referencia en tan largo camino era el árbol de Teneré. El árbol más aislado del mundo, el único árbol en un radio de 400 kilómetros a su alrededor. Hay otra acacia solitaria, la de Bahrein, en el Golfo Pérsico, llamada por ellos el Árbol de la Vida, a la que se atribuye una edad de 400 años. Pero la de Teneré era realmente una excepción. Como es lógico, los tuareg la concedían un respeto especial. Nunca cortaron ni una rama para sus fogatas, e incluso impedían a los camellos mordisquear sus hojas. De hecho nunca quisieron excavar un pozo a su lado. Tuvo que ser un francés en 1.939, el sargento Lamotte, del Servicio de Asuntos Saharianos, el que perforase un pozo que, a la profundidad de 35 metros, encontrase un acuífero (esa agua que menciona el mapa Michelin como eau trés mauvaise), del que las no menos profundas raíces del árbol obtenía su supervivencia.
El árbol en 1.939, aún en su «esplendor»
Tenemos algunas fotos antiguas que atestiguan su existencia. Era una acacia (Acacia raddiana, para más exactitud) no muy grande, de doble tronco. Pese al respeto de los tuareg su destino estaba escrito con tintes de tragedia. En 1.950 un camión de camino a Bilma chocó contra ella y le seccionó uno de los dos troncos. No acabó ahí la cosa: en 1.972 un camionero libio, presuntamente borracho, se estampó contra ella arrancándola de cuajo. Personalmente no creo que hiciese falta la ebriedad del conductor para ese accidente. He viajado varias veces por el desierto, y también me lo han confirmado otros amigos «africanistas» (por ejemplo, atravesando Argelia de Norte a Sur por las infinitas rectas de la carretera transahariana), que la monotonía de un viaje que suele durar muchas horas y sin puntos de referencia o de distracción, sumado al calor, acaba amodorrándote y no es raro ceder al sopor, cerrar inadvertidamente los ojos…incluso quedarte dormido.

El árbol en 1.970. En 400 km. a su alrededor, el Teneré, «la nada»
Hacía falta tener mala suerte, pero es muy posible que ambos camioneros acabasen dormidos al volante, que el camión diese varias vueltas y acabasen estrellándose contra lo único que podía estorbarles en aquella infinita extensión de kilómetros sin nada en el camino: el árbol del Teneré. Hoy día el tronco seco se expone en un pequeño memorial, en Niamey. Y donde estuvo, en su lugar un poste metálico guarda su recuerdo, y continúa sirviendo como punto de referencia a los viajeros, aunque en vez de una acacia sólo sea una larga barra de hierro.
2.- El tamrut del Tassili N’Ayyer.
No es fácil acercarse hasta los tamrut del Tassili. Tamrut o tarut: nombre con el que los tuareg de la zona conocen a los cipreses del desierto, Cupressus dupreziana, en la terminología botánica. Parientes próximos de nuestro ciprés mediterráneo, a los que estamos habituados a ver como habituales ornamento de los cementerios, o los que lucen silvestres, bosquecillos en los montes de Grecia. Pero frente a la verticalidad de nuestro estilizado ciprés, los tamrut son otra cosa: árboles potentes, macizos, con la imagen de lo que son: unos auténticos supervivientes.
He tenido la oportunidad de viajar en dos ocasiones hasta el Tassili N’Ayyer, al sur de Argelia, junto a la frontera de Libia. Tassili N’Ayyer: del tamashek (la lengua de los tuareg) «la meseta de los ríos». Una superficie que se extiende por un área aproximada de entre 600-700 kilómetros a lo largo y de 100 a 200 kilómetros a lo ancho. Un territorio que se alza (como meseta que es) sobre el desierto circundante, hasta una altura de 2.000 metros sobre el nivel del mar. Una zona rocosa y muy accidentada, donde no vive absolutamente nadie y en la que es facilísimo perderse, si no fuera por la ayuda de los guías tuareg. Un erial árido, reseco y pedregoso. Un lugar al que, para acceder, hay que ascender a pìe desde la cercana población de Djanet, por el desfiladero del Tafilalet, una dura subida de varias horas por el que ni los burritos de apoyo (los dromedarios son incapaces de subir cuestas) pueden pasar, necesitando dar un rodeo por caminos más accesibles.
El interés que me llevó al Tassili inicialmente fue por conocer la gran cantidad de grabados y pinturas rupestres desperdigadas por la zona: hay catalogadas unas 15.000. Si tenéis interés podéis consultar una entrada en este blog: Argelia: viaje a las pinturas rupestres del Tassili N’Ayyer, donde describo todo ésto con más detalle. Pero como corresponde a esta entrada de Árboles míticos me centraré en otra de sus maravillas: los cipreses, o tamrut. El Tassili N’Adyyer además de las pinturas encierra secretos botánicos, plantas que han sobrevivido allí en la sequedad del desierto gracias a quedar encajonados en gargantas donde la altitud y la escasa humedad retenida han favorecido su supervivencia, testigos de hace épocas (al menos dos milenios) en las que el clima era más benigno: olivos, por ejemplo, alejados miles de kilómetros de los más próximos, o el tamrut.
Una pequeña aclaración sobre los olivos del Tassili: obviamente se trata de olivos silvestres, lo que se conoce popularmente como acebuches. Un amigo botánico me corrige: los acebuches NO son olivos silvestres, más bien podríamos decir que los olivos son acebuches domesticados. En todo caso los escasos ejemplares presentes en estas zonas desérticas del sur de Argelia, tanto los del Tassili, como los del macizo del Hoggar, los del Adrar Heggueghene o los de Bazgane, en el Air, pertenecen a la subespecie Olea europea laperrinei. Queda dicho.

Los parientes más cercanos del Cupressus dupreziana no son los cipreses mediterráneos, sino los Cupressus atlantica de Marruecos. He encontrado una mención, dudosa, de la presencia de algún Cupressus dupreziana aislado en las montañas del Atlas, pero en principio sólo habitan, desperdigados, en el Tassili. Hay algunos estudios que proponen que el Cupressus atlantica marroquí sea en realidad una subespecie del C. dupreziana, aunque no terminan de ponerse de acuerdo. En todo caso los ejemplares del Atlas marroquí son una pequeña población, de unos 600 individuos, que viven en una pequeña franja de las montañas al sur de Asni, a los lados del Ued N’Fiss.
«Nuestro» ciprés, el C. dupreziana, fue descubierto para la comunidad científica europea en 1.864, aunque los tuareg, lógicamente, ya lo conocían. La mayor concentración se encuentra en Tamrit, una vaguada encajonada entre paredones de rocas con presencia ocasional de agua, donde podemos ver una docena de grandes ejemplares, la mayoría con una edad calculada en unos 2.000 años. Hasta la mitad de los años 40 del pasado siglo se creía que no habría más de la docena de tamrut presentes en Tamrit, aunque diez años más tarde y tras la exploración de la extensa región del Tassili, el censo aumentó hasta los 200.
En los primeros años de la década de los 70 el guardabosques argelino Said Grim contó 230 árboles vivos. Más tarde, entre 1.997 y 2.001 se comprobó que veinte de aquellos habían muerto, si bien hubo 23 nuevas incorporaciones. Por tanto, y según lo que he podido comprobar, el censo hasta la fecha sería de 233 cipreses. De ellos, la mayoría tienen más de 2.000 años aunque se han localizado diez muy jóvenes, con una edad estimada de 100 años, lo que indica que, pese a la sequía y las condiciones adversas, sigue habiendo regeneración.

