Agradecimientos
Antes de nada y aplicando el refrán de que «es de bien nacido ser agradecido», he de reconocer que a mis flacos recuerdos he podido ayudar, y mucho, con el libro que mi compi de aventuras y del que luego hablaré, Josema, escribió sobre este viaje. Plagado de fotografías hechas por él y de citas, es un texto muy completo, documentado y detallado, como a mí me gustan. No en vano era imagen común en nuestros viajes ver a Josema tomando notas todo el rato en un cuadernillo (con lápiz, nunca te quedas sin tinta dice, y dice bien) o preguntándole a un mauritano, por ejemplo, cuánto valía un camello y una camella. Podéis conseguirlo por internet, bien en papel (las fotos siempre saldrán mejor. Por cierto, Josema: me he permitido copiar algunas de ellas) o en formato PDF. Su nombre: Caminando con los tuareg. Por el corazón del sahara: el macizo del Tefedest y las montañas del Hoggar. Su autor: Jose Manuel Rodriguez Jimeno.
Tengo muchos libros de viajes, muchos de ellos sobre África, unos cuantos sobre el desierto, y algunos pocos sobre los tuareg (¿se nota que me gusta el tema?) pero, y lejos de mí la intención de hacer la pelota, el de Josema está muy bien, y no sólo porque tuviese la suerte de formar parte del libro. Por supuesto tengo éste, que me regaló y dedicó. Pero lo hubiese comprado de todas formas. Intentaré que esta entrada de mi blog, si no tan completa, quede digna. En tu honor y en el de tantos buenos compañeros de viaje vaya esta cita de Claudio Magris en su libro, El Danubio:
…en ocasiones la vida es buena y permite viajar y ver mundo, aunque solo sea a retazos y por poco tiempo, con los cuatro o cinco amigos que declararán en nuestro favor el día del Juicio, hablando en nuestro nombre…
Gracias, Josema.
La partida. Sábado, 20/12/2008
Tras mi última noche de guardia (y de trabajo) en el Centro de Urgencias Veterinarias de Bravo Murillo y tras un amago de última urgencia, debido a una llamada desesperada a las ocho y media, que desvié hábilmente a la central de Reina Cristina, y tras sopesar si ir en transporte público o coger un taxi como un señor, me decidí por esta última opción: avisar un taxi, y evitarme arrastrar el pesado petate por el metro y sus largos pasillos.
Recogí pues, mis últimas cosas, o sea, el pijama azul puesto que todo lo demás (cacharros de comida, café, sopas, libros, etc) ya me lo había llevado antes, de las misma manera que el petate descansaba allí hacía dos días, con todo preparado. El jueves a las 10 aparecieron para despedirse de mí en persona Rosa, la de la limpieza y su marido, a los que llegué a apreciar las pocas veces que coincidimos y a los que había dejado una nota de despedida comunicándoles que dejaba el trabajo.
Tiré mis viejos zuecos a la papelera (despréndete de lo material, dijo el Buda) cerré la puerta del tirón, la física y la retórica, dejándole las llaves dentro (como había convenido con Jóse, mi superior directo) a Sebas, el compi boludín, con otra notita, me subí al taxi que esperaba ya en la calle y me fui derechito al aeropuerto, dispuesto a huir de Papá Noel, de las luces navideñas que iluminaban graciosamente Madrid, y de la civilización judeocristiana.
Barajas. T4. Actualmente «Aeropuerto de Madrid-Barajas Adolfo Suarez»…demasiado largo para los castizos para los que sigue siendo «Barajas» a secas, como toda la vida. Un viaje más y 32€ menos. Para la próxima, en metro, pienso. Hemos quedado en el mostrador de Air Algerie, y para cuando llego, con puntualidad británica, los otros tres ya están allí. Aparte de mí el equipo es el siguiente:
1º/-Jose Manuel, Josema para los amigos. Ya conocido de dos viajes previos a Mauritania. Profe de Educación Física (y como cabe esperar muy deportista) en Zafra, ecologista-coñazo-sólo-lo-justo aunque buen encajador de bromas, viajero inveterado, lector empedernido y con avidez de conocimientos y ante todo buena persona. En su último viaje de verano se enrolló con su última novia, Belén, chica agradable, con la que ha planeado vivir juntos en Zafra en un par de meses. La idea de este viaje partió de él. Quería conocer la zona del Tassili N’Adjer, donde estuve yo hace año y pico, de fantásticos paisajes rocosos y pinturas rupestres a mogollón, más de diez mil catalogadas. Un pasote.
Moviendo el tema contacté con un targui (singular de tuareg), Mohamed, cocinero en nuestra expedición, con el que se enrolló una española del grupo y a través de la cual me enteré que sí, que mantenía contacto (no puedo precisar a qué nivel), y que además había montado su propia agencia. Aclaración: sólo en Tamanraset (para los locales: Tam, la wilaya o capital de la provincia del sur argelino) nos contó Ventura (ya hablaré de él en el Assekrem) que había 88 agencias. Pero el concepto de “agencia” no coincide necesariamente con el nuestro.
En el caso concreto de los tuareg, una agencia puede ser un solo targui que, en un momento dado, reúne un pequeño grupo, generalmente de la misma familia, y consigue un par de coches. Mohamed me dijo que sus tarifas eran 60€/persona/día, todo incluído: guía, desplazamientos, manutención, etc…aunque siempre es importante aclarar algún extra de los que siempre salen. Con la agencia de Miquel Petit con la que había viajado a Djanet, para conocer el Tassili N’Adyer, había un par de alojamientos, sobre todo el último (el 1º, el Zeriba, era un pelín deficiente) importantes a la hora de poder descansar adecuadamente tras la paliza a caminar que supone el recorrido por el Tassili.
El problema eran los vuelos: ya metidos en Diciembre no había vuelos con transbordo en el día desde Argel, incluso cabía el riesgo (y si cabe, lo habrá fijo, es la Ley de Murphi a la africana) de tener que pasar una noche en Argel. Si la compañía aérea hasta la capital no era la Air Algérie (podían ser Iberia, AirFrance), los vuelos internos salían mucho más caros. Pero hete aquí que avisaron a Jose Manuel desde Viajes y Cultura Africanas, la agencia de Javier con los que ya había hecho un par de recorridos, que había un viaje organizado al que podríamos apuntarnos, un viaje “cañero” de los que le gustan a Jose Manuel…¡y a mí, qué leches!: nada menos que 17 días (del 20/Dic al 6/Ene), de trekking por el desierto, y además por una zona apenas transitada: las montañas del Tefedest, al norte del Hoggar.
Este viaje lo habían pedido “a la medida” dos tipos a los que, por supuesto, no conocíamos de nada. Javier, buen vendedor, me dijo que uno estaba interesado por la botánica (¡un biólogo –pensé- qué bueno como compi de viaje!, acostumbrado a mis periplos montañeros con los amigos biólogos), y que al parecer nos aceptaban como parte del grupo “si no éramos un grupo grande, y con cierta experiencia”, lo que me pareció unas condiciones muy sensatas. Los ví casualmente un día en la agencia Viajes y Cultura. Los dos me parecieron muy cabales, y una semana antes quedamos allí para recoger billetes y visados, y “conocernos” los cuatro, para lo cual tras hacernos con lo nuestro nos tomamos una caña en el bar de al lado y hablamos un poquito de las cosas para llevar, tipo botiquín y vituallas extras, y un poco la idea del viaje.
