Corría el año 848 cuando Eulogio, sacerdote cordobés de noble familia senatorial y más tarde obispo de Toledo, decidió viajar hasta la lejana Germania con la intención, al parecer, de visitar a su hermano. Tenía por aquel entonces cuarenta y ocho años. Él no lo sabía pero los percances de aquel viaje iban a transtornar profundamente las, hasta entonces, pacíficas relaciones entre musulmanes y cristianos.
Según cuentan las crónicas, en el año 711 las tropas musulmanas del general bereber Tarik, a las órdenes de Musa ibn Nusair, vasallo a su vez de Walid I, cruza el estrecho de Gibraltar comenzando lo que se prolongaría durante casi ochocientos años como la presencia islámica en la península.
Sin meternos en detalles ni en controversias (que las hay, aunque éso lo dejo para otra entrada) en el año 750 Córdoba se convierte en la capital de Al Ándalus bajo la dinastía Omeya. Tras la matanza de los Omeyas en Damasco por parte de la nueva dinastía Abbasí el último superviviente, Abderramán I, con la ayuda de unos pocos fieles consigue escapar y, tras un periplo lleno de peligros y luchando contra sus adversarios dentro y fuera de la península, encuentra refugio en Córdoba lo que dará origen, años después y ya bajo Abderramán III, al califato independiente de los Omeyas.
Es en esta ciudad, y en el seno de una noble familia cristiana donde nace Eulogio en el año 800. La convivencia de los musulmanes con judíos y cristianos es buena. A los musulmanes les agrada su monoteísmo y les llaman dhimmis o «protegidos», también conocidos como La gente del Libro, respetando su estudio de la Biblia y de la Torah. Solamente en la ciudad de Córdoba se contabilizaban seis iglesias, con su culto. Según testimonio de Eulogio se trataba de las de San Acisclo, San Zoylo, San Vicente (donde se edificaría la mezquita), San Cipriano, San Ginés Mártir y Santa Eulalia. Además de dos monasterios junto a la ciudad más seis en la sierra.
Dentro de Córdoba estaba la abadía de Spera-in-Deo, centro de estudios, continuador de la tradición de San Isidoro. Eulogio en su Memoriale Sanctorum describe al abad Spera-in-Deo como: …varón elocuentísimo, lumbrera grande de la Iglesia en nuestros tiempos… Bajo su tutela espiritual se forman Eulogio y el que será su amigo y biógrafo Álvaro Paulo de Córdoba. Aunque lego, teólogo, escritor y poeta, Álvaro sobrevive a Eulogio, y será el que nos de testimonio de él y de sus vicisitudes en su Vita vel passio beatissimi Eulogii.
En las zonas controladas por los musulmanes, la mayor parte de la península, además de sinagogas sigue habiendo iglesias, ermitas, obispos, sacerdotes como Eulogio, monjes y anacoretas, y todos disfrutan de libertad de culto y de movimientos. Sólo están obligados a pagar impuestos a sus nuevos amos, exactamente igual que hacían anteriormente con los visigodos y, antes de ellos, con los romanos. Para la gente normal no había apenas diferencia: sólo habían cambiado de señores.
Como decía al comienzo, la convivencia entre las tres religiones es buena. Bajo el prestigio de la cultura y la dominación musulmana es muy frecuente que la población y sobre todo los jóvenes vayan olvidando el latín y expresándose en árabe, adoptando además sus costumbres, vestidos e incluso haciéndose circuncidar. No es de extrañar: en muchos países colonizados por otros la cultura dominante impregna a la población. Pasó bajo el Imperio romano, pasó en las colonias americanas, asiáticas y africanas, y pasa en aquella España recientemente musulmana.Los matrimonios mixtos entre árabes y cristianos aunque algo no muy bien visto, se van haciendo frecuentes, dando origen a la casta de los muladíes, en árabe: los «mestizos». Este «relajo» de las costumbres no deja de escandalizar a los estrictos observadores de la fe cristiana que ven con preocupación cómo se pierde el respeto por la fe.
