Hay un mural en las afueras de Zagora, al sur de Marruecos, muy fotografiado por los turistas donde aparecen representados un tuareg, unos camellos y una flecha que apunta al desierto, con dos inscripciones, en árabe y en francés , en donde se puede leer: Tombouctou 52 jours… en camello, por supuesto.
Conocí Tombuctú de forma un tanto casual, como suceden las cosas buenas, en Octubre del 2002. Tombuctú, imperdonable galicismo… Para ellos (y para los angloparlantes) es Timbuktú, del tamashek (dialecto bereber de los tuareg): Tim: sitio o lugar, y de buktú: la ombligona, por la esclava tripona que cuidaba del pozo a cuyo alrededor se formó la ciudad.
Tras el follón típicamente africano de la capital, Bamako, sucia, caótica y abarrotada, y el no menos follón de la igualmente caótica y abarrotada Moptí, puerto fluvial a orillas del río Niger, con un mercado animadísimo y gente de todas las etnias de Mali, la llegada a Timbuktú tras tres días a bordo de un barco digno de las películas del Mississipi igualmente abarrotado, me supuso un oasis de calma, un remanso de paz. Una ciudad tranquila por la que me encantaba pasear ante la mirada divertida y asombrada de los niños, nada acostumbrados a ver tubabus, a ver blancos.
Timbuktú aún conserva el mito de ser la puerta del sur, de donde partían y a donde llegaban las caravanas de camellos que, durante un milenio, atravesaron los comerciantes en condiciones durísimas el desierto del Sahara, en un recorrido de cincuenta, sesenta días o más, racionando el agua escasa, confiando sus vidas al instinto de los jefes de las caravanas, nómadas nacidos en el desierto, capaces de encontrar los imprescindibles pozos o conocedores de los conflictos entre tribus a evitar, jugándose la vida para intercambiar oro por sal. El oro de las minas de las selvas de Guinea, al sur, de Bilat al Sudán: en árabe, «el país de los negros», a cambio de la sal, procedente de las salinas del norte, valiosísimo producto inexistente en el sur, tan necesaria que la seguimos encontrando hoy día en cada mercado.
Placas de sal de las minas de Taudeni, cortadas de las grandes planchas de 30 kg
Timbuktú gozó de enorme prosperidad gracias al comercio. Aparte del oro exportaba al Norte de África marfil y esclavos, que llegaban en largas caravanas a las puertas del desierto, ya en Marruecos, ciudades como Zagora o Siyilmassa, donde las arenas se detenían, donde las tormentas y el siroco ya no eran mortíferos, donde encontrar agua ya no era cuestión de vida o muerte. Pero el oro no se detenía aquí. De los puertos musulmanes cruzaba el Mediterráneo hasta Barcelona, Mallorca, Génova, Pisa, Venecia…Marsella, Roma…
La fama de Timbuktú, en tierras ignotas, llegó a Europa gracias a un judío, Abraham Cresques. El conocimiento y el interés por parte de los comerciantes europeos comenzó tras la publicación de los atlas de la Escuela de Cartografía mallorquinas y catalana a partir del S. XIV. Abraham Cresques en 1375, en su Atlas Catalán representa al rey negro de Timbuktú, sentado en su trono con una gran pepita de oro en la mano. Los cartógrafos mallorquines son judíos, protegidos por los reyes de Aragón, para los que los planos son vitales en su política de expansión por el Mediterráneo.
Pero la información geográfica que plasman los cartógrafos judíos en sus mapas, la reciben a su vez de otros judíos, parientes y comerciantes que, desde las costas norteafricanas o establecidos en los oasis y ciudades tierra adentro, controlan sobre todo los pasos del monopolio de la sal, que llega a intercambiarse en algunos puntos del lejano Bilat Al Sudán por su mismo peso en oro. Aún se siguen llamando en Marruecos a los barrios judíos como mellah: la sal.
El rey negro representado en los atlas judíos es Kanka Musa, considerado el monarca, incluso el hombre más rico de todos los tiempos. Controló en su momento el Imperio Mali, o Meli, un territorio que abarcaba desde Gao, al extremo oriental de la actual Mali, hasta las costas del Senegal, y por el sur, las ricas minas de oro de las selvas de Guinea. Su peregrinación a La Meca en el año de 1324 fue mítica. Las diferentes fuentes inflan un poco los datos, pero partió al menos y aparte de su escolta militar con quinientos esclavos, mil camellos y tal cantidad de oro, repartido con tanta generosidad a lo largo de su viaje, entre limosnas y donaciones (construyó una mezquita cada viernes, día santo del Islam, estuviese donde estuviese) que en El Cairo bajó la cotización del oro durante cerca de diez años.
Con la fama de Kanka Musa por delante, en Europa describen con mucha imaginación a Timbuktú, en la lejanía, como la ciudad de las torres de oro, o la de las calles empedradas con oro. Con ese señuelo y la intención por descubrir, controlar y, sobre todo, colonizar, comienza la carrera para ver quién llega antes a la Ciudad del Oro. En el Siglo XIX proliferan en Gran Bretaña y Francia las Sociedades Geográficas, que subvencionan expediciones a los valientes que se atrevan a emprender semejantes expediciones. Y valientes, unido a la condición de ambiciosos, hubo muchos.