En esas condiciones de aislamiento y sequedad debida a las escasísimas lluvias, la reproducción vegetal en el desierto es todo un milagro. Los tamrut lo han solucionado con una estrategia biológica conocida por los científicos como la «apomixis masculina»: es una forma de reproducción asexual mediante el cual las semillas adquieren completamente el contenido genético del polen, o parte masculina. Las plantas hembra sólo suministran el sustrato nutricional, no así sus genes. Así y todo y pese a esta estrategia, la germinación de las semillas fecundadas en la aridez del suelo es muy difícil, de ahí la escasez de los tamrut.
No obstante la supervivencia del ciprés del desierto está asegurada. Se han plantado semillas con éxito en jardines botánicos de Europa, incluso hace poco han llevado un plantón al Jardín Botánico de Madrid. Y, por supuesto, los tamrut del Tassili están protegidísimos, estando totalmente prohibido no ya cortar una rama, sino arrancar ni una simple hojita. Aunque debo confesar que en mi casa guardo como una reliquia una astilla muerta recogida del suelo, de un palmo de largo, a los pies de uno de los míticos tamrut argelinos.
Fotografía obtenida del libro de Henry Lothe, Hacia el descubrimiento de los frescos del Tasili. En 1.956 él y su equipo estuvieron un año y medio haciendo copias de miles de pinturas rupestres. En la fotografía se puede ver a uno de los guías tuareg, confundido con la roca a su espalda, subido al árbol arriba a la izquierda con un hacha para conseguir madera. El árbol ya está seriamente deteriorado. Hoy está absolutamente prohibido.
3.-El Árbol Seco
…él respondió que podían entregarla a Cazán, hijo del rey de Argón, quien por entonces se encontraba en la lejana región del Árbol Seco, junto a las fronteras de Persia…
Esta cita parecería haber sido sacada de la serie televisiva Juego de Tronos, o de la película El Señor de los Anillos. Pero quien ésto nos cuenta es el viajero veneciano Marco Polo, en su «Libro de las Maravillas del Mundo» (Introducción, cap. XIX). Creo que no hace falta presentar a Marco Polo. Más complicado sería en todo caso «presentar» al Árbol Seco…entre otras razones, porque no tiene existencia real, y porque su localización, como tal árbol mítico, es utópica.
Marco Polo fue un gran «relatador». Además de las descripciones pormenorizadas de sus viajes, reflejó otros mitos medievales, como el del Preste Juan, supuesto monarca cristiano que reinaba en Asia Central. Seguramente su existencia se inspiró en una rama del cristianismo: los nestorianos, presentes en toda Asia hasta China, y que Marco Polo cita en muchas ciudades. Siguiendo con el mito del Árbol Seco, podría haber escrito mi propia interpretación, pero me voy a permitir transcribir por su calidad y claridad lo que en la nota nº 33 menciona el comentarista Juan Barja, traductor de la magnífica edición del «Libro de las Maravillas del Mundo» presentada por Abada Ediciones:
Ilustración del conocido como el manuscrito francés 2810 de la Biblioteca Nacional de Francia, uno de los códices más valiosos del relato de Marco Polo. La edición que comento de Abada Ediciones está acompañada por las 85 ilustraciones originales, procedentes del taller del Maestro de Boucicaut.
…éste Árbol Seco, al que también -y mejor- se llama el Árbol Solo, es una región mítico-simbólica que el autor, como vemos, «localiza». Contrapuesto al Árbol de la Vida, en calidad de réplica negativa de lo vegetal-paradisíaco, debía estar ubicado en un desierto. Marco Polo aquí trata de racionalizar el mito -tal como hace repetidas veces en el curso de su relación-, y sostiene haber «visto» dicho árbol. Más allá de las múltiples referencias bíblicas, establecidas a partir del Génesis, es preciso citar en este caso un árbol-seco neotestamentario, la higuera condenada por Jesús -como castigo a su esterilidad- en un pasaje de los evangelios. Pero, retornando a la región donde el veneciano lo sitúa, debería encontrarse más o menos en el norte de la antigua Persia; «en las fronteras de Persia, en dirección a la Tramontana», dice más adelante nuestro autor, tras cruzar el desierto de Chermán (Kermán). El árbol que encontró nuestro viajero sí que tenía hojas, pero éstas -y sus frutos- son mera «apariencia»; los frutos, además, están «vacíos». Otra distinta manifestación bíblica y amenazadora del «Árbol Seco» aparece en el sueño de Nabucodonosor -Libro de Daniel 4, 1-13-, siendo esterilizado por el Ángel.
Desde las tradiciones mesopotámicas hasta la cristiandad, pasando por el islamismo, la figura del Árbol Seco aparece simbolizando el non plus ultra, el «no más allá», el fin de la tierra conocida por cada cultura, ubicándose por tanto en el límite del desierto como la frontera de la tierra habitable, suponiendo que los árboles como símbolos y soportes de la vida se detienen aquí. Mas allá no puede haber nada, solo existe la desolación.
Para los hombres de la antigüedad, ligados a la tierra, dependientes para la supervivencia de su fertilidad, y de los frutos, cobijo y madera de los árboles, no puede haber mayor bendición que su verdor, que su frescura. No es extraño que en todas las culturas del mundo y en todas las religiones no sólo se respete, sino que se adore a los grandes árboles, simbolizando los grandes principios: el Árbol de la Vida, el Árbol Primordial, o el Árbol del Conocimiento. Incluso para nosotros, urbanitas del mundo desarrollado, que nos creemos ajenos a los ciclos de la naturaleza (aunque sigamos dependiendo de ella), necesitamos seguir rodeándonos de parques y jardines, aunque sólo sea para verles.
El Árbol Seco se impone como símbolo del castigo divino a la osadía de los hombres que se atrevan a traspasar los límites establecidos. Si no demoníacos, si son una advertencia. Los pueblos de Asia Menor y especialmente los hebreos, pueblo de pastores del desierto (el elemento hostil), son los más proclives a la creencia en el Árbol Seco. Así, la «higuera seca» citada en los Evangelios (Lucas, 13, 6-0), que se libra de ser talada por estéril (aunque luego tiene su oportunidad de salvarse). O en el sueño de Nabucodonosor (citado por el traductor y comentarista Juan Barja), donde un Ángel anuncia al rey que un alto y frondoso árbol deberá ser podado de todas sus ramas manteniéndose su tronco encadenado y sujeto al suelo, y donde el profeta Daniel interpreta el sueño como un aviso del cielo, de lo que sucederá al propio rey si no reconoce y se somete a Yahvé: ser reducido a la condición de Árbol Seco.

Ilustración del Beato de San Miguel de Escalada, año 945, donde ilustra la interpretación del sueño de Nabucodonosor. El rey será desposeído de su reino viviendo durante siete años como una bestia salvaje, alimentándose de la hierba del suelo.
4.- El roble de Guernica
«Fuerte como un roble»…Hasta el dicho popular lo sostiene. Siguiendo con el refranero: «algo tendrá el agua para que la bendigan»… No es extraño: árbol potente, poderoso y de gruesas ramas, el roble es el principal de los árboles sagrados en la mitología europea. Símbolo de Odín para los antiguos germanos, o el árbol donde los druídas de los antiguos celtas recogían el muérdago que crecía en sus ramas, recolectado con una hoz de oro, tal y como nos enseñan los cómic del héroe (éste inventado) Asterix. Hasta los estudiosos vascos reconocen la influencia de sus vecinos celtas para que el roble fuera el elegido por los antiguos vascones como elemento protector, como tótem, como intermediario con los dioses. En 1.853 el vizcaíno Jose María Iparraguirre compuso un zorziko, el Gernikako Arbola (es fácil de traducir: el Árbol de Guernica), que se ha convertido en himno euskera sobre la salvaguarda de la libertad de su pueblo. Pero, ¿de dónde proviene este culto al Árbol de Guernica?.
Desde la Edad Media se conserva la tradición de que el señor de Vizcaya jurase respetar, en Guernica y bajo las ramas del roble, los Fueros (también conocidas como las «Leyes Viejas») y, por tanto, las libertades tradicionales de los vizcaínos. En principio era un compromiso local, que comprendía el señorío del núcleo de Vizcaya: las tierras llanas, los campos y los caseríos, a los que se fueron añadiendo pueblos, villas, anteiglesias y la ciudad de Orduña. Posteriormente se incorporaron las comarcas de las Encartaciones y el Duranguesado, para acabar por englobar todo el territorio histórico de Vizcaya y, por extensión, a todos los vascos. Tras la incorporación a la corona de Castilla, el título de señor de Vizcaya pasó a transmitirse junto al de rey de Castilla (de hecho Fernando el Católico juró en Guernica los Fueros) y, con posterioridad, al del rey de España toda, aunque en las ceremonias siga actuando como titular del señorío el lehendakari correspondiente.
No he conseguido aclarar con certeza por qué es precisamente en Guernica y no en otra euskara localidad el lugar donde se juran los Fueros. El caso es que, junto a la Casa de Juntas y bajo el roble se desarrolla la ceremonia. Supongo, y creo que no es echarle mucha imaginación, que en el lugar ya debió haber en tiempos un gran roble venerado, y fue en sus cercanías donde se edificó la mencionada Casa de Juntas…algo así como el árbol bodhi bajo el que Sidharta alcanzó la iluminación convirtiéndose en el Budha: el Iluminado, y a cuyo alrededor se edificaron los templos (no os impacientéis: ese tema irá en el siguiente capítulo).
Pero, y volviendo al roble de Guernica, pese al lógico entusiasmo y fervor patriótico con que el bardo Iparraguirre compuso su Gernikako Arbola, donde en una de sus estrofas dice (traduzco, podéis encontrarlo en Google): …hace unos mil años que se dice / que Dios plantó el árbol de Guernica…, por desgracia los sucesivos robles de Guernica no han tenido mucha longevidad. Sí que es cierto, como establecen los botánicos que el roble europeo o Quercus robur, según su nombre científico, pueden alcanzar los mil años de edad, aunque su vida media suele ser más corta. No obstante, y como indiqué, los consecutivos árboles de Guernica han tenido vidas más breves.
Postal de 1.915
Así, el primero datado y conocido como el Árbol Padre, se calcula ya estaba ahí desde el siglo XIV. Murió en 1.742 y en su lugar y en el mismo año se plantó el llamado Árbol Viejo, que a su vez murió en 1.860. Suyo es el tronco que se conserva en un templete, junto a la Casa de Juntas, algo parecido al tronco seco del Árbol del Teneré conservado en Niamey, como mudos testigos, última muestra de respeto. Para reemplazar al Árbol Viejo se plantó en el mismo año (1.860) el conocido como el Árbol Hijo, pero no duró mucho: murió en el año 2.004 afectado por un hongo. El actual, un plantón ya previsto como sucesor, crecido de una bellota del Árbol Hijo, se plantó en el lugar habitual junto a la Casa de Juntas, en el año 2.004.
Guernica, tras el bombardeo
Quitando la brevedad de estas vidas vegetales (espero que el actual, del que no sé el nombre, alcance larga vida), el Árbol Hijo sobrevivió al episodio posiblemente más triste de la historia de Guernica: el famoso bombardeo efectuado por la Legión Cóndor el 26 de Abril de 1.937. La Legión Cóndor, escuadrilla aérea integrada por pilotos y aparatos alemanes más un pequeño refuerzo italiano, bombardeó la villa durante varias horas con el supuesto objetivo de destruir el puente y cortar las comunicaciones con Bilbao, ante la resistencia republicana. Pero el objetivo fue de escarmiento: tras las primeras bombas -que no destruyeron el puente- se lanzaron bombas incendiarias que destruyeron el 80% de la población.
El porcentaje de víctimas ha sido muy debatido: de una población de unos 5.000 habitantes se barajaron entre 250 y 300 muertos, aunque por unos estudios más recientes y exhaustivos realizados por Vicente del Palacio y Jose Ángel Etxaniz, de la asociación Gernikazarra, se ha establecido la cifra de 126 fallecidos en total. La divergencia de cifras se debe a que, dos días más tarde del bombardeo, las tropas franquistas entraron en la población, tomando el control y quemando los archivos de la iglesia de Santa María, imposibilitando el recuento total de los fallecidos.
Soldados y gudaris, velando ante el Árbol de Guernica. 1937
Las bombas respetaron la Casa de Juntas y el roble. Cuando entraron las tropas rebeldes los carlistas montaron un cordón de protección alrededor de la Casa de Juntas y del Árbol de Guernica, para impedir cualquier intento de destrucción, conscientes de la importancia que tenía para los vascos. No obstante el escándalo del bombardeo se hizo internacional. El gobierno de la Segunda República contactó con el pintor Pablo Picasso, residente en París y hasta entonces bastante ajeno a la política española. Se iba a celebrar en París la Exposición Universal y solicitaron del pintor algún cuadro alegórico como propaganda para la causa republicana. Entre Mayo y Junio de 1.937 -ya bombardeada Guernica- el artista, conmocionado por la noticia, pintó su famoso cuadro que se ha vuelto icónico, todo un símbolo: el Guernica, en un ático alquilado ex profeso dadas las grandes dimensiones de la tela, en el 7 de la Rue des Grands Augustins, aunque en ninguna parte se mencione la población. Cabe mencionar que Picasso al parecer no quiso cobrar nada por la obra y que le fue reintegrado sólo lo que le costaron la tela y las pinturas. ¡Larga vida al árbol de Guernica!.

