
Los 6 de la Fama. De izquierda a derecha: Jordi (de preso), Rosa (de policía), Carlos (de médico), Pilar (de mujer fatal), yo (de hippy) y Mercedes (de ídem)
No sé como será para los que vivan allí todo el año. Si sé por amigos de Pamplona o de Valencia que en su semana (o semanas, a veces la cosa se alarga) de fiesta grande, sean los Sanfermines, sean las Fallas, son muchos los que durante esos días procuran irse de vacaciones para evitarse el follón, la multitud o los ruidos que abarrotan la ciudad, día y noche, haciendo imposible el descanso para los que tengan la obligación de trabajar. Pero creo que Cadiz es otra cosa. Habrá gente que prefiera irse durante los días del carnaval, pero la gran mayoría de los gaditanos y sobre todo los «viñeros» (los habitantes del barrio de La Viña), lo viven de verdad.
Son famoso los carnavales de Río de Janeiro o los de Tenerife: peñas y cofradías que se tiran todo el año elaborando sofisticadísimos trajes, que nombran Reina del Carnaval, o que desfilan con unas carrozas decoradas hasta el límite. En Cadiz prima el ingenio y, sobre todo, la alegría. Por supuesto que hay disfraces, carrozas (modestas y pequeñas, por La Viña no pueden maniobrar las grandes) y peñas, llamadas allí comparsas, coros o cuartetos. Pero, insisto, no hay grandes despliegues ni vestidos elaboradísimos. En Cadiz prima el ingenio y dentro de su modestia, los disfraces son a cada cual más divertidos.
¡A Cadiz que nos vamos!
Coincidió que nos venía bien irnos para allá a varios amigos. La primera ventaja es que disponíamos de una casa en Rota, como cuartel general. En Cadiz los hoteles estaban ya reservados hacía tiempo, y es una ciudad donde, si ya de por sí el tráfico es difícil, en carnavales mucho más. De hecho los parking públicos que pudimos ver, estaban todos al completo. Irse para Cadiz en coche y en estas fechas puede suponer una desesperación.
En Rota nos esperaba mi hermano mayor, Manolo, y mi cuñada Teresa. Ya jubilados, pasan temporadas allí desde hace muchos años. Conocedores de todos los garitos y restaurantes, habían reservado mesa para cenar en «el mejor sitio para comer pescaíto frito»… La Retama, era su nombre, lo digo por si alguien tiene la oportunidad de acercarse y comprobarlo. Tras el largo viaje desde Madrid de unas seis horas, se agradecía meternos en ambiente y en un puerto pesquero como es Rota la calidad está garantizada. Así que, ayudados por varias botellas de manzanilla que fueron cayendo, disfrutamos de las muy bien hechas frituras y raciones del establecimiento. Aún nos sorprendería el domingo, día de la partida, llevándonos a comer a otro establecimiento de su confianza, La Bahía. Esta vez especializado en comida casera típica roteña (ortiguillas, cazón en adobo -o «adobo», a secas- callos con garbanzos, berzas con choco…a cada cual mejor). Nos volvíamos para Madrid y nuestra intención era coger la carretera a la una… salimos de allí a las cinco, no digo más.
Cruzando la bahía
Desde Rota un barquito cruza la bahía varias veces al día, y en estas fechas los servicios estaban reforzados. Por aproximadamente cinco euros el trayecto, y en un recorrido de media hora, atraviesas la bahía viendo a la izquierda la base militar de Rota, con sus grandes barcos de guerra y el Puerto de Santa María. Ya desde Rota se puede ver la ciudad de Cadiz y, según te vas aproximando, vas distinguiendo las grandes grúas del puerto.
El ambiente en el catamarán (así llamado aunque a mí me pareció un monocasco) ya era de por sí bastante carnavalero. La opción de ir y venir por mar era la acertada. Aparte que de por tierra, y con la obligación de rodear la base, el recorrido era más de 50 kilómetros. Fuimos acercándonos al puerto de Rota dando un paseo de unos diez minutos por el ídem de la playa, los seis con nuestros disfraces, despertando la curiosidad, la risa de los niños y hasta algunas fotos por los transeuntes.