Los primeros o no llegaron o fueron asesinados allí mismo. Como el escocés Mungo Park que, en un primera viaje, fue esclavizado por los nativos pero que consiguió escapar para volver, tiempo después, y ser asesinado por los indígenas, sin llegar a ver la ciudad. No es de extrañar: quedó tan «mosqueado» con los nativos que se liaba a tiros en cuanto se le acercaba alguien. Le mataron en una emboscada, en el río…O el inglés Gordon Laing, asesinado a lanzazos con su impecable uniforme británico escarlata (¡de disimular nada!), en las afueras de Timbuktú. Los que por fin consiguen llegar y vuelven para contarlo, como el francés Renée Caillié (que regresó enfermo y al que, inicialmente, no creyeron), el alemán Heinrich Barth o el malagueño Cristobal Benitez, describen con decepción el triste aspecto de una ciudad en completa decadencia.
Desde luego Timbuktú ya no es ni de lejos lo que fue. Los tuareg ya no comercian con sus caravanas, excepto la única que se mantiene, la del Azalai, a las duras minas de sal de Taudeni, catorce días en camello dirección norte, los últimos siete sin un solo pozo de agua. Antaño explotadas por esclavos o prisioneros condenados a trabajos forzados. Hoy día por gente que paga sus deudas trabajando allí.
Ya no hay escuelas coránicas, ni afamados maestros, a cuyas enseñanzas acudían alumnos desde muy lejos. Sólo queda la sombra de sus antiguos ricos comerciantes en forma de varias bibliotecas de manuscritos medievales como la del Fondo Kati. Ya no hay riqueza ni, por supuesto, oro.
Pero hasta el progreso, a su manera, llega a Timbuktú. En una ciudad donde apenas hay teléfonos (al menos cuando yo estuve) sí que había un locutorio público donde era curioso contemplar, sentados cada cual frente a la pantalla de sus ordenadores, usuarios de las diferentes etnias del lugar. Recuerdo sobre todo un tuareg con su típica indumentaria, la gandura azul resplandeciente y el amplio turbante blanco que le tapaba toda la cara excepto los ojos, manejando el ratón con una soltura que hubiese hecho exclamar a sus padres que, sin duda, algún yinn, algún diablillo travieso había enloquecido a su hijo, jugando con aquella “cosa” extraña…
Tiendas nómadas por la ciudad
Las construcciones de Timbuktú son todas de adobe, muy erosionadas por el viento del desierto y las escasas lluvias. Salpicadas entre las casas y por los solares vacíos, se alzan las jaimas de los nómadas de paso. Las calles, incluso el suelo de las casas, son de la misma arena del desierto que las rodea y que las engulle. Hasta el pan que cuecen en los hornos comunales que se levantan en cada esquina, como ellos mismos dicen, tiene más arena que harina… y doy fe, por la que cruje entre las muelas al menor bocado.
Apenas hay alumbrado. Los días que estuve allí, cada noche y hasta que amanecía escuchaba los cantos de los nómadas al ritmo de los tambores, acampados en la ciudad y por las afueras. Siempre me tentó acercarme a escucharles más de cerca pero, si ya de día orientarse entre las casas era complicado (no hace falta decir que sin rótulos ni numeración, ¿para qué, si nadie sabe leer?), de noche me hubiese perdido entre la confusión de la oscuridad y las callejas. No me atreví y bien que lo lamento. El miedo te recorta la vida.
La Timbuktú que tuve la suerte de conocer hoy es una ciudad, merced al yihadismo, nada aconsejable, aunque no siempre fue así. Enclavada en zona tuareg, gracias a su antigua tradición comercial fue casi siempre muy abierta y bastante tolerante con los forasteros. Desde la cómoda Europa podemos pensar que allí sólo hay “moros”, o “negros”. Pero allí se viven las diferencias de una población heterogénea, mezcla de las etnias presentes en Mali. Aparte de los tuareg, encontramos bambaras de Bamako, peuls de Massina, shongays de Gao, bozos del río Níger, belas del Azawad, dogones de la falla de Bandiagara. O de un poco más lejos:árabes, mossis de Burkina-Fasso , hausas de Nigeria…, repartidos por sus barrios respectivos.
Timbuktú da para mucho. Llegué en un barco casi de pedales donde mi compañero de viaje, Pepe, se despistó y perdió el barco en una aldea sin nombre, aunque lió a unos de una canoa para alcanzarnos. En teoría me volvía en una avioneta de hélices de 14 plazas, pero en el último momento nos la “secuestraron” un grupo de fornidos marines americanos, y escapamos por el desierto, tras cruzar el Niger sobre una barcaza con los hipopótamos resoplando en el río. Y luego está la increíble y verdadera historia de la biblioteca perdida de la familia Kati, descendientes directos del último rey godo legal, Witiza. Pero lo de la biblioteca del Fondo Kati y los avatares de la llegada y el regreso, dan de sobra para otra historia.