Reproducción del cuadro de Picasso, en la propia localidad de Guernica
5.- El pipal de Bodhgaya
Bodhgaya es una población situada en el estado de Bihar, al norte de La India, de unos 40.000 habitantes. Cuando tuve la oportunidad de visitarla me recordó a Compostela. Multitud de templos de todo el orbe budista se elevan allí, como homenaje a las diferentes comunidades budistas de toda Asia: no sólo hindúes, sino también de Birmania, de Sikkim, Buthan, China (en forma de pagoda), Japón (con su arquitectura tradicional nipona), Tailandia, Ceilán, o tibetanos, de los que hay dos. Y rodeando los templos, multitud de devotos budistas, cada cual con su impedimenta característica (de blanco los tailandeses, de rojo los tibetanos, de amarillo los japoneses…), peregrinos todos ellos a la llamada de su fe. Sentados en grupos grandes, rezando y leyendo en sus libros apaisados las oraciones en sánscrito. Casi todos rodeando el árbol.

Lo de Compostela no es casualidad. De sobra conocemos en España la importancia que el Camino de Santiago y lo que significó a lo largo de los siglos despertó en toda Europa, la atracción a millones de peregrinos. Entre nosotros quizá lo tenemos ya «tan visto» que no le concedemos la importancia debida, aunque la siga teniendo. Tuve también ocasión de «caminar» hacia Compostela en un par de ocasiones de grato recuerdo, una de ellas con un amigo alemán para los que ir a Compostela es todo un prestigio, encontrándonos en el recorrido gentes de todos los pelajes: desde gente «normal» de diversos países hasta grupos de religiosos italianos o franceses, de familias al completo a solitarios peregrinos, desde chavales con ganas de ejercicio hasta monjes «zen»… Yo no lo ví, pero me contaron de un japonés vestido de samurai que hacía el camino (mejor: el Camino) con su escudero, callados, serios y formales ambos.
Estando en Bodhgaya y callejeando por la ciudad se nos acercaron un par de chavales de allá con ganas de «pegar la hebra», por practicar inglés, dijeron (cierto es que no nos pidieron ni una rupia, como sospechamos inicialmente). Al preguntarme mi nombre y decirles: Santiago, uno de ellos del que no recuerdo el nombre abrió unos ojos como platos: ¿¡Santiago…Santiago de Compostela!?… Al parecer había leído la novela titulada El peregrino, del escritor Claudio Coelho, y para él Compostela era una localidad mítica, no pensaba que fuese real. A mi regreso tuve el placer de enviarle a la dirección que me proporcionó varios libros llenos de imágenes de España, entre ellas las de la catedral de Santiago de Compostela, para que le pusiese «cara» a lo que él pensaba hasta entonces que era sólo un mito.
Al pie del árbol Bodhi
Como Compostela alrededor de la catedral, Bodhgaya ha crecido alrededor de un árbol, lo que se conoce como un pipal, para los botánicos Ficus religiosa bajo el que, y según la tradición budista, el príncipe Siddharta alcanzó la iluminación. Los pipales son grandes árboles que podemos ver en toda La India. Al igual que las «olmas» en casi cada plaza de los pueblos de Castilla prestan su sombra a los lugareños (aunque muchas se hayan secado víctimas de una enfermedad, la grafiosis), los pipales crecen en la plaza central de miles de aldeas de toda La India, sirviendo de punto de reunión a los vecinos para dirimir sus problemas. El género Ficus al que pertenece el pipal engloba unas 900 especies en climas templados y tropicales. El más conocido por nosotros la higuera (Ficus carica), pero también otros como el árbol del caucho (Ficus elastica) y otros usados como plantas decorativas, tales como el Ficus benjamina, el Ficus retusa y otras más.
El budismo es una religión característica. Para empezar, se define como religión sin dios. Más que religión, es una filosofía de la vida. No conocen la noción de «guerra santa», que tantos millones de muertos han cobrado a lo largo de la historia las religiones monoteístas, celosas de su monopolio. Tampoco concibe la conversión forzada, ni tan siquiera la herejía como algo pernicioso. Sería tema prolijo detallar sus principios y variantes, que excederían ampliamente al tema de esta entrada, pero en esencia propugna la compasión, el huir de las pasiones excesivas y el buscar la paz interior. Con semejante filosofía, no es raro que el budismo se extendiese por toda Asia, donde se calculan entre 330 y 350 millones de seguidores, repartidos en las 14 ramas o escuelas budistas, y que a su ideario pacifista se adhiriesen en nuestro mundo occidental unos 20 millones de adeptos, ávidos de misticismo en Europa y unos 4 millones en los Estados Unidos. A muchos de estos budistas occidentales los podemos ver, también, rezando alrededor del sagrado pipal de Bodhgaya.