Por supuesto ya en la cola para subir al catamarán pudimos ver que no éramos los únicos disfrazados: un grupo numeroso iban de Power Ranger, encapuchados y con monos multicolores. Había algún «policía» más, pero este año la tendencia era Donald Trump (gran tupé dorado) y un grupo de chicas y de chicos con ponchos y sombreros mejicanos, con carteles alusivos al famoso muro. Me llamó la atención un grupo de cuatro muchachotes sin disfrazar, con pinta inequívoca de yanquis, pelo muy corto, trabajadores o quizá marines de la base, que miraban a «Trump» y sus mejicanos con unas miradas de soslayo, no sin cierta desconfianza. Pero con la tolerancia que siempre ha distinguido a Cadiz, sin ningún mal rollo.
Desembarcamos. El puerto está pegado al más castizo de los barrios gaditanos, el de La Viña. Barrio de casas bajas y calles estrechas. El barrio más antiguo y el original conservado casi tal cual de cuando Cadiz era una isla plantada en medio de la bahia. Varios puentes, el último de reciente construcción, facilitan el acceso a los coches. Pero casi todo el perímetro que rodea La Viña conserva las murallas y los fortines con los que la ciudad resistió los diferentes asedios que sufrió, el último y más famoso entre 1.810 y 1.812, por parte de los ejércitos de Napoléon. Las batallas terrestres como tal se dieron en el istmo y en la zona de Chiclana, desde cuyas posiciones se bombardeó la ciudad aunque la artillería francesa de la época nunca tuvo el suficiente alcance como para alcanzar La Viña, donde los gaditanos dormían tranquilos. Y por mar, la artillería española contuvo con creces a los barcos enemigos.

Durante aquellos dos años los gaditanos sobrevivieron gracias a la pesca que conseguían y a los pequeños huertos repartidos por toda la ciudad. Incluso se puede decir que durante el asedio Cadiz fue una ciudad próspera y desarrollada. Tenía una tradición culta: los allí refugiados debatían, se leía mucho, llegaban libros y prensa. Como puerto de mar que siempre ha sido, había mucha influencia extranjera, no era raro saber idiomas y el ambiente, hoy como ayer era muy tolerante. Allí y en pleno asedio se redactó la Constitución, la famosa Pepa.

Dentro de Andalucía hay diferentes estereotipos: los cordobeses, más «profundos» y filosóficos, herencia de Séneca. Los granaínos con su proverbial «mala follá». Los sevillanos más presumidos… Los malagueños, gracias a ser ciudad con puerto y más influidos por el contacto con el exterior, alegres y abiertos. Los gaditanos son…otra cosa: con merecida fama de graciosos pero con mucha chispa. Irónicos e irrespetuosos con el orden establecido, capaces de sacarle «punta a tó». La gran tradición de sus carnavales son las chirigotas. Coplas y coplillas donde se les da un repaso a lo divino y lo humano. Desde la política, inspiración principal con sus líos de corrupción y demás, hasta romanzas clásicas, nada se escapa al ingenio de los gaditanos.
No estoy seguro pero creo que éstos son los que ganaron el primer premio
Llegamos, pues, desde el puerto a La Viña, y allí ya el espectáculo de la gente iba in crescendo. Por todas las calles te ibas cruzando con grupos de dos, de cuatro o de diez, disfrazados con más o menos elaboración de marines, de pollos (y gallinas), de pacientes de hospital, de policías y ladrones, de hippis, de personajes de la corte de María Antonieta, de gatas (varios grupos), e incluso un grupo de coreanos caracterizados de hombres de las cavernas, con su piel por encima armados con sus porras, pretendiendo asustar a las chicas… Falsas embarazadas, grupos de Robin Hood, chinos, indios, conejos… El catálogo sería infinito. Por algunas calles casi ni podías andar de la cantidad de gente que circulaba.
Grupo «resumen»: coreanos disfrazados de cavernícolas (se lo estaban pasando bomba, «asustando» a las chicas), la Estatua de la Libertad, Trump, pollos…
El punto fuerte, al parecer, es la final de comparsas y chirigotas en el Gran Teatro Falla donde, el viernes por la noche, los grupos seleccionados actuaban durante toda la noche hasta que el sábado por la mañana ya se declaraba el ganador de aquel año. Entrar al teatro era imposible, los asientos estaban ya reservados con muchísima antelación, pero tampoco era necesario: casi en cada esquina grupos de comparsas, cada cual con su disfraz, recitaban sus chirigotas.