Bajo la dominación musulmana en Córdoba (y suponemos en gran parte de la Hispania conquistada) a la población cristiana, al igual que sucedió con la población musulmana residente en territorios reconquistados, se les autoriza a ser gobernados bajo un conde cristiano, así como un juez que controle sus asuntos, un arrendador de tributos y un tesorero, que posteriormente deberán dar cuenta a sus nuevos amos. En cuanto a la pervivencia del culto, se les toleraba ser convocados a la oración al toque de campana, así como conducir a los muertos a la sepultura con cirios encendidos y cánticos bajo la cruz levantada.
Cuando a sus cuarenta y ocho años de edad Eulogio viaja con la intención de llegar a Francia es un hombre sin duda culto y que ha recibido una excelente educación. Lleva casi cincuenta años viviendo en estrecha convivencia con los musulmanes y en una ciudad que lleva casi cien años bajo su gobierno. Sin duda los conoce muy bien: sus costumbres, sus leyes y su religión…o al menos éso es lo que nos imaginamos.
Eulogio intenta cruzar hasta Francia primero por la Marca Hispánica, territorio que coincide aproximadamente con la actual Cataluña y bajo el dominio carolingio de Carlos el Calvo, pero una rebelión ya del lado francés le hace desistir. Lo intenta más tarde desde Pamplona y otro conflicto dinástico se lo impide. Wilesindo, obispo de Pamplona, le acoge y decide pasar unos meses visitando monasterios pirenaicos y estudiando en sus bibliotecas.
Descubre con agrado obras para él desconocidas en Córdoba tales como La Eneida de Virgilio u otras obras de autores latinos como Horacio y Juvenal, e incluso La Ciudad de Dios, de San Agustín de Hipona. Pero es en el monasterio navarro de Leyre, pegado a las faldas de la sierra de Errando, ya en las estribaciones de los Pirineos, donde descubre para su asombro una Vida de Mahoma, personaje al que desconoce. Él mismo lo cuenta así:
Estando yo en Pamplona y viviendo en el monasterio de Leyre, la curiosidad de saber hízome registrar todos los libros allí conservados. De improviso cayeron mis ojos en las páginas de un opúsculo sin nombre de autor, que contenía la siguiente historia acerca del nefando profeta: «Nació el heresiarca Mahoma…».
Y es aquí donde surgen mis dudas. Una persona adulta, cultivada, de familia principal, que lleva viviendo bajo dominio musulmán cuarenta y ocho años, en una ciudad como Córdoba, capital del señorío islámico desde hace cien años…¿y no sabe quién es Mahoma?…
Un -suponemos que- indignado Eulogio encargó en el scriptorium de Leyre una copia del opúsculo que se llevó a Córdoba, junto con copias de otras obras latinas desconocidas en Al -Andalus. En el dilatado viaje de regreso, durante el cual tuvo tiempo hasta para ser ordenado obispo de Toledo, visitó otros centros cristianos. Pero fue ya al regresar a su Córdoba natal cuando, imbuído de un renovado fervor religioso e indignado por la existencia de «aquel heresiarca Mahoma», fomentó entre sus acólitos lo que más tarde se llamaría el fanatismo, un movimiento que hoy denominaríamos de protesta, en forma de manifestaciones públicas en contra de la fe islámica o, lo que es lo mismo, de búsqueda voluntaria del martirio, como forma de llamar la atención y servir de ejemplo a otros cristianos.
Los musulmanes podían ser muy tolerantes con los dhimmis, con sus «protegidos», pero en cuanto a la defensa de su fe son bastante intransigentes. La apostasía es condenada a muerte, así como la blasfemia, los insultos al Islam o el difamar a Mahoma…como hemos tenido ejemplos muy recientes en Europa. Como consecuencia de aquellas protestas, cuarenta y ocho cristianos, el penúltimo de los cuales el propio Eulogio, fueron ajusticiados mereciendo por parte de la iglesia católica el apelativo de mártires. Eulogio redacta el Documentum martyriale, para confortar a aquellos condenados que esperan en las cárceles a ser ejecutados.