2º/-Miguel Pinar: la idea de este viaje partió de él. Viajero compulsivo, ha recorrido muchos países del mundo. Ahora estaba descubriendo el Sahara. Había recorrido el Akakus libio y el Tadrart junto con el Tassili N’Adyer argelinos. Más adelante se planteaba conocer Mauritania (donde ya habíamos estado dos veces Josema y yo). Se decidió por el Tefedest precisamente por lo apenas frecuentado, ni siquiera por los tuareg a los que, al parecer, les daba “yuyu”. En concreto su extremo más septentrional era la montaña más alta, visible desde muy lejos y de aspecto, como veríamos más adelante, un tanto sobrecogedora, llamada por los tuareg Ouded, pero más conocida por su nombre árabe de Garet Al Yenún: la Casa o el Jardín de los Yinns, esos geniecillos que están por todos lados y a los que tanto temen los supersticiosos tuareg.
Miguel se demostró como persona muy sensible, conocedor profundo del mundo del arte y artista él mismo, pero además interesado desde su infancia jienense, en Mengíbar, por todo lo relacionado con la arqueología y la naturaleza. Con gran agudeza –según él por su pasado cazador- para detectar restos de todo tipo. Esta afición viajera está favorecida por su doble condición de funcionario y de célibe, ya que según fuimos sabiendo tiene una “novia eterna” en Valencia, Lola, que tampoco le exige mucho.
Y 3º/-Alberto Ordoñez, como alias conocidos: El Buen Doctor o El Maestro. El primer día que le ví me sorprendió su físico mezcla de Unamuno y Don Quijote. Muy reservado con su vida personal nos vimos obligados a ir descubriendo tan sólo retazos. Confesó su edad casi al final: 60 años, pero muy bien llevados. Montañero de toda la vida, amante de la vida sana, el más higiénico de los cuatro con diferencia y, médico de profesión, mantiene una “cuadra” de 10 enfermeras de las que, por más que lo sondeé a menudo, fue imposible saber hasta dónde llega la intimidad. Buen conocedor del mundo artístico, solía entretenerse con piedras haciendo sus performances.
Pues semejantes cuatro estábamos en la T4 del aeropuerto Madrid-Barajas Adolfo Suarez esperando la hora de la partida, programada en principio a las 12,30, como efectivamente fue.
Llegada a Argel
Nos la habían pintado como una ciudad peligrosa, foco de integristas y exaltados, al punto de recomendarnos no salir del aeropuerto. Pero como nos sobraban unas 10 horas sobre el horario previsto que, con el habitual retraso se convirtieron en unas 14, y nos sentíamos valientes, habíamos convenido con Javier que avisase a nuestro “hombre en Argel” para recogernos en el aeropuerto y darnos un rulillo por la ciudad.
Así fue. Apareció nuestro “árgel de la guarda” (no es una errata, es un chiste fácil: de «ángel» a «árgel», tampoco damos pa más) , de nombre Ferhat, con una apariencia física totalmente europea (como muchos de los hombres que vimos al pasear) con una furgoneta tipo pick-up con un espacio enrejado y con su cerradura atrás. Recorrimos una autopista hasta entrar en Argel. Tráfico denso, contaminación. Fuimos pasando por el puerto, las estaciones de buses que reparten a la gente por la periferia. Vimos como muestra del buen hacer de los magrebíes un coche-grua: un Land-Rover cortado por la mitad con cartel de “assistence” y un gancho con un pedazo de cadena para arrastrar a los pobres desgraciados que se averiasen…
Llegamos por fin al centro. Le habíamos dicho si se podía pasear por el centro y la kashba y nos dijo que sin ningún problema… Aparcó en un parking subterráneo donde dos naturales, sentados con indolencia en sendas sillas, cumplieron su tarea sin levantarse: mientras el uno apuntó la matrícula, el otro sin abrir el pico le hizo ademán de detenerse. Salimos del parking (donde otro empleado le hizo más gestos para ayudarle a aparcar) a una placita muy arbolada, y nuestro “árgel” nos encaminó a unas grandes escalinatas que nos conducirían a la kashba.
Argel es una ciudad que debió ser muy bonita, aunque ahora estaba bastante deteriorada. Me recordó la estructura de Tanger, o incluso de San Sebastián, como una ciudad en pendiente rodeando una bahía. En las zonas más próximas al mar se mantenía la influencia francesa en cuanto al trazado y la arquitectura. En las partes más altas, se mantenía el trazado musulmán y las huellas de la dominación otomana, visible en los soportes de las balconadas, en la decoración de las puertas o incluso en los patios interiores, a nuestra vista en las casas derruidas, a consecuencia de terremotos y la desidia.
Paseamos un buen rato por la kashba, metiéndonos por callejas, asomándonos a patios y terrazas, y en ningún momento hubo sensación de inseguridad ni tan siquiera una mirada hostil. Por el contrario, los pocos que nos miraban lo hicieron con bastante discreción y solamente un par de chavales y de chicas, sonrientes, nos preguntaron, ¿italianos?… Salimos por fin a un mercadillo callejero, donde compramos una barra de pan con semillas de sésamo al lado de una gran mezquita, la Mezquita de los Judíos, nos contó nuestro guía, con un estilo que recordaba incluso al románico, posiblemente influencias bizantinas, de cuando anduvieron por aquí antes de la llegada del Islam.
Fuimos a cambiar dinero a los cambistas, que ejercían en plena calle, a un cambio que como nos dijo nuestro “ángel de la guarda” era mucho más ventajoso que el oficial que nos darían en los bancos, y efectivamente así fue. No recuerdo exactamente a cuanto, pero para calcular los precios a lo fácil, un euro equivalía a cien dinares. Excepto “la última cerveza” que nos tomamos en un hotel, al parecer el único sitio en Argel donde las dispensaban (había parroquianos del lugar tomando alcohol, ¡Alá los confunda!), no volveríamos a tener ocasión de gastar ni un dinar hasta el último día, en Tamanraset. El desierto nos resultó muy económico, en ese sentido.
