Yo no podía saberlo pero, al día siguiente, primer día de la primavera, cayó una tormenta en El Escorial mientras que en Madrid, por la tarde, se arremolinaban los papeles en las bocas del metro.
En cambio este día, último del invierno, el sol quiso hacerse notar y nos engañó a todos, haciéndonos creer que el mal tiempo ya había terminado.
¿Lo ves, a que parece mentira?… El espectáculo de aquella multitud de narcisos, brillando bajo el sol, cubriendo toda la ladera, surgidos como por sorpresa tras el tapial de piedras volvió, un año más, a tranquilizarme. Si en mi vida todo tendía, otra vez, a cambiar, allí estaban ellos, fieles y puntuales a nuestra cita primaveral, aparentando ignorarnos pero atentos a cada uno de nuestros pasos.
Los perros correteaban de mata en mata, alegres como críos, disfrutando de cada olor, metiéndose en cada barrizal. Y allí estaba yo, fiel y puntual, respondiendo a la llamada que me decía: no te preocupes por tus mudanzas, volverás cada año y aquí nos encontraremos…
Buscamos una praderita más o menos llana, más o menos libre de ortigas, para tumbarnos, para comer con apetito los bocadillos que preparé por la mañana en casa, y para disfrutar de la soledad de aquel desierto lleno de flores.
Sobraban las camisetas -sobraba todo, en realidad- y nos las quitamos, y entre aquel sol cuasi post-invernal y los bocatas nos fuimos quedando medio dormidos, buscando un mínimo contacto tranquilizador, de caderas rozándose, de una mano sobre una pierna…
Parecía mentira que a dos o tres kilómetros escasos grupos de ciclistas domingueros luciesen sus maillots y sus cascos aerodinámicos sobre el asfalto. Parecía mentira que a dos o tres kilómetros, domingueros tortilleros llenasen el pinar sin perder de vista sus coches. Y, por supuesto, en San Lorenzo de El Escorial, otros muchos domingueros aún más asfálticos y menos tortilleros abarrotaban calles, plazas, bares y restaurantes con cara de satisfacción, convencidos de lo bien que estaban disfrutando aquel domingo tan radiante, último día del invierno, engañados -como todos- por el sol.
Pero para nosotros fue la soledad del valle, para nosotros fue el calor del sol sobre la piel y, para nosotros, sólo para nosotros, se había llenado aquel campo de narcisos.
Aún tuvimos tiempo antes de volver para cortar unas flores -no se notaba: había miles- con que recordar los colores de aquel día. Aún tuvimos tiempo para arrepentirnos a tiempo y no saltar, desnudos sobre una roca, a las heladas aguas de una poza. Y aún tuvieron tiempo los perros para ladrar, entusiasmados, detrás de las vacas.
Cuando cayó el sol y, de mala gana, comenzamos el regreso, me volví un momento para despedirme de las flores. Aparentaban ignorarnos pero seguían, cabizbajas y atentas, nuestros pasos. Sé que no tengo motivos, pero me sentí un poquito defraudado. En el fondo esperaba que, al menos, una de ellas me hubiese mirado, burlona, directamente a los ojos como diciendo, ¿nos vemos, no?.