Si queremos profundizar en el budismo podemos sentirnos bastante confusos. A su alrededor se ha tejido una complicada red de mitos y leyendas fundacionales, tradiciones y definiciones de conceptos bastante metafísicos, adobados además con lo que, para nosotros, occidentales, supone la gran cantidad de términos en sánscrito: dharma, shanga, samatha, vipassana, samadhi, jhanas, prajna, avidya, duhkha, samsara…y muchas más. ¡Ojo!, no son meras palabras: cada una de ellas define conceptos muy concretos. Hasta tal punto han invadido en parte a Occidente que algunas de ellas como karma o nirvana han sido ya asimiladas (la última, incluso dando nombre a un famoso grupo de rock).
Será más simple entender el origen del budismo si consideramos que en el siglo V a.C. nació un tal Siddharta Gautama en Lumbini, en la frontera de lo que ahora son Nepal y La India. Siddharta era el príncipe del reino de Sakia (que me perdonen los budistas si se me escapa algún error), perteneciente a la segunda casta hindú, la de los chatrias: la de los guerreros y nobles (por encima estaban los brahmanes). Cuenta la tradición budista que a los 29 años el mimado y protegido Siddharta descubrió por azar la enfermedad, la decrepitud y la muerte, lo que provocó que se marchase del palacio y de la vida noble a la que estaba destinado (lo que se conoce como La Gran Renuncia) y hasta los 80 años se consagró a la pobreza, a la abstinencia, a la predicación y a difundir su mensaje por el norte de La India.
Quizá no hubiera pasado del anonimato de ser un predicador más, si no fuera porque doscientos años más tarde el gran rey Asoka descubriese el budismo y se convirtiera en su principal difusor. Asoka construyó el imperio Maurya, conquistando casi toda La India y los actuales Pakistán y parte de Afganistán. Dice la tradición, y me ciño a ella, que tras masacrar el estado de Kalinga, conmovido por la destrucción, se convirtió al budismo. Hay historiadores que sostienen que Asoka descubrió en esta nueva creencia una religión que diese cohesión a su imperio. Puede ser, no sería el primer caso. Sea como sea Asoka fue el verdadero expansor del budismo en La India y que gracias a él fuese extendiéndose, poco a poco, por Tíbet, Mongolia, China, el Lejano Oriente y llegando hasta Japón. Pero volvamos a Siddharta y al árbol pipal.
Continuando con lo que la tradición nos cuenta, y tras un periodo de vagar de aquí para allá y de un periodo de extrema ascesis en el que estuvo a punto de dejarse morir de hambre, Siddharta decidió que necesitaba, más que aclarar sus ideas, alcanzar la iluminación. Llegando a un lugar (que más tarde se llamaría Bodhgaya) se sentó al pie de un alto pipal durante tres días con sus noches, dispuesto a no moverse hasta no alcanzar el conocimiento. Durante la primera noche (sigo con lo que nos cuenta la tradición) logró el conocimiento de sus existencias anteriores. Durante la segunda noche, alcanzó el conocimiento de ver seres morir y renacer de acuerdo a la naturaleza de sus acciones. Durante la tercera noche purificó su mente, consiguiendo el conocimiento de las Cuatro Verdades. Aún tuvo una última prueba: se presentó Mara, personificación del demonio o de la tendencia a la maldad, con una serie de tentaciones. Pero, al igual que las cristianas tentaciones de San Antonio, Siddharta resistió, logrando ser libre del aferramiento a las pasiones alcanzando, por fin, la Iluminación, y estando ya preparado para predicar la verdad. En aquel momento dejó de ser Siddharta para ser el Buda = el Iluminado.
Bodghaya, ya lo he comentando, es el principal centro de peregrinación de los budistas del mundo. Aunque la ciudad ha ido creciendo con sus tiendas y sus barriadas, el verdadero centro es un conjunto abarrotado de templos de diferentes estilos, según la procedencia de sus fieles. Y en medio de todos ellos, el pipal. Bendecido por ser aquel bajo cuyas frondosas ramas Siddharta alcanzó la Iluminación y, al igual que éste pasó a ser denominado el Buda, el pipal pasó a ser llamado el Bohdi. Y como no podía ser menos en una religión como la budista, donde a todo se le pone nombre, éste tiene el suyo propio: Siri Maha Bohdi, que me atrevo a traducir como algo así: el Gran Bohdi Sagrado. Los budistas lo consideran descendiente del árbol bohdi original.
El pipal sagrado de Ceilán
Pero este Siri Maha Bohdi tiene un competidor, y más viejo: el llamado Jaya Siri Maha Bodhi. Un pipal (no muy grande) presente en los jardines de Mahamewna, en la localidad de Anuradhapura, situada al norte de la isla de Ceilán, actual Sri Lanka. Se considera al bohdi cingalés el árbol plantado por humanos más antiguo del mundo, con fecha conocida: el año 288 a.C. Fue traído como plantón por la princesa Sangamitta Theri, hija de aquel emperador Asoka que expandió el budismo por La India. Aunque Ceilán no estaba bajo su dominio directo si gozaba de protección como reino vasallo y, muy pronto, abrazó la fe budista de la que es uno de sus bastiones.
El árbol, como es de suponer, goza de enorme respeto y adoración por parte de todos los cingaleses que acuden a él en peregrinación. De hecho, y a lo largo de su historia, se fue rodeando de rejas doradas y de empalizadas, algunas con la intención de protegerle contra los elefantes salvajes. Los cingaleses afirman que es la «rama derecha» (la rama sur) del árbol bodhi «original», el de Bodhgaya. Actualmente y desde el año 2.014 el gobierno de Sri Lanka ha prohibido cualquier construcción a menos de 500 metros a su alrededor, para evitar cualquier molestia al venerable Jaya Siri Maha Bodhi.
«Nuestro» bodhi, el de Bodhgaya, es un enorme y frondoso árbol, de gruesas ramas, protegido por empalizadas y adornado con las multicolores banderas de oración con que los budistas adornan sus stupas, y bajo el que se agolpan los fieles rezando en voz alta día y noche, muy serios como corresponde, sus apaisados libros de oración. Tras la invasión musulmana de La India, los templos fueron destruídos aunque el árbol afortunadamente resistió. El mayor templo hoy día es el de Mahabodhi, construído en su momento al parecer por el emperador Asoka, y reconstruído en el siglo XIX por Sir Alexander Cunningham, arqueólogo de la Sociedad Arqueológica Británica. El segundo en ser construído (o reconstruído) lo fue por monjes budistas procedentes de Ceilán…se ve que hay cierto «pique», como pasa con ambos Siri Maha Bohdi.
Dice la tradición que el rey Asoka peregrinaba todos los años durante el mes de kattika al árbol Bodhi para rendirle homenaje, pagando festivales en su honor que duraban varios días. Continúa diciendo la tradición, según narra el capítulo 17 del Maja-Vamsa (en pali: «el gran linaje»), que la mujer del emperador, Tissarakkha, celosa de las atenciones que su marido prestaba al árbol, lo hizo matar clavándole espinas de mandu en el año 250 a.C. En su lugar se plantó un vástago que es el que vive en la actualidad. Si hacemos caso a las fechas, el de Ceilán sería 38 años más viejo.
6.- Hiperión, el gigante escondido
Hiperión: del griego, «el que camina en las alturas» o «el que mira desde arriba»…
El que bautizó a este árbol como Hiperión iba bien enfocado. Según la mitología griega (que no tiene nada que envidiar por su complejidad a la hindú), Hiperión fue uno de los doce Titanes, hijos de Urano (el cielo) y de Gea (la tierra). Liderados por Cronos, derrocaron a su padre Urano, hasta que, a su vez, fueron derrotados por los Olímpicos (Zeus y su dinastía). En la Ilíada de Homero, al dios Sol se le llama Helios Hiperión («el sol en lo más alto»). En «Los trabajos y los días», Hesíodo nos cuenta que Hiperión se casó con su hermana Tea, la diosa de la vista, con la que tuvo tres hijos: Helios (el sol), Selene (la luna) y Eos (la aurora). Los modernos astrónomos, sin tanta parafernalia pero buscando inspiración en la mitología, pusieron el nombre de Hiperión a una de las lunas heladas del planeta Saturno (el de los anillos) y así ha quedado para la posteridad.
Pero en el tema botánico que es el que nos interesa, Hiperión es un árbol. En concreto, una sequoya de la especie Sequoia sempervirens (por cierto: el nombre «sequoya» se les puso como homenaje al jefe de la tribu cheroqui Sequoyah). Las sequoyas pertenecen a la familia de las Cupressaceae, parientes cercanas por tanto al tamrut del Tassili antes mencionado. Estos gigantes de la botánica viven en la húmeda franja costera que se extiende a lo largo de la mitad norte de California protegidos en la actualidad por parques, como el Parque Nacional Redwood, donde vive Hiperión. Antes se les explotaba talándoles para la industria maderera. Afortunadamente en 1.978 el entonces presidente de los Estados Unidos Jimmy Carter amplió los límites del parque custodiándolos ante la amenaza de las motosierras. Bien lo merecen.
Sección de un tronco aserrado de sequoya. Toda una tentación para los madereros. Obsérvese el pedazo de sierra, y lo liso que ha quedado el corte.
En una naturaleza tan agreste, de bosques extensos, y escondido entre otros altos árboles, Hiperión vivió una existencia discreta. Al punto que no fue hasta el 8 de Septiembre del 2.006 cuando dos naturalistas, Chris Atkins y Michael Taylor lo encontraron mientras explotaban un apartado territorio del parque. En concreto Hiperión fue localizado en un terreno en cuesta y no en las habituales tierras bajas. Seguramente esta ubicación contribuyó a mantenerle escondido y a salvo de las motosierras, aunque hoy día se encuentra protegido en la ampliación del parque que Jimmy Carter, sabiamente y con gran sentido ecológico, consiguió.
Foto real de Hiperión, tomada con un teléfono móvil, por alguna de las únicas diez o doce personas que conocen su ubicación
Atkins y Taylor, naturalistas con experiencia en el mundo de las sequoyas, valoraron sus grandes dimensiones. Lo que no imaginaban fue su gran altura: al medirlo comprobaron que Hiperión medía (en el 2.008) 115,5 metros hasta su ápice, superando por casi tres metros al que se consideraba hasta entonces el árbol más alto conocido, otra sequoya conocida como «el Gigante de la Estratosfera» (lo de los nombres rebuscados no es raro: otras grandes sequoyas ostentan nombres mitológicos, tales como «Helios», «Ícaro» u «Orión»…). Cuando digo que Hiperión medía 115,5 metros en 2.008 (hace ya 10 años) es porque, con toda seguridad, el árbol habrá superado esa altura. La velocidad de crecimiento de las sequoyas es alta, pudiendo superar el metro ochenta por año en los ejemplares jóvenes e Hiperión al parecer no es un árbol viejo. Las sequoyas superan con frecuencia los mil años de edad; la más vieja datada alcanzó los 3.800 años.
Pese a tal longevidad, hay árboles más viejos que las sequoyas. Hay otra especie de conífera en California, el Pinus longaeva (su nombre ya nos da pistas), que alcanza edades mucho mayores. El Pinus longaeva crece en la región de las White Mountains, a más de 3.000 metros de altitud. Zona muy árida, reseca y pedregosa, de clima muy seco, sin arroyos que corran por allí. Son árboles de tronco grueso y retorcido, sin apenas hojas, que crecen al límite de la vegetación, sobreviviendo a climas y recursos muy limitados. En 1.964 un estudiante de geología llamado Donald R. Currey hizo perforaciones en alguno de ellos para calcular la edad, midiendo los anillos, identificando especímenes de más de 4.000 años.
Ejemplares de Pinus longaeva en su durísimo hábitat
Por problemas técnicos solicitó (y obtuvo) permisos del Servicio Forestal de los Estados Unidos para cortar el tronco a una altura de 2,4 metros sobre el suelo, descubriendo que «Prometeo» (como le llamó) tenía más de 4.844 años de edad. Más tarde el botánico Don Graybill obtuvo muestras más cercanas al suelo demostrando que su edad real era de 4.862 años. Lamentablemente, estas «operaciones científicas» consiguieron lo que 4.862 años no habían conseguido: acabar con la vida de Prometeo. Supongo que hoy día estos permisos hubiesen sido imposibles de conceder, y que Donald R. Currey hubiese hecho mejor en hacerle fotos, en vez de lesionarle. Afortunadamente hay otro ejemplar de la misma especie, vivo y a salvo de científicos «bienintencionados», al que se ha calculado una venerable edad de 4.789 años. Su nombre esta vez está muy bien puesto: «Matusalén».
Y ya puestos con el tema de la longevidad de las plantas, he de intercalar a posteriori el comentario que un amigo botánico (Carlos García-Verdugo de Lucas compañero de viaje por el Tassili N’Adyer) tras leer la entrada me hizo. La planta más «vieja» del planeta no es ni siquiera el Pinus longaeva, sino una humilde plantita del desierto de Mojave, también en California (está llena de plantas viejísimas, ¿por qué será?). El desierto de Mojave y, dentro de él, el conocido como el «Valle de la Muerte», es el lugar del planeta donde se han registrado las temperaturas más altas, con un record de 57ºC.
La planta en cuestión se conoce como la «gobernadora» o arbusto de la creosota, conocida científicamente como Larrea tridentata. Al habitar en un medio tan hostil y tan reseco, de escasísimas lluvias como es el desierto de Mojave, su estrategia biológica consiste en que las ramas más viejas se «sacrifican» (no hay agua para todas) y se van secando mientras, muy lentamente, crecen nuevas coronas de ramas y flores, dándole un aspecto de anillos de arbustos, aunque sean todos la misma planta. Y aquí viene la noticia: la más extensa de estas masas de arbustos, la conocida como «King Clone», ha sido datada mediante el método del Carbono-14, con la increíble edad (para una humilde plantita) de…¡11.700 años!…
El «King Clone», o círculo de matas de la Larrea tridentata. Parecería mentira que alcanzasen tan elevada edad, pero se ha hecho datando los tocones secos semienterrados en su interior. La planta más vieja del mundo.
En el mismo hábitat que la Sequoia sempervirens vive otro gigante emparentado con él: la Sequoyadendron giganteum. Si no tan altos como la Sequoya, el más famoso de este otro género es un soberbio ejemplar conocido como «General Sherman», con «solo» 83,8 metros de altura. Lo destacable es que se trata del árbol con más volumen neto, o lo que es lo mismo: con más madera en su maciza anatomía. Aunque se discute si la primacía en cuanto a volumen es del «General Sherman» o de otra conífera, también de la familia de las Cupressacea, pero esta vez más al sur: el Árbol de Tule, en México, del que hablaré con más extensión en el último punto. El «General Sherman» es un árbol famoso por la cantidad de veces que sus imágenes salen (en Internet, en revistas de viajes) en todos los reportajes sobre sequoyas. Si no tan alto como sus primos del género Sequoya, es mucho más grueso. Si el ejemplar más ancho del género Sequoya tiene un diámetro en la base de 7,9 metros, el «General Sherman» tiene un diámetro de 11 metros, lo que le confiere un aspecto aún más robusto.