El prestigio del que gozaba Eulogio y su dignidad como obispo electo de Toledo le permitieron ser juzgado directamente por el emir Muhammad I. Las crónicas describen al emir como un hombre culto, poeta y matemático, amante de las artes y que embelleció Córdoba aún más de lo que ya era. Pero, ascendido al emirato en el año 852, le tocó bregar con graves revueltas. Las dos peores: con la de la poderosa dinastía de los Banu Qasi (arabización del apellido latino Casius), hispano-godos islamizados, señores de Zaragoza y gran parte del territorio al norte del Ebro, o la de otro caudillo muladí: Omar ibn Hafsún (arabización de Alfonso), que dominó gran parte de Málaga y Granada desde su inexpugnable refugio en Bobastro, dentro de la serranía de Ronda.
A Muhammad I, suponemos que bastante intranquilo a causa de estos y otros graves problemas, sólo le faltaba ya esta ola de rebeldía cristiana en su propia capital. Tras haber ajusticiado a cuarenta y seis cristianos por ofender al Islam ahora le tocó el turno a Eulogio. Durante el juicio, aún tuvo su oportunidad. Uno de los consejeros que acompañaban a Muhamad I le exhortó a hacer un simulacro de retractación:
Pronuncia una sola palabra y después sigue la religión que te plazca…ante lo que Eulogio, manteniéndose en sus trece, se limitó a hacer una defensa del Evangelio. Fue decapitado allí mismo.
Llegado a este punto, cabe plantearnos cómo en Córdoba y en aquellos tiempos, un docto varón como sin duda fue Eulogio desconociese totalmente la existencia de Mahoma. O, lo que es igual: ¿por qué los musulmanes recién llegados a España no mencionaban la figura del fundador de su religión?. Para aclarar este enigma aconsejo recurrir a un libro muy discutido por la ortodoxia cristiana: La Revolución Islámica en Occidente, de Ignacio Olagüe.
Para empezar, Olagüe fue un personaje cuanto menos, curioso. Donostiarra, estudió Derecho y trabajó algunos años como paleontólogo en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Fundó en 1929 el primer cine-club de España. Fue socio en una galería de arte junto a Ernesto Gimenez-Caballero, introductor del fascismo en España y él mismo fué militante de las JONS (Junta de Ofensiva Nacional Sindicalista), de fuerte ideología fascista.
Pero en su libro La Revolución Islámica…, sumamente documentado, obra de un erudito como sin duda lo era Olagüe (publicado por primera vez en París, en francés), argumenta que los primeros musulmanes que llegan a España, supuestamente invadiéndola, y los pobladores hispanos con los que se encuentran, se entienden perfecta y pacíficamente. Ni imponen ni compiten por su religión. Luchan si acaso por desplazar del poder a la élite visigoda para ponerse ellos, pero el hecho es que la población les acepta sin ningún problema y numerosos nobles visigodos se islamizan y se integran con los recién llegados.
La visión, o la imagen que hoy día tenemos de los musulmanes como fanáticos intransigentes e intolerantes, dispuestos a la yihad (en árabe: el esfuerzo) o a reventarse con un cinturón de explosivos o a bordo de un avión, no tiene nada que ver con lo que debió ser la convivencia en la España de los Siglos VIII y IX. Según las actas de los diez y ocho Concilios de Toledo, desde los años 397 al 702, éste último misteriosamente perdido o eliminado, y que va detallando Olagüe uno tras otro, tanto musulmanes como judíos y cristianos eran indistinguibles por el aspecto y la vestimenta, y su religión se limitaba a un discreto ámbito doméstico. Según estas mismas actas los matrimonios mixtos, aunque no bien vistos, eran muy frecuentes.
Nada de invocaciones a Alá desde lo alto de los minaretes por los muezzines. Nada de rezos multitudinarios los viernes, día santo del Islam, en grandes mezquitas. Esas manifestaciones externas de culto se instauran sobre todo con la llegada de los muy fanáticos almorávides desde África, a partir del año 1040, y que se escandalizan por el relajo religioso de los musulmanes asentados en la península. Pero en Córdoba, y hasta el año 850, cada cual iba a lo suyo y me gusta pensar que, aunque tuviesen -como es lógico- sus propios círculos de parientes y allegados, las relaciones vecinales eran tranquilas, nadie se metía con nadie y menos por temas religiosos que, al parecer y visto lo visto, tampoco les producía excesiva inquietud.