Nosotros, en nuestra modestia y en semejante mare magnum, también tuvimos ocasión de destacar…y sobre todo yo, modestia aparte, con mi gran pelucón y mi disfraz de hippy, con un look que parecía una mezcla del grupo sueco Abba y de Raffaella Carrá. Mucha gente nos pedía permiso para hacerse una foto con nosotros, lo mismo que nosotros nos hacíamos fotos con los marines, los pollos o los coreanos de las cavernas, y todo el mundo asentía encantado, la verdad es que daba gusto. Para colmo me arranqué a bailar con mi disfraz de hippy un amago de sevillanas con una chica vestida de flamenca que bailaba en la calle (pidiendo la voluntad). Lo gracioso es que, aparte de las fotos y vídeos gloriosos que me hicieron mis amigos con los móviles y sin yo darme cuenta, me filmaron y aquella misma noche aparecí en el telediario de las nueve, como pude saber por los numerosos whassap que me enviaron conocidos de todos lados.

Llegado un momento hizo su aparición el hambre. Habíamos picoteado nada más llegar mojama de los abundantes puestecillos que se repartían por las calles, voceado el producto por los vendedores. Llegando ya al famoso Mercado Central nos abrimos hueco a codazos entre la multitud. Había puestos incluso de shushi, pero como no podía ser menos nos hicimos con unos cucuruchos de pescaíto frito y alguna otra cosa de las de allí, regados con cerveza, que nos tomamos de pie, arrimados a un tonel. Sentarse era materialmente imposible.

Hicimos un par de paradas tácticas en sendas terrazas porque de tanto andar, estábamos derrengados. Y entre callejear, ver y ser vistos, fue cayendo la tarde. Teníamos los billetes de vuelta para las siete. Sabíamos que el ambiente iba a continuar y, posiblemente, fuese en aumento llegada la noche gaditana, pero entre el cansancio y que había que coger el catamarán fuimos caminando hasta el puerto. Esta vez sin meternos en el tráfago de las calles, sino rodeando por las murallas del mar, dándonos tiempo todavía para admirar los enormes ficus de los jardines del Parque Genovés, pegados al mar, favorecidos por el buen clima y la humedad proveniente de la bahía.

La vuelta a Rota fue como la ida: tranquila, pero la tarde iba cayendo y se dejaba sentir el fresquito del mar así que, una vez desembarcados, lo que había era una necesidad grande de meternos para el cuerpo una sopa de pescado bien calentita. Dicho y hecho: preguntamos en un restaurante y aunque para ellos (serían menos de las 8) no eran horas para cenar, allí que nos acomodamos y junto a alguna otra ración nos metimos entre pecho y espalda una sopa de pescado bien caliente, y bien surtida de tropezones, gambas y sobre todo raya, nos dijo el dueño.
A la mañana siguiente, domingo, ya no había tanta prisa ni catamarán que coger. Disfrutando en la casa de un gran ventanal desde el que sólo se veía -y se oía- el mar, desayunamos café con leche, zumo de naranja y unas hermosas tostadas con aceite y jamón, como las que te ponen aquí en los bares. Teníamos tiempo así que dimos un buen paseo por la playa. Finales de Febrero y aunque el tiempo era bueno, la temperatura del agua estaba lo bastante fresquita como para disuadir de baños, si acaso mojarte los pies descalzos, y gracias.
La playa de Rota se conoce como La Costilla, y aquí en verano se peta de turismo local, sobre todo de sevillanos. Casetas y tumbonas se reparten estratégicamente a todo lo largo de playa, y los sevillanos le dan el toque local en forma de nenes y «omaítas» bullangueras. Los Morancos tienen casa en Rota, y gran parte de sus números cómicos playeros se han inspirado en las escenas que contemplas sin parar. Pero todavía era pronto como para ver a las «omaítas» en acción y, aunque había paseantes, La Costilla es playa ancha donde caminar tranquilos.
Sí que tuvimos la oportunidad de ver a lo que parecía toda una familia, con detectores de metal, rastrillando la playa. Y algo debían encontrar porque, de vez en cuando, alguno de ellos se agachaba, escarbaba en la arena y desenterraba cosas que iban metiendo en bolsas. Supongo que entre monedas, medallitas y cosas por el estilo, se sacaban un extra. Organizados se les veía, desde luego.