Los Sequoyadendron viven también dentro del Sequoia National Park, pero en otro sector conocido como Giant Forest. Hay uno de ellos también bastante fotografiado a través de cuyo tronco se excavó un pequeño túnel, suficiente para que lo atravesara un coche, aunque es cierto que el túnel se excavó hace casi un siglo. Por desgracia hace pocos años que cayó derribado, debido a un fuerte ventarrón, quizá debilitado por el «túnel» excavado en su interior. Supongo que, hoy día, el Servicio Forestal de los Estados Unidos no lo hubiese permitido. Por cierto: se estimó -con entusiasmo- hasta hace poco la edad del «General Sherman» en 3.500 años. Estudios recientes lo han datado en «sólo» 2.000 años.
Pero no hace falta viajar hasta California para disfrutar con la visión de semejantes «arbolazos»: en España podemos ver sus gruesos troncos cónicos en parques como los de la Casita del Príncipe de El Escorial, en este caso pertenecientes a la especie Sequoyadendron giganteum, aunque los primeros se plantaron allá por 1.850 en Granada, concretamente en el cortijo de La Losa, en la localidad de la Puebla de Don Fadrique, un regalo botánico del duque de Wellington. Aunque los lugareños con su peculiar jerga «granaína», en vez de sequoyas les llaman «mariantonias», posiblemente porque otro nombre por el que se conoce a estos gigantes es el de «velintonias», por lo del duque de Wellington.
Algunas de las sequoyas que podemos ver en los jardines de La Casita del Príncipe, a cinco minutos andando de la estación de El Escorial.
En la fotografía aparecen una sequoya (a la izquierda) y un cedro (a la derecha). Los perfiles de cada uno son característicos e inconfundibles.
Por cierto: se ha decidido mantener en secreto la ubicación exacta de Hiperión. Hasta ahora no llegan a diez o doce personas los que conocen el lugar. Ya se sabe que ante semejante especímen y por muy alejado que esté de los circuitos habituales, no faltarían multitud de entusiastas dispuestos a fotografiarse a su lado, y ya no sé si hasta dispuestos a llevarse una ramita de recuerdo. Por muy gigantes que sean, el hecho de pisar cientos o miles de veces a su alrededor termina por compactar el suelo dificultando el drenaje de la lluvia, por no hablar de la basura generada a su alrededor. Personalmente creo que es una buena decisión. Es lo mínimo que se merece: respeto y tranquilidad.
7.- El tejo de Barondillo
Para este capítulo me vais a permitir transcribir una parte (aunque haré añadidos) de la entrada que ya saqué en este blog, titulada «Cascadas y Árboles Singulares en Guadarrama», y en la que hablo de varias excursiones que se pueden hacer cerca de El Escorial, donde vivo, detallando algunos de los saltos de agua y algunos de los considerados como Árboles Singulares (con mayúscula) por la Comunidad de Madrid. En este punto me voy a ceñir solamente al tejo en cuestión, un Taxus baccata al que se le han calculado 1.800 años de edad: un «niño» en comparación con los recientemente mencionados Pinus longaeva o de las sequoyas, pero que tampoco están nada mal. De hecho, se le considera el árbol y, por tanto, el ser vivo más viejo de toda España. En Asturias tiene un «competidor»: el tejo de Bermiego, al que algunos entusiastas calculan con mucho optimismo 2.000 años de edad, aunque al parecer es más joven que el de Barondillo, y algo más pequeño. Por otra parte, el tejo europeo más viejo se encuentra en Gales, plantado (¿o más bien fue la iglesia la que creció a su lado?) junto a la iglesia de San Cynog, en el condado de Powys, en Sennybridge, al que se ha calculado una edad de 5.000 años.

