Soy el que está de frente…no, el de la «caja» no… el de las gafas y el bigote…mucho más jovencillo. 20 de Noviembre de 1975…el «veinte ene», o 20N, como se conoció, aunque hayan pasado más de cuarenta años y para muchos, sobre todo los nacidos después, sea una fecha tan remota -y confundible, casi- como el reinado de Carlos V.
La mili
Sí, todavía se hacía el servicio militar: la «mili», para el vulgo. Andaba yo en primero de carrera y como en aquel momento te mandaban fuera de tu región militar, el caso es que me apunté voluntario por aquello de quedarme en Madrid y no repetir curso…aunque al final acabé repitiendo de todas formas y me supuso, por el tema del voluntariado, tres meses más: quince, en vez de los doce meses que era la norma. Al menos, viví la experiencia.
Agonía y muerte de Franco
Aquel verano, el del año 1975, Franco andaba ya muy enfermo. Se ha escrito en abundancia sobre el largo proceso, el «equipo médico habitual», las operaciones de urgencia en el Palacio del Pardo y las famosas «diarreas en forma de melena»…En el cuartel seleccionaron a los más altos y a los más guapos (entre los que no estaba yo) pero nos hicieron practicar a todos casi cada día en el patio maniobras nuevas como el «paso lento» y cosas similares, de cara a un funeral. Nadie de nuestros superiores nos decía nada, pero todos lo veíamos claro.
La salud de Franco ya se veía muy comprometida, pero eran tiempos muy revueltos por lo duros, y más ante las dudas que se suscitaban sobre su sucesión. Ya había designado a Juan Carlos como futuro rey de España, con aquella frase de dejarlo todo «atado y bien atado», aunque a su muerte vendría la famosa Transición. A comienzos del mes de Noviembre el rey Hassan de Marruecos y aprovechando la agonía organizó la Marcha Verde, invadiendo la entonces colonia del Sahara Español, para quedarse. Aún tuvo las fuerzas, o la decisión, de firmar sus últimas condenas de muerte, mediante Consejo de Guerra y ejecutadas mediante fusilamiento a cinco jóvenes: tres del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista Patriota) y dos de ETA. Los pelotones estaban formados por diez policías y guardias civiles, todos voluntarios. Aquellos fusilamientos sucedieron un día de infausta memoria: el 27 de Septiembre de 1975.
En el cuartel y a muy poco del fallecimiento de Franco, faltaría menos de una semana, nos formaron a todos en el patio. El teniente nos aclaró ya para qué estábamos practicando el «paso lento». Y como el Ejército del Aire, en el que me encuadraba, tenía fama de ser un poco más aperturista que los de Tierra o la Marina, aún ofreció la oportunidad a aquellos seleccionados de que, si alguno no deseaba participar en las ceremonias del funeral, eran libres de decirlo…(y más puntos suspensivos)… Silencio absoluto, todos firmes como palos… No sé si alguno de ellos hubiese preferido no ir, pero no estaban las cosas como para «significarse»…
Continuó el teniente: y si alguno no seleccionado desea participar, que de un paso al frente…
Y ahí estuve yo, no sé si como un auténtico patriota, como un guerrero, como un héroe pero, serio e impasible el ademán como mandan los cánones, adelantándome a la fila con el pie izquierdo, como también mandan los cánones. Y, después de mí, dos o tres más. Debo aclarar a los que no me conozcan que yo, de franquista, de guerrero o de héroe no tengo un pelo. Más bien de antifranquista, con todo lo que el concepto engloba. Pero de siempre me ha apasionado la historia y pensé, y no me equivocaba, que iba a ser una experiencia única e inolvidable, y quise aprovechar la ocasión: voluntario para la «mili», y voluntario para el velatorio.
El día 20 de Noviembre había programada en la Facultad un examen de química. A las cinco de la madrugada sonó el teléfono: era mi difunto ex-suegro, simpatizante comunista, adicto a sintonizar por las noches -y con mucha discreción- emisoras clandestinas del «partido» (que en aquellos tiempos sólo se refería al Partido Comunista) como Radio Pirenaica, que acababa de enterarse y me avisaba. Se adelantó por diez minutos a otra llamada, esta vez del cuartel, reclamando mi presencia. Como ni tenía coche ni en aquella época había «buhos» (autobuses nocturnos), me fui andando hasta el cuartel.
El velatorio
En el cuartel nos organizaron. Nos iríamos enterando luego. Iban a ser tres turnos de ocho horas cada uno que deberíamos pasar en un cuartel de Infantería, cerca de la Plaza de España, próximo al Palacio de Oriente donde se desarrollaría el velatorio. De aquel cuartel saldríamos cada dos horas para colocarnos junto al féretro quince minutos. Una hora de descanso y otros quince, y así las dos horas. Luego a descansar al cuartel entre tanda y tanda. En principio iba a ser media hora de plantón junto al muerto, pero los legionarios se ponían tan, pero que tan tiesos, que a más de uno le dio una bajada de tensión que acabó con él en el suelo. No era plan. Nadie debía quitarle protagonismo al «Difunto».