Tuvimos también ocasión de visitar el monumento conmemorativo de la independencia argelina, allá por 1960. Sobre una de las colinas que dominan la bahía, un altísimo “cohete” de hormigón formado por cuatro curvas unidas en lo alto. A su alrededor viejas casas de apartamentos absolutamente cuajadas de antenas parabólicas. El único momento de tensión sufrido en Argel, a parte de la espera en el aeropuerto, fue cuando fuimos a dar la propina a nuestro guía, Ferhat. En Madrid preguntamos a Javier cuánto era lo habitual, y nos dijo que unos 10 euros por persona. Nos sentimos generosos por el buen paseo y decidimos darle 50 entre los cuatro. Mas cual no sería nuestra sorpresa cuando al darle los 50 y decirle si le parecía bien, dijo que no, que si le dábamos otro igual. Un tanto cortados le dijimos lo de Javier, y contestó que por lo menos 80. Le dimos 20 más y ahí quedó la cosa. Como hubiese dicho Cervantes:
…y luego, incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada…
Volando a Tamanraset
En el aeropuerto de Argel la terminal de vuelos internacionales está al lado de la de los vuelos nacionales. Sólo hay que ir arrastrando la maleta unos cien metros para cambiar de terminal. El vuelo era nocturno. En principio salía a las diez de la noche aunque se retrasaría hasta la una y media…ésto pasa no sólo en África sino en los mejores aeropuertos europeos. Hubo un pequeño momento de tensión: justo al facturar nuestros equipajes, nos dicen que mi reserva (sólo la mía) «no aparecía». Iniciamos un pequeño peregrinaje adjuntando el billete electrónico impreso que yo tenía en mi poder, y que empezó a circular de ventanilla en ventanilla, de funcionario en funcionario, siguiendo los cuatro cual halcones peregrinos a mi billete sin perderle de vista ni un momento con la mirada, nada de sentarse a esperar…
En el Magreb aprendí hace tiempo, observando sus costumbres, que el truco ante cualquier problema administrativo o de billetes es insistir, insistir, e insistir, siempre con la misma cantinela. Hasta que al final, aburrido, uno de ellos cede y, súbitamente, se soluciona el problema. Así sucedió en el aeropuerto de Argel, terminal de vuelos nacionales. De repente, a la cuarta o quinta ventanilla, obtuve mi reserva. Tras estos «pequeños» trámites, subimos al avión y aprovechamos para dormir un poquito, dado que por las ventanillas no se podía ver nada del paisaje. La distancia entre Argel y Tamanraset son casi dos mil kilómetros. Dado que hizo una escala previa en Djanet (o, mejor, Yanet), la travesía se prolongó más de las tres horas previstas, así que llegamos a Tam amaneciendo.
En el aeropuerto, pacientemente, nos esperaban nuestro guía targui, Mulud, el jefe del grupo y conductor del primer Toyota junto a sus tres ayudantes: el conductor del segundo Toyota (nunca se debe ir en un solo coche por el desierto ante el riesgo de averías porque te puedes quedar peligrosamente aislado), el cocinero, y el que sería nuestro acompañante a pie durante todo el recorrido, Ibrahim.
Ibrahim era menudito para lo que suelen ser los tuareg. El cocinero, por ejemplo, era un robusto targui de metro noventa. Ibrahim era más pequeño, lucía una contínua sonrisa y sobre todo, tenía un gran parecido con nuestro ex-presidente Aznar, con su bigotito y todo. Había estado casado pero su mujer le había echado de casa, nada raro entre las targuías (mencionaré sus matriarcales costumbres más adelante), y buscaba novia. Éso sí: al contrario de las costumbres magrebíes en donde es la familia la que concierta la boda de las hijas a muy corta edad (la opinión de las niñas ni se considera), entre los tuareg son las targuías las que deciden si le gusta el pretendiente o no le gusta.
Las bellas y dignas targuías
Comienza el viaje
Antes de nada, y como suelo aclarar cuando describo viajes por antiguas colonias francesas como es el caso, cuando mencione nombres de personas y, sobre todo, localidades, lo haré evitando la transcripción gramatical «a la francesa», y procurando poner el nombre «tal como suena» pronunciado por ellos. Ejemplos: en vez de «Mouloud» Mulud, que es como ellos dicen y además como se pronunciaría la palabra escrita «a la francesa». En vez los «djinn«, pues Yinn. En vez de «Djanet», pues Yanet.
Tamanraset, capital de la wilaya o provincia del sur, fue en origen un pequeño asentamiento de tiendas nómadas. Tuvo que ser un predicador francés del que ya hablaré, el Padre Foucauld, todo un personaje, el que levantó la primera construcción en piedra, en 1905. Pero Tam fue creciendo hasta alcanzar, hoy día, los cincuenta mil habitantes. Mulud nos llevó hasta su «campamento» en las afueras, una pequeña construcción con colchonetas, un pequeño baño y que además les servía de almacén para las bombonas de gas, las provisiones, las tiendas de campaña y el resto de la impedimenta. Desayunamos algo: café con leche en polvo, tostadas con mantequilla y mermelada, y comenzamos el viaje.
Nuestro propósito es comenzar a caminar, un poco más adelante, siguiendo el macizo del Tefedest, dirección sur-norte hasta llegar a su extremo más septentrional, en la montaña de Garet Al Yenún (aunque suele aparecer escrita «en francés»: Al Djenun), 2.300 metros de altura, dominando todo el panorama de desierto que la rodea. Mencioné al principio que el Tefedest es un territorio, dentro de lo escaso de gente que es de por sí el desierto, muy poco poblado. De hecho apenas vimos más que algún cabrero. Los tuareg, muy supersticiosos, dicen que está lleno de yinns, de esos diablillos que te pueden llegar a complicar mucho la vida, que viven en cada cueva, en cada fuente, en cada pozo y casi en cada roca y, en especial, en el Garet Al Yenún. Creo que, desde nuestra perspectiva de europeos, tuvimos «indicios» de su existencia.
No voy a pormenorizar cada etapa, primero porque los nombres locales son complicados y a mí mismo me acaban confundiendo, éso se lo dejo al libro de Josema. Prefiero centrarme en lo que supusieron para mí las emociones del viaje, que fueron muchas, aunque algo comentaré de nuestras rutinas…no se lo voy a dejar todo a Josema.
Gastronomía del desierto
Como parte de nuestras rutinas, serán las horas de luz las que marquen los tiempos. Nos levantábamos a poco del amanecer, y desayunábamos aproximadamente a las siete. Como la primera vez, café con leche en polvo, tostadas con mantequilla y mermelada. Estando de camino hacíamos una paradita como a las once, e Ibrahim sacaba de su bolsa algunos dátiles, para almorzar. En Argelia no, pero en Mauritania había todo un culto en torno al dátil. En Agosto se vacian las dos ciudades grandes: Nuadibu y Nuakchot, y muchos se van a los palmerales del interior donde viven en los oasis un mes y pico, dedicados toda la familia a la recolección. Consideran unos veinte tipos diferentes de dátil, desde los más sabrosos y lujosos hasta los peores, destinados a la alimentación de las bestias y de los esclavos.
Los tuareg, que para algunas cosas son muy fantasmones, decían que un sólo datil basta para alimentar a un targui durante tres días: el primero, con la piel; el segundo, con la chicha; y el tercero…con el hueso. Éso dicen. Seguimos con la rutina gastronómica: a eso de las doce llegábamos donde los conductores habían montado un pequeño campamento. Allí el cocinero, al que entre nosotros llamábamos Papá Pitufo por ir siempre con una gandura azul resplandeciente, había preparado unas deliciosas ensaladas, a base de lechuga, tomates, zanahorias y otras verduras, riquísimas, cultivadas en las huertas de Tamanraset. Seguíamos la caminata con Ibrahim y ya al atardecer, como a las siete de la tarde, llegábamos al campamento donde se habían plantado las tres tiendas de campaña: una para Mulud, que para éso era el jefe, y las otras dos para nosotros.
Dormíamos Josema y yo en una, y Alberto y Miguel en la otra. El primer problema es que una de ellas era más bien cortita y te obligaba a sacar los pies fuera, así que decidimos civilizadamente antes que recurrir a las navajas, alternar una noche una y otra noche otra. El segundo problema es que estábamos a finales de Diciembre, que en el desierto hace mucho frío y que, según subíamos en la montaña, el frío llegó a ser tan intenso que las tiendas amanecían con hielo por encima. Cuando nos tocaba la tienda corta, metíamos los pies además de en el saco de dormir, en una mochila, para no amanecer con los pies congelados.