El tejo de Bermiego, en Asturias
Solemos encontrar a los tejos aislados, como mucho en pequeños bosquecillos, mezclados con otras especies. El grupo más grande de tejos descrito en España se conoce como la Tejeda del Sueve, muy cerca de Ribadesella, en Asturias. En una extensión de unas 80 Ha. podemos ver un grupo de 8.000 tejos, aunque lo normal es verlos aislados o en grupos pequeños. Suelen vivir en zonas frías y húmedas, a partir de los 600 metros de altitud, o buscando la humedad cerca de cauces de ríos. En concreto el de Barondillo crece a 1.650 metros de altitud, en una garganta superhúmeda.
El tejo es otro árbol próximo a la familia de las cupresáceas (como el tamrut argelino, las sequoyas californianas o el árbol de Tule mexicano) aunque no lo sea: propiamente, pertenece a la familia de las Taxaceae (las cosas como son, que luego me regañan los botánicos). Aprovechado desde tiempo inmemorial por su madera dura y resistente, a la par que flexible. Estas cualidades idóneas casi produjeron su extinción en las Islas Británicas durante la Edad Media, al ser aprovechado para la fabricación del «arco largo». Durante la llamada Guerra de los 100 Años entre Inglaterra y Francia -aquella en la que destacó Juana de Arco-, el «arco largo» (más de metro y medio, hasta superar los dos metros), también conocido como «arco galés», supuso una ventaja armamentística de las tropas inglesas frente a las francesas al conceder mucha más potencia de tiro, tanto en penetración de las flechas como en la distancia alcanzada, hasta más de 200 metros (la distancia normal de las flechas era de 70-80 metros):
…en la guerra contra los galeses, uno de los hombres de armas fue asestado por una flecha disparada por uno de los galeses. Ésta atravesó por su muslo, con eficacia, donde estaba protegido dentro y fuera de su pierna por su férreo calzón, y luego por la saya de su túnica de cuero, después ésta penetró aquella parte de la silla que llaman alva o asiento y finalmente se alojó en su caballo, alojada en su caballo tan profundamente que mató al animal… («Itinerarium Cambriae», Gerardo de Gales. 1.191).
Para producir estos arcos, se dejaba madurar la madera entre uno y dos años, y se seguía trabajando un par de años más. La aparición de las armas de fuego fue quitando importancia a semejantes «máquinas de matar». Pero el tejo tiene otra propiedad letal: es sumamente tóxico, tanto por sus frutos, por sus hojas o incluso por la corteza. Los griegos y romanos lo conocían como el «árbol de la muerte». Julio César en el libro VI de su De Bello Gallico («La Guerra de las Galias», y no «del bello gallito» como tradujo más de un alumno despistado), escrito en el año 51 a.C., menciona la muerte del jefe galo Catuvolius, que se suicidó envenenándose al beber una infusión de corteza de tejo.
No por casualidad, uno de los nombres populares del árbol es el de «mataburros». El tejo contiene varios potentes alcaloides cardiotóxicos, como el taxol, la taxina y la baccatina. Pero dando la razón a la farmacopea griega que denominaba como pharmakon tanto a la medicina como a los venenos, la moderna industria farmacéutica ha conseguido por parasíntesis de la baccatina un compuesto, el paclitaxol, usado en la actualidad como anticanceroso…. No todo va a ser malo…
Pero, si me permitís, voy a copiar la parte de la entrada que os dije («Cascadas y Árboles Singulares en Guadarrama»), donde describo cómo llegar hasta el viejo tejo de Barondillo:
«Este otro camino es más suave, más corto y menos trabajoso que el que nos lleva hasta las cascadas del Purgatorio. Aparcando en La Isla (bajando desde el puerto de Cotos hacia Rascafría unas desviaciones ya nos la señalizan, a la derecha), un camino sube pegado al arroyo de La Angostura, en dirección hacia Cotos. El recorrido es muy agradable, entre pinos y quejigos, y el arroyo baja abundante formando multitud de pozas y de pequeños saltos. A unos 300 metros río arriba nos encontramos un vistoso salto de agua que, aunque no sea una cascada natural como tal, no deja de tener su espectacularidad. Se trata de la cascada del embalse del Pradillo, embalse que se destinó en su momento a suministrar energía eléctrica al pueblo de Rascafría.
El camino discurre dejando el arroyo a la izquierda durante unos dos kilómetros, aproximadamente, hasta llegar al Puente de La Angostura. Aunque en muchas entradas hablan de él como un puente romano, no lo es. Ya se sabe, es como los anticuarios: cuanta más edad le puedas atribuir, más valor, y al ser de piedra enseguida le cuelgan el cartel de «romano». Aunque viejo, realmente no lo es tanto. Fue levantado por orden de Felipe II (en otros sitios dicen que fue Felipe V el que lo mandó construir) con la intención de salvar el río y que las carrozas reales pudiesen efectuar el camino desde La Granja de San Ildefonso salvando el Puerto de Navacerrada hasta el Monasterio de El Paular. Precisamente su ubicación está en un lugar donde el cauce es más estrecho con dos grandes rocas a sus lados: la «angostura» o estrechez, lo que acabó dando nombre a todo el arroyo. Desde La Isla hasta el puente, un agradable paseo de 1.600 metros nada más.
Cruzamos el camino sobre el puente. Justo por delante y río arriba una hermosa pradera invita a descansar y a tomarse un refrigerio porque a su lado el arroyo forma una poza donde los valientes y calurosos podrán darse un chapuzón en verano. Por mi parte, ni soy tan valiente ni desde luego es el momento: las aguas tienen un reflejo «azul-glaciar», con pinta de estar de todo menos calientes… Ahora, y una vez cruzado el puente de La Angostura, justo enfrente, una pista ancha se desdobla, a la derecha y a la izquierda. ¡Ojo!, que «nuestro» camino es el de la izquierda y no el de la derecha. Si siguiésemos por el de la derecha y tras una ligera ascensión acabaríamos por dar de nuevo con el río Angostura. El camino es muy agradable pero no es éste. El nuestro, insisto, es el que frente al Puente de La Angostura parte hacia la izquierda. Desde aquí el camino nos llevará hasta el «tejo milenario», aunque ya mismo comienzan a verse pequeños tejos y ejemplares de acebo. Los tejos, coníferas de hoja plana (de donde viene su nombre popular), perenne y verde oscuro. Los acebos, algunos en grupos y muy grandes, ahora sin su característico fruto rojo invernal, alimento para muchas aves en los meses duros, y con unas hojas verdes, satinadas y de reborde espinoso, con un brillo metálico que nos llaman la atención desde lejos.
La pista asciende suavemente quebrando su recorrido para sortear las alturas. En un momento dado se abre otra pista a la izquierda, que es la que deberemos seguir. Tras lo que calculo un par de kilómetros más, la pista acaba abruptamente en una vaguada, cerrada por el monte. No vemos los tejos desde la pista pero es aquí mismo, los tenemos al lado. Bajando por la izquierda cruzamos el arroyo de Valhondillo sin dificultad y ahora si. Unos cuantos ejemplares de tejos grandes, viejos y nudosos crecen entre rocas o en la ladera, esparciendo sus raices sobre el suelo.
Por fin, el famoso tejo milenario. El conocido como Tejo de Barondillo, deformación de la palabra Valhondillo, enclave en el que le encontramos. A su pié el pequeño monolito donde indica su nombre científico: Taxus baccata, y su calificación como Árbol Singular. En este caso no es para menos: se le calcula una edad de 1.800 años…el árbol más viejo (y por tanto el ser vivo) de toda la península.

Un ejemplar que sorprende por sus hechuras. No es muy alto, porque los tejos no son árboles de gran porte (veinte metros como máximo), pero sí muy ancho, de un perímetro aproximado de 10 metros y un diámetro (también aproximado) de más de tres metros. Con un tronco grueso y nudoso, ahuecado por los años en su interior. Las raíces se extienden a los lados del árbol, dándole un aspecto de aún más ancianidad o como de árbol de cuento de brujas. Los forestales han colocado una valla metálica a su alrededor y una placa informativa para evitar que los visitantes se arrimen al tronco a hacerse la inevitable foto. El problema es que de tanto pisar el suelo, éste llega a compactarse complicando su permeabilidad, y lo mínimo que merece este árbol es respeto.