Mi primer turno fue de noche. Nos sacaron del cuartel en un furgón. Desde mi cuartel en la Avenida de Portugal, lo que llamaban «La Casa de Campo» (ya que en tiempos y antes de reestructurar los límites de la Casa de Campo propiamente dicha estaba dentro de ésta) y hasta llegar al Palacio de Oriente, fuimos bordeando el río Manzanares para subir por la Cuesta de la Vega. Me asombró ver las larguísimas colas kilométricas que ya, desde el río, subían hasta el palacio. Podían ser las tres de la madrugada y a finales de Noviembre, y más junto al Manzanares, hacía un frío de muerte. Había, creo, tres colas más, éstas desde el centro de Madrid, pero en ésta es donde más frío debieron de pasar. Hombres, mujeres y niños. Dudo que todos fueran franquistas nostálgicos, pienso que muchos de ellos sólo querían asegurarse y verlo (en el fondo, como yo). Cuentan, y me lo creo, que se agotaron las botellas de cava en los comercios con las que miles de españoles celebraron, en la más estricta intimidad, la muerte del dictador.
El espectáculo
El ambiente en el cuartel era de soldados, policías y guardias civiles con cara de sueño, dejando pasar las horas entre turno y turno en la cantina, dormitando, bebiendo o jugando a las máquinas de pinball, cuando estaban libres, que no era nunca. El que tuviese a su cargo la cantina debió hacer el negocio del siglo. Pero el ambiente en el palacio era mucho más selecto: bullía de militares de alta graduación, engalanados con sus mejores uniformes, o de políticos, o de lo que se llamaba «grandes personalidades», nadie podía faltar a la cita, nadie podía excusarse de «presentar sus respetos» al difunto Caudillo.
Nos colocaron a cada lado del féretro: Tierra, Mar y Aire, Policía Armada (los «grises» en aquella época) y Guardia Civil. Como se puede ver en la foto, los fusiles con el cañón hacia abajo. Correajes de gala y cascos o gorras hacia atrás. Detrás nuestro, y haciendo sus turnos, los «altos mandos». Justo delante de nosotros, a dos metros escasos, el Difunto. Siempre fue bajito, pero me llamó la atención lo pequeñito que se había quedado. Por uno de los orificios de su nariz se veían aún las marcas de los tubos que le habían colocado para el oxígeno.
El espectáculo estuvo en la gente. Durante dos o, no recuerdo bien, tres días, un flujo ininterrumpido desfiló ante el féretro. La inmensa mayoría en silencio y sin apenas detenerse. Algunos dejaban flores. Otros y otras, como dicen los «de izquierdas», se paraban delante llorando, cayendo de rodillas, haciendo el saludo fascista brazo en alto, gritando ¡Arriba España! o soltando perlas como una señora: ¡Ay, Franquito, qué solos nos dejas!… Mi compi de velatorio y yo ya habíamos pactado no mirarnos a los ojos pasara lo que pasara, por si acaso, para evitar la terrible tentación de esbozar tan siquiera una sonrisa, lo que podía suponernos, como mínimo, calabozo y condena, ya no sé si incluso acabar ante un pelotón como los pobres desgraciados del FRAP. Aunque a veces, os lo aseguro, fue difícil aguantar.
En aquellos días se hicieron miles de fotos que aparecieron en toda la prensa. Las buscábamos para vernos y cuando encontrábamos algún compañero se las pasábamos. Pero la mejor foto, con diferencia, es con la que encabezo esta entrada, y en la que me honro en aparecer. Por el color y por el encuadre. Figuró en varias revistas. Figuraba también en la portada de la caja del video «oficial» del velatorio (aún no existían los DVDs…ni los teléfonos móviles, ni los ordenadores portátiles, eran otros tiempos). Pero, sobre todo, salió en el primer fascículo de una enciclopedia llamada La Historia se confiesa, de un historiador franquista, Ricardo de la Cierva, y que debió aprovechar la ocasión, ésa que pintan calva, para meter en el primer fascículo la muerte de Franco.
Lo compré, por supuesto. Pero cuando se la enseñé a mi madre, entusiasmada, debió agotar todos los de los quioscos del barrio para recortarla y enviársela a todos sus amigos y parientes (y tenía muchos). Aquello supuso sin duda el fin de mi aún no comenzada carrera política. Bien es verdad que durante un tiempo la llevé en la cartera para enseñársela a mucho nostálgico, respondiendo a sus emocionadas preguntas ante los cafés o cañas con que, agradecidos, me invitaban.