La cena ya era más consistente: unos boles con una sopa bien caliente con tropezones, que nos tomábamos embutidos en un par de forros polares, uno encima del otro, e incluso si arreciaba el frío una manta que no sobraba nada, pero que nada. A la sopa solía acompañar un estofado, con carne de cordero o generalmente de cabra. Durante el recorrido nuestros guías compraron un par de cabras…vivas, como es lógico. Como veterinario he trabajado en mataderos y me ofrecí para encargarme yo del sacrificio del animalito. Por supuesto, no me hicieron caso. Y no creo que fuese por el tema de ser «infiel». El Islam ordena degollar al animal mirando a La Meca, pero las dos veces que les ví la degollaron en la postura que mejor les pilló, sin calcular la menor orientación. Aquellas dos noches asaron parte sobre las brasas y nos ofrecieron el hígado y el corazón…¡sabrosísimos!, por cierto. La carne iba cayendo, noche tras noche, en forma de estofados. Pero ellos, golosones, se reservaban siempre su pieza preferida: la cabeza que, tras asar, desmenuzaban con los dedos con una auténtica expresión de gozo.
Varias noches tuvimos el placer de degustar la taguela, o táguela, como he escuchado en otros sitios. En esencia no es más que pan, amasado de harina con agua y sal en un perolo. Lo interesante es el proceso de la cocción. Cuando sólo quedan las brasas de la hoguera, se apartan un poquito, se hace una pequeña depresión en la arena y allí mismo colocan la torta plana, en crudo. Lo vuelven a tapar con arena y colocan otra vez encima las brasas. Como a los quince minutos lo sacan y le dan la vuelta. Para probar el punto de cocción simplemente lo pinchan con un palito. El resultado es un pan, sencillamente delicioso. Y sin arena: al sacarlo le dan unas palmadas entre las dos manos con lo que queda limpio. Aunque ellos lo usan al día siguiente para echarlo en la sopa, nos daban siempre trocitos en caliente, recién hecho, se nos veía que lo disfrutábamos pero bien.
Esta foto no corresponde a este viaje, sino otro realizado al año anterior al Tassili Tadrart, pero la taguela es igual, e igual de deliciosa
Tras la cena tocaba otra vez la ceremonia del te, reconfortante y calentito. Y antes de recogernos, cansados tras la caminata de unos veinte e incluso de treinta kilómetros en las tiendas, aún nos quedábamos un rato charlando y consultando con Mulud los mapas para ver el recorrido hecho, o el que nos esperaba al día siguiente. Teníamos dos o tres mapas de la zona, aunque el más exacto era un mapa soviético. Sólo había que hacer un pequeño esfuerzo para «traducir» del cirílico los nombres de las localidades.
Mulud disponía de un GPS que utilizaba para ubicarse con exactitud en el mapa, aunque para orientarse no lo necesitaba. Una vez pregunté a un tuareg, yendo en camello, si él utilizaba GPS (acróstico de Global Positioning System). El hombre, muy chulo -los tuareg son muy chulos cuando quieren- dijo que no, que él usaba el TPS: Tuareg Positioning System. Acostumbrados desde generaciones a la vida nómada y a orientarse por el desierto con la única ayuda de las estrellas, el movimiento del Sol o el paisaje, un targui nunca se pierde. Cuando Mulud conducía el Toyota estaba todo el rato pendiente, mirando en lontananza. En el desierto los horizontes son amplios y no se le escapaba nada. En Mauritania recuerdo un viaje durante el que, durante varias horas, el guía iba indicando con el dedo al conductor cual brújula digital el camino. No había pistas y el paisaje era llano y monótono, sin referencias. Llegamos directos justo donde él quería, una pequeña aldea, un punto en el mapa.
La fauna del Tefedest
Hasta en los desiertos más áridos como el «desierto negro» que conoceríamos más adelante, o zonas como el Teneré de Níger o el de Tagant en Mauritania, donde no hay vegetación ni pozos de agua en cientos de kilómetros a la redonda, hay vida. En forma de alguna mísera acacia, de cuervos por el cielo, de negros escarabajos velocísimos o de algún lagarto oteando desde lo alto de una piedra. El que nosotros recorríamos ahora estaba deshabitado, entre otras cosas por la superstición de los tuareg a los yinns, pero bullía de vida.
Un gran escarabajo, el Julodis marmottani, sp. alluaudi (¡por favor, no confundir con el J. aequinoctialis!), y el ubícuo bul-bul, Oenanthe leucopyga. Que se vea que me lo he mirado
Durante aquellos días por el desierto flanqueado por las montañas vimos un poco de todo. Tropezábamos muy a menudo con gacelas. A veces una, a veces dos, a veces un rebaño de doce, que salían despavoridas al vernos.
Las timidísimas gacelas
En alguna ocasión descubrimos el cadáver semidevorado de una cría de camello. Guepardos, nos decía Ibrahim, para los que las crías de camello son presa fácil. A veces caminábamos fatigosamente por zonas de dunas, sin poder evitar hundir los pies en la arena. Otras veces el terreno era pedregoso e igualmente incómodo.
Veíamos huellas todos los días: de chacal, de gacelas, de hienas, de arrui… Un día ejercimos, con la ayuda de Ibrahim, de una mezcla de Sherlock Holmes y pisteros comanches. Vimos unas huellas de arrui, la versión sahariana del muflón, más grandes que las finas huellas de las gacelas, con la separación de las grandes zancadas lo que nos hizo deducir que el animal iba corriendo. Justo a su lado otras huellas de amplias zancadas, en este caso de hiena rayada, más grandes que las de los chacales. Aunque aprovechan la carroña también cazan. En este caso perseguía a su presa. Los chacales son más pequeños pero un día cruzó por delante de nosotros a unos diez metros, con total tranquilidad un macho de chacal muy grande, del tamaño de un pastor alemán. Nos miró con total descaro y, caminando, sin prisa, salió del camino. En teoría son muy tímidos y huyen, pero aquel día agradecimos ir cuatro juntos y que no tuviese pinta de tener hambre.
Cuando acampábamos en los ueds, los lechos secos de los ríos, protegidos por las paredes rocosas a los lados, veíamos corretear sobre las rocas a los damanes, animales retacos y peludos con gran parecido a las marmotas, roedores habitantes de la alta montaña, en los Pirineos y en los Alpes. Pero ahí acababa todo el parecido. Los damanes, de hecho, están emparentados (remotamente, pero emparentados) con…¡los elefantes!. Y ya puestos con la zoología, y dentro de ella la ornitología, vimos muy pocas especies de aves. La más frecuente era un pájaro blanco y negro muy simpático, al que los tuareg consideran de buen agüero y al que llaman bul-bul, en Marruecos mula-mula, para los interesados Oenanthe leucopyga, y que se acercaba sin ningún miedo a nuestros campamentos, como en España los ubícuos gorriones, buscando algo que llevarse al pico. Ya cuando ascendimos al macizo del Hoggar pudimos ver una pareja de alimoches. No sé de qué se alimentarían en zonas tan áridas, pero ahí estaban.