Otro de los varios tejos centenarios que acompañan al «abuelo» de Barondillo.
Tras admirar a semejante anciano y hacernos las inevitables fotos (¡sin cruzar la valla, por favor!), reemprendemos el camino de vuelta, no sin antes admirar los otros tejos muy grandes y majestuosos, varias veces centenarios, aunque aquí la «estrella» sea el milenario. Desde La Isla un recorrido de unos 10 kilómetros, cómodo y de los que merecen la pena».
8.- El árbol del incienso
Adelanté en el punto correspondiente al ciprés del Tassili que, en Europa, nos gusta imaginar el desierto como una romántica sucesión de dunas de arena, aunque en el interior del desierto también haya montañas, igual de áridas y resecas como la extensión de las dunas. La Península Arábiga (con una extensión equivalente a seis veces la de la Península Ibérica), aunque fuera del territorio africano, es otro ejemplo de desierto puro y duro. Pero en su extremo meridional y junto al mar, unas cadenas de altas montañas condensan en sus frías cumbres la humedad proveniente del océano, favoreciendo las precipitaciones y formando unos microclimas bastante más verdes que a los europeos nos podrían parecer extraños. Un ejemplo es el de Omán, en el extremo sudoriental de la península, como ahora explicaré. Y aquí es donde encontramos los árboles del incienso.
Omán es un país que no conozco, pero al que no me importaría visitar. Aunque está regido por una monarquía absoluta, es uno de los más desarrollados y estables del mundo árabe, donde el integrismo de momento no tiene cabida, y donde no se permiten construir altos edificios, al estilo de los vecinos emiratos. En su interior y su parte central se extiende un desierto muy árido, el conocido como Rub al-Jali, donde se ha reintroducido con éxito, y donde se encuentra severamente protegido por el gobierno omaní, un antílope espectacular: el orix blanco, el Oryx leucoryx. Pero nos interesan los dos extremos: en su costa este se encuentra el mar de Omán, salida natural del Golfo Pérsico (por donde circula el 33% del petróleo mundial, producto de los pozos de los emiratos) a través del estrecho de Ormuz, que lo separa de Persia a una distancia de entre 35 y 90 kilómetros. En esta costa se levantan las escarpadas montañas del Jebel Akhdar y de Al Hajar. Gracias a la humedad proporcionada por la vecindad del mar, el Jebel Akhdar esconde verdes desfiladeros, oasis y una vegetación que nos sorprendería.
En la sabana arbolada de sus cumbres, a más de 1.600 metros de altitud, encontramos poblaciones de una especie de cabra montés parecida al arrui de las montañas del Atlas y del Hoggar argelino: el tar (o thar) de Arabia, el Hemitragus jayakari. Y persiguiendo a los thar, las últimas poblaciones del lobo de Arabia, el Canis lupus arabs, más pequeño que el lobo europeo. En este marco salvaje y tan diferente a las montañas de Europa, podemos ver también volando la imagen inusual de las águilas reales.
En su costa sur, fronteriza con Yemen, la influencia del mar es aún mayor. De hecho, es la única parte de la Península Arábiga bendecida por el monzón: el khareef como le conocen allí, entre los meses de Julio y Septiembre, lo que confiere a la región de Salalah la categoría de bosque lluvioso. Aunque hay un periodo seco las lluvias en las montañas, el Jabal Samhan, las llenan de verdor. Es en este entorno dificultoso y abrupto, de montañas y desfiladeros, donde viven las últimas poblaciones de leopardos de Arabia, bastante alejados de las selvas de África. Y es aquí, en la región de Salalah, donde crecen los árboles del incienso y a donde los nativos llegan por intrincados caminos con sus camellos dispuestos a realizar la recogida del incienso.

El incienso no es el único «tesoro» de Omán. Hoy día la riqueza del país se debe a sus reservas de gas y petróleo pero, hasta el descubrimiento de los combustibles fósiles, la mirra fue otro de sus productos más buscados, uno de los tres componentes de aquel «oro, incienso y mirra» que los Magos de Oriente regalaron a Jesús en el Portal de Belén. Al igual que el incienso, la mirra es el producto obtenido por el procedimiento de practicar incisiones en la corteza de otro árbol, la Commiphora myrrha y, como el incienso, el olor de su combustión forma parte de las ofrendas a los dioses. Aunque su zona de crecimiento abarca un territorio algo más amplio: el noreste de África y Arabia, es en Omán donde se encuentra en más cantidad.

Desde los comienzos de la historia, se han empleado sustancias que, al quemarse, producen un olor agradable, destinadas sobre todo a ritos religiosos. Productos como la mirra, el sándalo, el copal (en Mesoamérica), el benjuí (en Extremo Oriente)… o el incienso. Palabra procedente del latín incendere: encender, aunque como otros «inciensos» se han utilizado gomoresinas, productos obtenidos de la madera o de la resina del cedro o de la sabina. Precisamente el nombre botánico de la sabina: Juniperus thurifera, significa «portadora de incienso». Pero el incienso propiamente dicho se obtiene de árboles del género Boswellia y, en concreto, de dos de sus especies: la Boswellia carterii y la Boswellia sacra, árboles que crecen principalmente en la franja costera de Omán. Mediante incisiones en la corteza la resina fluye, secándose al contacto con el aire, formándose pequeños granos de unos 2 cm. de diámetro. Cuando estos granos se ponen en contacto con el fuego se derriten, exhalando un delicioso aroma.

El incienso ha sido objeto desde la más remota antigüedad de un activo comercio. En Omán el momento de mayor esplendor fue durante el siglo XIII, cuando barcos persas, de La India, de China e incluso desde el lejano Japón atracaban en los puertos de Mascate y de Salalah en busca del preciado tesoro. Ya en Egipto, en el templo de Deir el-Bahari, podemos ver inscripciones y pinturas de hace más de 2.000 años, donde se aprecian con claridad las nubecillas del incienso. Los fenicios solían llevar en sus barcos como artículo de intercambio leña del árbol del incienso. Se cuenta que Alejandro Magno, al conquistar Gaza, obtuvo como parte del botín 500 talentos (1 talento = 26 kg, medida en el mundo helénico) de incienso y 100 de mirra. En La India hace siglos que el incienso forma parte de la tradicional medicina ayurvédica. En China y Japón forma parte integral de la adoración de deidades dentro de su religión sintoísta. Pero también en el budismo así como en el cristianismo, dentro de la Iglesia Católica (el ejemplo del botafumeiro, en la catedral de Compostela en festividades señaladas) o en la Iglesia Ortodoxa…
Más testimonios históricos: Estrabón (siglo I a.C.), Discórides y Plinio el Viejo (siglos I y II d.C.) narran como se hacían las transacciones comerciales con Arabia y la zona del Mar Rojo. Y Heródoto, el padre de la Historia, cuenta que el rey persa Darío I exigió tras derrotar a los árabes, el tributo de 1.000 talentos de incienso… La Biblia también menciona al incienso con frecuencia. Así, en el Éxodo (30:1) dice que Yahvé ordenó a Moisés hacer un altar separado de madera de acacia para quemar incienso. De nuevo en el Éxodo (30:7) nos cuenta:
…y Aarón quemará incienso sobre él (el altar) cada mañana cuando prepare las lámparas…
O en el Salmo 141:2:
…suba mi oración delante de tí como el incienso…
Hay más: otras menciones aparecen en el Deuteronomio (33:10) y en el Levítico (16, 12-13)… Pero es en el Nuevo Testamento donde la mención del incienso se nos ha quedado más metida en la cabeza, en el episodio de la visita de los Reyes Magos al Jesús recién nacido. Aunque, por cierto, la única mención en los cuatro evangelios a la visita de los Magos aparece en el de San Mateo, y en la que hace el evangelista sobre los Reyes Magos no dice ni cuántos eran ni cómo se llamaban, ni tampoco hablan de un rey negro…todos esos detalles, así como lo del asno y el buey fueron surgiendo poco a poco (algunos prestados de los Evangelios Apócrifos y, por tanto, no reconocidos oficialmente por la Iglesia) hasta formar parte ya de forma indisoluble del imaginario popular:
…unos magos procedentes de Oriente…
Y, en cuanto al incienso:
…y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose lo adoraron y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra… (Evangelio de San Mateo, 2, 1-12).
Para no extenderme más, otra cita (un tanto apocalíptica, valga la redundancia) del Nuevo Testamento pero esta vez del evangelista San Juan en su Apocalipsis, al mencionar la apertura del Séptimo Sello:
…otro ángel vino entonces y se paró ante el altar, con un incensario de oro; y se le dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que estaba delante del trono. Y de la mano del ángel subió a la presencia de Dios el humo del incensario, y lo llenó del fuego del altar, y lo arrojó a la tierra, y hubo truenos y voces, relámpagos, y un terremoto… (Apocalipsis de San Juan, 8:1-5).
Se ha explicado el efecto, más que euforizante, como antidepresivo y ansiolítico que el humo del incienso produce en las personas. Lo cual explicaría en gran parte su tradicional y extendido uso en ceremonias religiosas. Abusando de la astrología y, ya como mencionaban los antiguos, los planetas que rigen el árbol del incienso son el Sol y su hijo predilecto, Júpiter, por lo que le correspondería el signo de Leo…ahí queda éso… De hecho, en los modernos «místicos» el uso de las varitas de incienso está muy extendido al producir una actitud mental más positiva. Incluso, «rizando el rizo», aconsejan qué mezclas con otras plantas utilizar o en qué momento del día es mejor encenderlos. Nadie duda del efecto relajante que el olor del incienso produce en una casa. Pero no es una invención «mística»: se han hecho estudios en ratones en los que se ha demostrado la activación que su olor produce en los canales iónicos en el cerebro.