Todavía dimos un paseo por una senda de madera que discurre por dentro del pinar de las dunas, paralelo a la playa, y que La Junta de Andalucía ha construido para preservar ese ecosistema donde, entre otras cosas, los camaleones son abundantes y crían aunque, discretísimos como son, no vimos ni uno. Los camaleones tienen muy buena vista y si te ven de lejos, se camuflan entre las ramas. En otras ocasiones tuve la oportunidad de contemplarlos, camuflados entre las hojas de los cañaverales o en las ramas de los pinos, casi indistinguibles por su color y su forma de las piñas o de las hojas. La senda discurría entre los pinos y las plantas que crecen sobre la arena donde destacaba en especial la retama blanca, cuajada de flores que perfumaba el ambiente.
Fuimos caminando ya en la playa hacia Los Corrales, amplios espacios cercados con muretes bajos de piedra, aprovechados desde tiempo inmemorial para cosechar los frutos de la mar. El sistema es bien sencillo: cuando sube la marea Los Corrales se inundan y los peces entran. Y según va bajando la marea, el agua se escurre entre las piedras porosas y los peces quedan atrapados en estas lagunas donde pescarlos es fácil. Y no sólo peces. Pudimos ver un pescador, con su neopreno, que había sacado un par de pulpos y una gran bolsa llena de anémonas de mar, a las que luego rebozan y fríen dando origen al plato típico llamado «ortiguillas». Intenso sabor a mar que a mí me encanta.
Frente a Los Corrales y en plena playa una antigua almadraba -estamos en plena zona de paso de los atunes- transformada hace años en moderno hotel, el Playa de La Luz. Nada que ver, afortunadamente, con ese «horror», fruto de la especulación urbanística del hotel El Algarrobico, situado en el término almeriense de Carboneras pero literalmente pegado a los límites del Parque Natural de Cabo de Gata. Un enorme edificio blanco escalonado en varias plantas que ha provocado dimisiones y por cuya responsabilidad, compartida entre la Junta de Andalucía y no se quien más, se espera aún tras largos años su demolición. El Playa de La Luz es otra cosa. De una sola planta, integrado en el paisaje, decoración andaluza (balcones, rejas) y un precioso patio interior con piscina y cafetería…pero todavía cerrado, fuera de temporada, con lo que nos dimos la vuelta sin que mis amigos pudiesen entrar y ya, pegado a las primeras casas de Rota, un chiringuito playero con ambiente muy hippy donde con los pies en la arena y disfrutando del sol nos tomamos unas cervecitas que ya estábamos necesitando. Se nos hacía difícil irnos de allí, entre el sol y el mar, daban ganas de haber tenido unos días más y tras el jaleo de los carnavales, disfrutar de la molicie playera.

Habíamos quedado con mi hermano para comer en otro sitio que nos había recomendado: La Bahía, ya con todo recogido y en los coches, listos a partir no muy tarde pero en Cadiz el tiempo transcurre de otra manera y, ya os dije: queríamos haber salido más o menos (¡más o menos!) a la una, y al final nos fuimos contentos y con la tripa llena a las cinco. Breve e intenso fin de semana.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...
Relacionado