Además de la fauna, la flora. Muchas plantas, florecidas en esta época del año, más «suave» para ellas. Y la presencia de las resistentes acacias. Algunas, escurriendo una savia roja, utilizada por los tuareg una vez endurecida para muchos remedios
Para comer parábamos en zonas cómodas y sombrías…cuando había sombra, lo cual se agradecía porque de día y bajo el sol hacía calor. A veces, un bosquecillo de tamarindos, bajo los que podíamos sestear una hora. Otras veces, una triste acacia, de donde debíamos barrer las agudas espinas que se habían desprendido del árbol si no queríamos que se nos clavasen.Seguíamos caminando. Poco a poco y aunque dominaba la arena, el paisaje se iba haciendo más rocoso. Uno de esos días nos fuimos acercando al punto prefijado entre los guías a la hora de comer, una zona entre enormes rocas. Nos esperaban riéndose.
Elefante, búfalo y jirafas
Había grabados rupestres de lo que fue la fauna hace miles de años, de cuando el clima era mucho más benigno. Uno de ellos, un búfalo de grandes cuernos casi de tamaño natural semitapado por la arena. Se distingue muy bien la antigüedad de los grabados rupestres por el tono dentro de los surcos. Los más antiguos, neolíticos o incluso quizá paleolíticos, tienen el color oscuro de la roca, porque se han oxidado al lento y contínuo contacto con el aire. Los modernos, quizá de tan sólo mil años o menos, aún destacan por un tono rojizo más «fresco» en el interior de la piedra grabada. Todos los que había aquí eran de los antiguos. Sin parar de reírse nos condujeron a una gran roca con una pared vertical de unos dos metros. Había tallada una figura humana muy grande, pero costaba trabajo distinguirla bien por lo gastada. Cuando comenzamos a mirarla mejor y pudimos apreciar el detalle comprendimos la causa de sus risas: una figura de perfil, con las piernas cortas y patizambas y un torso algo deforme como el de un enano…¡con un pene que le colgaba hasta el suelo!…nos reímos todos y la figura quedó bautizada, muy justamente, como El enano pollón.
Las bellas y libres targuías
Mencioné al principio que el macizo del Tefedest está prácticamente deshabitado. Sólo cuando bajamos por su lado Este, y ya cerca de Tamanraset, vimos una pequeña población, Mertutek, asentada sobre un oasis. Aparte de este emplazamiento estable, tan sólo tuvimos ocasión de encontrar dos campamentos tuareg. Son las targuías, las mujeres, las que viven en las tiendas y pastorean las cabras, mientras los hombres comercian o trabajan en la ciudad. Con la leche de las cabras preparan mantequilla y queso, un queso que dejan curar hasta el extremo. Cuando vi esos trocitos amarillentos en los mercados de Tamanraset no me imaginaba qué era, podría ser hasta caliza. Fromage (queso, me dijo el del puesto). Le pedí permiso para probarlo, era superduro y de sabor rancio. Se rieron al ver la cara que puse, porque ese queso no se come: lo echan para que se disuelva en las sopas. Josema y yo tuvimos ocasión de comprobar -que no probar, como el queso- la gran desenvoltura…o desvergüenza de las mujeres.
En el desierto no hay nadie, pero se enteran de todo. Posiblemente nuestra avanzadilla de Toyotas ya les había saludado y habría estado hablando largamente con ellas como es costumbre en el desierto, preguntándose por las familias y por todo lo demás, y sabían que en el grupo viajaba un médico. Y entre estas gentes pobres y aisladas siempre hay algún enfermo a los que la providencial llegada de un doctor les viene pero que muy bien. Gente con fiebre, con dolor de muelas o, como en este caso, una mujer que había partido hacía poco
con fiebres puerperales. Alberto, nuestro Buen Doctor, entró en la tienda con su kit de salvar vidas para hacer el reconocimiento profesional de rigor. Mientras, Josema y yo nos dimos una vueltecita por el campamento, haciendo fotos a las cabras, a los aperos y a las guerbas, pellejos enteros de cabra con el cuello y las patas cosidas donde los nómadas guardan el agua, y donde la transpiración la mantienen fresquita, como en nuestras botas de vino, o nuestros botijos.
Campamento tuareg. Sobre la cabra, la guerba con el agua fresquita
Mientras el Buen Doctor atendía a la enferma, dos jóvenes targuías se acercaron a nosotros. Podían tener entre diez y seis o veinte años. Descalzas, con su túnica. Una con su pelo suelto, la mayor con un pañuelito. Coquetas y, a su estilo, arregladas, con pendientes y collares de cuentas. Habitualmente, su atuendo es de lo más sencillo. Nos gustó pensar, y así lo comentamos luego, que la noticia de nuestra llegada les animó a «arreglarse» un poquito para los jóvenes viajeros europeos. ¡Quién sabe si no estarían más que hartas de cuidar cabras en aquellas soledades, y deseando cambiar de aires!…Morenas y guapas, o así nos lo parecieron. Se acodaron en una zeriba (empalizada de cañas) a dos metros escasos de nosotros y, sin dejar de mirarnos a los ojos, empezaron a hacer comentarios entre ellas en tamashek, en su dialecto -por supuesto no nos enterábamos de nada- y a reírse mucho…Para ellas lo «exótico» éramos nosotros. Aquello duró unos diez minutos durante los que Josema y yo, allí parados y con una sonrisa tonta en la cara, no nos atrevimos a decir nada. Y según habían venido, se fueron, igualmente risueñas y descaradas. Josema y yo, un tanto contritos y confusos, ¡para qué negarlo!, llegamos a suponer si no se nos estarían repartiendo: para tí el más alto, para mí el más bajo… Y que si algo así nos hubiese pasado en España triunfábamos fijo. Pero no acabó ahí la cosa…
La descarada targuía, luciendo sus mejores galas
Los tuareg, como ya comenté, se organizan en una sociedad matriarcal. A todas mis amigas les encanta escuchar ésto. Son las mujeres las que perpetúan el apellido, las líneas nobiliarias o aristocráticas -que las hay- o las propietarias de los rebaños. Escogen marido o, al menos, aceptan a los pretendientes. Y, como en el caso del pobre Ibrahim, si en algún momento no les gusta el marido, lo echan de casa. No se cubren el pelo, si acaso cuando ya son mayores y están casadas, pero no es lo general. Y practican una curiosa ceremonia: el tindé. De vez en cuando se reúnen las mujeres al anochecer, cubren con una piel de cabra el cubo de madera donde muelen el arroz o el mijo (el propiamente tindé) y acompañadas de la percusión cantan durante toda la noche.
En el desierto el sonido llega hasta muy lejos y, desde muy lejos acuden los hombres jóvenes, para cantar y bailar. Y no es nada raro que las parejitas acaben saliendo del grupo para esconderse detrás de una duna. Si de estas aventuras nocturnas acaban naciendo niños, son los llamados hijos de la arena, de madre soltera, pero éso entre las targuías no supone ningún problema. Es más: si la novia aporta al matrimonio uno, dos niños o más, aparte de que son muy bien acogidos por el padre, es una demostración palpable de su fertilidad.