No todo son ventajas en el incienso: un estudio publicado en el año 2.008 en la revista Cáncer encontró que el uso del incienso se asocia con un riesgo significativamente mayor de cáncer del tracto respiratorio superior, y tasas más altas del carcinoma de células escamosas. Otro estudio realizado por la Universidad Tecnológica de Sur de China, en Cantón, demostró una asociación entre la exposición a la quema de incienso con síntomas respiratorios tales como tos crónica, bronquitis crónica, goteo nasal, sibilancias, asma, rinitis alérgica e incluso neumonías. Otros estudios recientes detectaron tasas anormalmente elevadas de riesgo de cáncer en templos budistas de Taiwán, asociándolo a los elevados niveles de benzopireno (un hidrocarburo aromático policíclico) en el humo del incienso.
Bien es verdad que la concentración de humo en los templos budistas es altísima, debido a que son lugares mal ventilados, con mucha gente en su interior y en los que se queman grandes cantidades, al punto de que el humo impide la visibilidad: las varitas se encienden en grandes manojos que podemos abarcar en una mano, y no palitos aislados como es la costumbre en Occidente. Por esta vez, podemos estar tranquilos. Tal y como las usamos en nuestras casas nos da igual que sea Leo o Capricornio el signo que las rija: las varitas de incienso seguirán relajándonos y perfumando nuestro hogar.
9.- El Árbol del Tule
A muchos de nosotros (sobre todo los de «cierta edad») éso de Tule nos puede sonar a Thule, la «última Thule», tierra mítica y legendaria en el norte más alejado del mundo conocido, que los especialistas han intentado ubicar en la costa de Noruega, en la de Groenlandia o en Islandia. Y, ya puestos a que nos «suene», a muchos nos sonará Sigrid de Thule, la eterna novia del Capitán Trueno, personaje de tebeo (aún no se llamaban «comic») que se hizo tremendamente popular en España (llegó a una tirada de 350.000 ejemplares semanales), creado en el año 56 por Victor Mora -guionista- y Ambrós -dibujante- y que a muchos de nosotros, cuando aún no había apenas tele y las que había eran en blanco y negro, nos mantuvo entretenidos en la niñez y la adolescencia con sus aventuras. Pero el Tule del que voy a hablar no es el mítico Thule, poblado de princesas hiperbóreas de largas trenzas rubias y vikingos feroces, armados con cascos de cuernos bajo los que asomaban trenzas pelirrojas. El Tule del que quiero hablaros está mucho más al sur: en Méjico.
El Árbol del Tule es todo un ejemplar. La palabra «Tule», por cierto, significa en el idioma indígena «árbol de iluminación»…algo similar al árbol bodhi, el de Bodhgaya, bajo cuyas ramas alcanzó la suya el príncipe Siddharta. Obviamente el árbol por sus grandes dimensiones ya tuvo para los indígenas prehispánicos la consideración de árbol sagrado. La construcción de una iglesia a su lado para «apropiarse» de la sacralidad del lugar nunca es casual (ermitas cristianas donde hubo templos precristianos hay a montones). La leyenda zapoteca cuenta que Pechocha, un sacerdote de Ehécatl, el dios del viento, lo plantó. Otra leyenda cuenta que, reunidos los líderes de la nación zapoteca, decidieron separarse en cuatro grandes grupos dirigiéndose a los cuatro puntos cardinales, y que cada grupo plantó un ahuehuete. El gran Tule sería uno de ellos y, en todo caso, árbol venerado. Todos los años, el segundo lunes de Octubre, acuden multitud de peregrinos que se agolpan bajo su sombra a la convocatoria del día del Árbol de Tule, comiendo, bebiendo, cantando, y lanzando fuegos artificiales…espero que apuntando lejos de sus venerables ramas.

Científicamente, se trata de un ejemplar de Taxodium mucronatum, ciprés calvo, o ahuehuete en la lengua indígena. Situado en Santa María del Tule, pequeña población a 12 km. de Oaxaca de Juarez, capital del estado de Oaxaca. A su lado, y obviamente erigida con posterioridad a su nacimiento, se levanta la pintoresca y colorida iglesia de Santa María de la Asunción, más conocida por Santa María del Tule que, al lado del ahuehuete, parece una pequeña figura de nacimiento. El árbol es impresionante. Puestos a batir records dignos del Guiness (no sé si figura, pero bien podría figurar), es el árbol con el diámetro del tronco más grande del mundo: 14,36 metros de lado a lado. Una altura de 52 metros, y una circunferencia del tronco de 58 metros… Como les gusta presumir allí, se necesitan treinta personas cogidas de la mano para poder rodearlo.

Al hablar de las sequoyas ya mencioné la polémica entablada entre los estadounidenses y los mejicanos acerca de qué árbol tenía más biomasa, más volumen de madera: si el «Coronel Sherman» o el Árbol del Tule. Ciertamente el diámetro del tronco es mayor en éste, pero la altura de la sequoya es mucho mas alta. Todos «barren para casa» y apuntan al suyo como el más voluminoso. Manteniéndome imparcial, creo que en este caso la sequoya gana con ventaja, aunque supongo que la diferencia tampoco es muy grande.
Pero no hace falta viajar hasta Méjico para contemplar otro ejemplar de ahuehuete, si no tan grande, sí de buenas dimensiones. En el Parque del Retiro de Madrid, en la zona del Parterre (frente a la calle de Alfonso XII y del Casón del Buen Retiro) vive un ejemplar de Taxodium mucronatum que ha llegado hasta nosotros casi de casualidad. Y digo casi, porque fue de los escasos árboles que sobrevivieron en El Retiro a la invasión napoleónica. En 1.808 los soldados franceses establecieron su cuartel general en El Retiro cometiendo dos destrozos: uno, derribaron el taller de la fábrica de porcelanas del Buen Retiro, por la competencia que al parecer estaba haciendo a la fabricada en Sèvres. La fábrica se ubicaba en el emplazamiento donde ahora se levanta el monumento al Ángel Caído, del escultor Bellver, aunque los que acabasen de demolerla fueron las tropas inglesas del general Wellington… sí: el mismo que trajo a España las primeras sequoyas…. Y el segundo destrozo fue talar casi todos los árboles de los jardines, a fin de obtener madera con la que calentarse en sus fogatas.

Este ahuehuete fue plantado allá por 1.630, el árbol más viejo de Madrid, por tanto. El Parque de El Retiro fue creado en 1.629 por orden del Conde Duque de Olivares, valido de Felipe IV, que lo diseñó con parques, fuentes y estanques, imitando el estilo francés. El ahuehuete en cuestión, según dicen, ofreció soporte entre sus fuertes ramas para apoyar uno de los cañones con los que los franceses bombardearon Madrid, librándose de esta forma de ser talado como muchos otros. Hoy día forma parte del catálogo de Árboles Singulares de la Comunidad de Madrid, por su edad y por su porte: tiene una altura de 40 metros, una circunferencia en la copa de 25 metros y un diámetro en la base del tronco de 6 metros… Si no tan grande como su hermano el Árbol de Tule, sí es un ejemplar digno de verse. Por cierto: el nombre de «ciprés calvo» con que se le conoce proviene de ser una de las especies de coníferas (al igual que el alerce) que pierde sus hojas en invierno. Aunque, en este caso, es una adaptación al clima por el hecho de ser originario de tierras cálidas, mientras que los alerces estén adaptados al frío intenso, formando grandes bosques en Siberia.

Base del tronco del ciprés calvo del Retiro
El Árbol del Tule es otra conífera (como el tamrut, las sequoyas o los tejos) venerable, enorme, de una edad aproximada de 1.680 años, aunque los naturales con su lógico optimismo le atribuyan más de dos mil… Ya sean mil setecientos o dos mil, el hecho es que ya estaba ahí mil y pico años antes de la llegada de los españoles a Méjico, y un milenio antes de que los vikingos noruegos descubriesen Islandia (su Thule). No obstante y pese a sus grandes dimensiones, el Árbol del Tule es un ser vivo y, como tal, sensible a las enfermedades y los cambios ambientales.
A finales del siglo XIX sufrió debido a una sequía, por la escasez de agua. Ésto no ha vuelto a repetirse ya desde el primer cuarto del siglo XX, porque es regado regularmente y podado de forma adecuada. En 1.990 varios reportajes notificaron que la salud del Árbol del Tule estaba gravemente amenazada por el tráfico, la contaminación y la falta de protección. El arqueólogo John Paddock, experto en la zona de Oaxaca, afirmó entonces que si no se tomaban medidas urgentes el árbol no viviría más de 50 años. Ya en Noviembre de 2.011 una empresa española realizó un informe técnico sobre la salud del árbol. En él se indica que la salud es buena, pero también se hacen varias recomendaciones y acciones a tomar para proteger este árbol único en el mundo. Entre las recomendaciones se aconseja una limpieza a fondo, la eliminación de hongos y una poda sanitaria, así como abandonar las perforaciones profundas que afectan a sus necesidades de agua. Esperemos que todas estas medidas nos permitan proteger a este símbolo durante muchos años más.