Aquella tarde habíamos montado el campamento a unos quinientos metros de las tiendas de las targuías. Es norma de cortesía en el desierto «no molestar». Si alguien ha acampado cerca de un pozo, no lo hará a menos de medio kilómetro, para ni molestar ni ser molestado por los que se acerquen a por agua. Cuando ya, anochecido, estábamos todos tan agustito cenando nuestra sopa, comenzó a sonar el tindé. Josema y yo nos miramos a los ojos entendiendo claramente «el mensaje». No sé cuál de los dos murmuró: tío, nos están invitando a la fiesta… Se oían claramente las voces de las jóvenes targuías. Los tuareg de nuestro grupo seguían cenando indiferentes a la música, incluso Ibrahim, el que buscaba novia. Bien que lo pensamos, pero nos dio apuro levantarnos y acercarnos. No sabíamos si sería bien interpretado por nuestros compañeros, o qué tipo de recibimiento nos esperaba en las tiendas. Lo mismo nos hubiesen esperado con los brazos abiertos, que nos hubiesen tirado a la cabeza alguna piedra. No nos decidimos y esa pena nos acompañará siempre…
Los malvados yinns
El Tefedest, según los muy supersticiosos tuareg, está lleno de yinns, y prefieren no provocarles. Es la principal razón de que no encontrásemos a casi nadie en aquellos trescientos kilómetros de recorrido. Pero nosotros, occidentales racionalistas y cartesianos que no creemos en semejantes supercherías, tuvimos ocasión de sufrir su acoso. Prácticamente cada noche los cuatro teníamos sueños muy agitados que nos contábamos a la mañana siguiente, con una mezcla de estupefacción y de sorpresa. A veces, eróticos. Podía influir que llevábamos ya varios días sin «catar hembra», no digo que no, pero eran sueños raros.
Una noche soñé que estábamos los cuatro plácidamente recostados en la arena cuando se nos acercó paseando, ¿quién?, pues ni más ni menos que Cristina de Borbón (sí, como suena). Que conste en acta que Cristina de Borbón nunca ha sido objeto de mis fantasías eróticas, y aún faltaba mucho para que se destapase lo del caso Noos y les procesasen, con todo lo mediática que se volvió la pareja. Pues allí tumbaditos -en pleno sueño, insisto- se nos acercó Cristina y me preguntó a mí: Oye, ¿tienes «shesh»?… (que vuelva a constar en acta que es la primera vez que oía, o soñaba, esa palabra). Chulo como somos los nacidos en El Rastro y sin cambiar de postura le dije: Por supuesto… ¿necesitas «shesh»?… Y a mi respuesta, se tumbó a mi lado, se empezó a poner muy cariñosa y pasó lo que suele pasar, no voy a dar más detalles que luego lo leen los niños.
Cuando a la mañana siguiente se lo conté a mis colegas, como es de suponer, se partían de la risa. Días después aún me vacilaban de vez en cuando, poniéndose cariñosones y pidiéndome «shesh»… Durante un tiempo pensé en que, si escribía esta anécdota alguna vez, cambiaría a la protagonista pues, no sé, por Ana Botella o Esperanza Aguirre, por no provocar a Urdangarín que es más alto que yo y a lo mejor me ganaba un tortazo, pero en honor a la verdad así fue y así lo cuento.
De vez en cuando y en pleno desierto, la maravilla del agua. Aman iman: «el agua es la vida». Las gueltas, charcas más o menos grandes.
Cuando, una vez sobrepasado el Garet Al Yenún bajamos hacia Tamanraset por el lado Este del Tefedest, tocamos la única población, la de Mertutek, asentada a lo largo de un arroyo generoso en agua, un verdadero oasis donde los nativos cultivan frutales, hortalizas y palmeras. Pero la bendición del agua sin duda favoreció la presencia de humanos durante miles de años. No en vano un refrán frecuente entre los tuareg es Amám imám: el agua es la vida. Por las gargantas de los alrededores que visitamos pudimos ver numerosas pinturas rupestres, con escenas de mujeres bailando o de vacas, en un estilo similar al de los frescos que decoran las paredes de la zona conocida del Tassili N’Ayyer, al este de Tamanraset, en el estilo llamado «de los bóvidos».
Por aquella zona pudimos ver también un gran grabado, de los «antiguos», que representaba una fiera encorvada y al acecho, mezcla de león y de hiena, moteado como una pantera, con grandes garras y colmillos y una crin en su cuello. Impresionaba. Aquella noche soñé que la fiera se movía y al volver a mirarla había cambiado de posición. ¿Los yinns?.
Pero una noche sí nos sentimos «cercados» por los yinns, o por lo menos nos lo pareció. Los Toyotas habían montado el campamento en una garganta que se metía un poco en la montaña. Cuando, caminando y guiados por el fiel Ibrahim nos desviamos hacia allí, nos sorprendió la blancura inmaculada de la arena, muy fina e impoluta. Parecía que hubiese nevado. Hasta los arbolitos estaban cubiertos, como espolvoreados de azúcar glas. Entre la luz del atardecer que ya se iba haciendo noche, la blancura resplandeciente de la arena y el silencio absoluto que reinaba en aquella garganta, era imposible no sentirse sobrecogido. Ya oscurecido y no recuerdo si antes o después de cenar, me aparté lejos del campamento, discretamente, para hacer pis entre unas rocas. Os juro que no soy ni supersticioso ni asustadizo pero dos veces, dos, me volví bruscamente mientras orinaba porque tenía la inequívoca sensación de que tenía a alguien literalmente pegado a mi nuca. Me volví rapidito al campamento aún echando una mirada furtiva a mis espaldas.
Aquella noche cenamos los ocho, los cuatro tuareg y los cuatro españoles, en silencio, nadie hablaba apenas, aunque era el momento del día en que intercambiábamos comentarios, o consultábamos los mapas. Llegó el momento de retirarnos a las tiendas, y empezaron los gritos. Desde la oscuridad lejana nos llegaban aullidos y chillidos largos, como agónicos… ¿Serán chacales?, nos preguntamos Josema y yo, mirándonos desde los sacos con desconcierto, aunque lo cierto es que fue la primera y única noche en que nos dieron semejante concierto. Agradecimos desde el fondo de nuestros asustados corazones que aquel día nos tocaba la tienda grande, que podíamos cerrar con cremallera. De habernos tocado la pequeña creo que hubiésemos encogido las piernas y no arriesgarnos a asomar los pies, y que aquellos demonios hubiesen hecho vete a saber qué diabluras. Pese al cansancio, tardamos en dormirnos.
El pensamiento occidental, racionalista y cartesiano de Miguel insiste en explicar nuestras pesadillas e inquietudes. Según él estamos caminando en dirección Sur-Norte, pegados a unas montañas graníticas, pero flanqueados a Este y Oeste por dunas, formadas por sílice. La diferente carga eléctrica del granito y de la sílice, y además orientados según el eje de rotación de la Tierra, actúa como una pila voltaica, lo que provoca en nosotros esos «desequilibrios» mentales. Suena bien. Pero prefiero creer en los yinn.
A la conquista del Garet Al Yenún
La de arriba es una foto del Garet al Dyenún. La de abajo, una acuarela que pinté desde el campamento base
La montaña de 2.300 metros de altitud, destacaba a lo lejos, cerrando al Norte el macizo del Tefedest. Acampamos en un ued a poca distancia, con la presencia imponente de la montaña por su cara Oeste. Nuestra idea era subir al día siguiente hasta la cumbre. En una ladera cercana pudimos ver un enterramiento preislámico, en forma de gran círculo de piedras con otro círculo en su interior. Como aún quedaban un par de horas de luz dimos un paseo por los alrededores. Por allí no había absolutamente nadie, aunque descubrimos restos de varias gacelas, sin duda las sobras de alguna comida. Me guardé varios cuernos, de dos especies al menos. Para disimularlos en la aduana de Argel, donde te requisaban literalmente hasta la arena, que muchos se llevaban de recuerdo metida en botellitas de plástico, me los camuflé metidos en los calcetines.
Cepo para capturar gacelas. El animal mete la pata dentro y ya no puede sacarla
Una vez desayunados nos pusimos en marcha. Según nos acercábamos a la base nos íbamos haciendo una idea de lo «grande» que era aquello, del pedazo mole de la montaña. Y cuanto más cerca estábamos, al pobre Ibrahim le iba cambiando la cara. De su permanente sonrisa, fue mutando a una carita de pena que daba ídem. En un momento dado y totalmente desolado nos dijo que él «prefería» esperarnos allí abajo…se supone que su obligación era acompañarnos pero, por supuesto, no quisimos insistirle, estaba claro que estaba aterrorizado por los yinns cuyo hogar estábamos invadiendo, y con los yinns no se juega… Comenzamos la subida. Las rocas se iban haciendo cada vez más grandes hasta tornarse enormes peñascos que hicieron necesario comenzar a dar rodeos. En un momento dado grandes placas de piedra, de varios metros de ancho (diez, veinte o más), lisas y cada vez más inclinadas, hacían necesario inclinarse y utilizar las manos. En algunos momentos me sentí como una salamanquesa, con los brazos y los dedos muy abiertos para adherirme bien a la roca y aprovechar al máximo el agarre.
Cuando me di cuenta, y debido a la dificultad del ascenso, nos habíamos dispersado. Empecé a dar voces para localizarnos e intentar reagruparnos. Nos reunimos tres: Josema, Alberto y yo. De Miguel, ni rastro. Gritamos pero no contestó. Decidimos seguir subiendo, no obstante. Al cabo de dos o tres horas y tras no pocas dificultades llegamos por fin a una plataforma ancha, cerca de la cumbre, de la que nos separaban todavía unos enormes paredones verticales de doscientos o trescientos metros de altura. Imposible subir sin equipo de escalada. He visto después reportajes de montañeros a los que les supuso dos días completar la ascensión. Desde aquel punto, a casi dos mil metros, la vista era espectacular. Dominábamos un panorama de 180º. Al sur, las cumbres más bajas del Tefedest en una cadena escalonada. Al norte y al lado Oeste, unos cien kilómetros visibles de desierto, con una sucesión de dunas, zonas rocosas y arenas de diferentes colores.
Alberto, el autor y Josema, tomando un aperitivito típico de «infieles». A nuestra espalda, los altos cortados.
Hicimos una parada allá arriba para descansar y además, teníamos hambre. Libres de compañía islámica y de su estricta observación, habíamos llevado unos sobres de comida haram, totalmente impura, digna de unos infieles como nosotros: chorizo, salchichón, algo de jamón e incluso, y e
so fue idea mía, un par de benjamines, botellitas de cava que descorchamos con alegría, lanzando los tapones a lo alto sin riesgo de romper ninguna lámpara. Nos supieron a gloria. El sol comenzaba a menguar, y empezamos a preocuparnos por el ausente, por Miguel. Durante la subida habíamos visto madrigueras grandes y huellas de hiena. Sólo faltaba que los yinns, cabreados por profanar su santuario, hubiesen hecho perder la razón a Miguel y hubiese acabado devorado por bestias carroñeras. Gritamos su nombre pero no hubo respuesta.
Ya abajo, le encontramos. Tan tranquilo, se había dado la vuelta a media ascensión y se había dedicado a recuperar pequeños trozos de cerámica, de los que había reunido un montoncito. También encontramos a Ibrahim. Más pragmático, se había echado una larga siesta y su gran preocupación ahora es que no había comido nada, y estaba hambriento, el pobre. Ya reunidos los cinco caminamos un rato hasta el campamento donde Ahmed, el cocinero nos estaba esperando con una rica sopa y un sabroso estofado, con parte de la última cabra que se nos cruzó en el camino. No quedaba cava, pero también nos supo a gloria.
La cara Este del Garet al-Yenún, con la «puerta»
A la mañana siguiente en vez de caminar recorrimos un trayecto largo con los Toyotas. Al rodear en el sentido de las agujas del reloj el Garet Al Yenún aún pudimos descubrir, en su cara Este, un aspecto sorprendente. Una enorme hendidura surcaba el paredón de arriba abajo, como si fuese una puerta de entrada a lo que, supusimos, le hizo merecedor del nombre del Jardín de los Genios. Justo delante, cual centinela, un gran monolito pétreo. Lamentamos no haber llegado hasta allí, sin duda el lugar hubiera valido la pena.
Celebrando el Año Nuevo
En el desierto, sometido al ciclo de la luz, pierdes la noción de las horas y de los días. Pero alguno del grupo recordó que ese día era 31 de Diciembre. La cena fue la habitual: sopa y estofado, sin más. Yo había llevado como acostumbro para estas ocasiones y estos lugares una latita para cada uno con doce uvas peladas…
¡hay que mantener las tradiciones, aunque sea en el Sahara!. Y aunque cenábamos a las siete y a las ocho ya estábamos durmiendo, preparamos el pequeño ritual de las campanadas…sin campanadas, sin televisión desde la Puerta del Sol y sin la Anne Igartiburu ni Ramón García… Preparamos al bueno de Ibrahim al que le dimos una sartén y un cazo y a la voz de ¡Ya!, se puso a dar golpes en la sartén mientras los demás, asímismo aleccionados, nos fuimos comiendo las uvas. Después vinieron los abrazos y las felicitaciones. Los tuareg se rieron mucho. Fue un momento emocionante. Haciendo un exceso, aquella noche nos fuímos a dormir muuuuy tarde: podían ser las ocho y media…
Los espléndidos atardeceres del desierto…
Previamente pensé que, aunque no nos diésemos cuenta, seguramente debíamos oler a cabra tanto como olían intensamente los tuareg. A todo se acostumbra uno, al propio olor (mal olor) entre otras cosas pero, entre la dieta con alto contenido de cabra y su contenido en ácido caproico, las largas caminatas en las que, bajo el sol, acabábamos sudando, y la inevitable falta de una mínima higiene (un cepillado nocturno de dientes si acaso), era fácil deducir que sí, que debíamos expeler un aroma, como se suele decir, a chotuno. Así que cogí una muda limpia, una latita y un poco de gel, y con tan somero kit de limpieza me alejé del campamento, discreción y prudencia ante todo, remontando el arroyo junto al que habíamos acampado con la intención de recibir al Año Nuevo, si no en traje de gala, por lo menos algo más limpito.
Encontré una pequeña poza. Para empezar y ya por la tarde hacía un frío que pelaba, no en vano era 31 de Diciembre. En segundo lugar y como era de esperar , el agua del arroyo estaba heladita. Así que, haciendo acopio de valor, me despojé de mis sucias vestiduras, incluyendo los calzoncillos y cogiendo agua con la latita y poco a poco, vayamos por partes, como decía Jack el Destripador, me la echaba por encima, me enjabonaba y me aclaraba echándome más, aguantándome los gritos no fuesen a pensar desde el campamento que los yinns me habían capturado o alguna hiena me estaba devorando. Lo peor fue la cabeza, me picaba como si tuviese una invasión de piojos y de sarna -realmente no había nada de eso- y eso que llevaba el pelo muy corto, pero hasta el pelo me lavé a conciencia. Y ya, con mi ropita limpia y sin tanto olor a cabra, me dirigí contento al campamento para recibir, como Dios y Alá mandan, el Año Nuevo.
El desierto negro
Seguimos dirección Sur. Paramos en Mertutek, donde recorrimos su largo oasis y visitamos las pinturas rupestres de las que ya he hablado. Poco a poco dejamos las estribaciones del Tefedest, caminábamos hacia el macizo del Hoggar, muy montañoso, pero en el intermedio el recorrido transcurría por un paisaje mucho más llano y sumamente árido. Durante dos o tres días caminamos por unas llanuras suavemente onduladas sin un sólo árbol, ni tan siquiera una triste acacia. Aprovechábamos para acampar en las gargantas secas de los ueds, buscando para comer la sombra de los Toyotas.
Se suele comparar el desierto a un paisaje selenita. En el 2015 se estrenó la película The martian (El marciano), de Ridley Scott. Los exteriores están rodados en el desierto de Wadi Rum, en Jordania, que se escogieron por el color rojizo de la arena entre las paredes rocosas, aunque yo he conocido paisajes muy similares en el sur de Argelia, sobre todo en el Tassili N’Ay
yer. El camino que nos tocaba recorrer ahora me sugería la desolación más absoluta porque a su aridez y la falta de vegetación se sumaba un suelo que se extendía hasta el horizonte de piedras negras redondeadas que tapizaban por completo el suelo, al principio más pequeñas (del tamaño de una naranja), poco a poco más grandes, como sandías.
La única presencia vegetal, en las pequeñas hondonadas donde se acumulaba un poquito de la escasísima humedad, eran las akarabas, más conocidas entre los occidentales como la «rosa de Jericó», para los más científicos: Anastatica hierochuntica, pequeña planta de la familia de la familia de las crucíferas. Su aspecto es inconfundible: unos «cogollitos» de hojitas secas envolviendo las semillas, anclados al suelo por una larga raíz pivotante. Para los tuareg son el símbolo de los hombres tacaños, por aquello de su imagen de «puño cerrado». En su medicina local, es utilizada en infusión para tratar las toses y la bronquitis. Pero, supersticiosos como son los tuareg, no verás un coche donde no adorne el salpicadero. Según ellos protegen contra el ubícuo mal de ojo, la mala suerte y, en los vehículos, contra los accidentes. Como dicen los gallegos: eu non creo nas bruxas, pero habélas haylas… Por si acaso llevo una llevo en el coche…
Tras corto debate entre los occidentales-racionalistas-cartesianos acaudillados por Miguel, dedujimos (tesis-antítesis-síntesis) que el color negro de las piedras se debía a su composición de basalto, ya que el Hoggar es de origen volcánico. La teoría de los tuareg es mucho más poética. Según ellos cuando Luzbel se rebeló en el paraíso junto a sus partidarios, los ángeles caídos (justo sobre el Garet Al Yenún, de ahí su éxito entre los yinns) se fue arrastrando por el «desierto negro» que quedó quemado y calcinado por el intenso calor que ya desprendía su cuerpo. Los pozos y cráteres que veríamos más adelante son las huellas de sus garras, en un intento por sujetarse a la tierra antes de descender a los infiernos. Más bonito, ¿no?.
Tuvimos nuestro momento de avería. Las travesías por el desierto y salvo extrema necesidad siempre se hacen con más de un vehículo por lo que supone de riesgo quedarse tirados en medio de la nada, sin estaciones de servicio próximas. Lo curioso fue, al abrir el capot, comprobar ese amasijo de motor sujeto por una maraña de cables, alambres, cuerdas y parches de cinta americana. Pero el ingenio -aguzado por la necesidad- de los «mecánicos» tuareg obró el milagro: tras casi media hora de enredar y en medio de una negra humareda de aceite quemado, el motor volvió a ponerse en marcha…
Uno de los días en que caminábamos por el «desierto negro» nos desviamos a un lado, hasta llegar al borde de una gran depresión en el suelo, una mezcla de cráter y de mina, que en el fondo es lo que era, el pozo de Ouksem. De un diámetro de unos quinientos metros y bordeado por unas paredes de granito como cortadas a pico, bajamos hasta el fondo por una senda escarpada. La parte superficial estaba cubierta una cristalización blanquecina que recordaba a la sal, aunque como pudimos comprobar al probarla con la punta de la lengua, además de muy amarga era bastante corrosiva. Por la superficie había un par de pequeños pozos. Mulud hurgó en uno de ellos con la mano, lo que le costó tener durante un par de días la piel semiquemada. Se trataba de una eflorescencia de sosa ligera o natrón, utilizada para el curtido de las pieles, cuya explotación favoreció un comercio de caravanas que la transportaban hasta cientos de kilómetros.
Un trozo de natrón, como recuerdo
El macizo del Hoggar
Se veían ya de lejos las cumbres del Hoggar. Grandes montañas rojizas de origen volcánico, abruptas y a menudo aisladas, donde la erosión de la roca circundante ha dejado expuestos los conos de lava, que se levantan como inmensas torres. Son un desafío para los escaladores que llegan de todo el mundo para realizar la ascensión. Nosotros no vamos a escalar, pero nos sumergiremos entre ellas dejándonos deslumbrar por la salvaje belleza del entorno para ascender al Assekrem. Pero antes de abandonar del todo el «desierto negro» haremos una parada en Hirafok.
Hirafok debe su existencia, al igual que Mertutek, a la presencia de agua, muy bien aprovechada en un fértil oasis donde pudimos ver las fogaras, conducciones por debajo de tierra, excavadas por los esclavos, gracias a las cuales se canalizaba y se evitaba la evaporación al máximo del preciosísimo elemento. Hirafok, además, es el lugar de nacimiento de Mulud donde vive parte de su familia, a los que visitaremos y de los que gozaremos de su hospitalidad. Aparte de dormir, ¡tremendo lujo! sobre colchonetas, esta noche la tía de Mulud nos va a preparar una cena especial, muy por encima de la sabrosa cocina habitual de Ahmed, alias Papá Pitufo, nuestro cocinero. Nos ofrecerá «el sueño del jardín»: un riquísimo puré de verduras, al que seguirá elfetach, unas obleas de harina sobre las que se servirá el habitual estofado, esta vez de cordero. A la mañana siguiente y para desayunar crêpes con mermelada de higos, casera por supuesto, que casi nos hará llorar de emoción
Descansito en casa de Mulud. Adornado con dos cuernos de gacela
Nuestros cuatro acompañantes tuareg pertenecen a la tribu de los Kel Ghala, la más noble y dominante de las doce o trece tribus que se reparten la región del Hoggar. Por esta situación de preponderancia es la única de la zona donde se puede escoger al amenokal, mediante un consejo de ancianos. El amenokal es una persona sumamente respetada, incluso fuera del ámbito tuareg, especie de «gran jefe» o «boss» al que todos acatan religiosamente en sus decisiones, y que les representa ante el gobierno de Argel en caso de conflicto. Por ésta u otras razones tuvimos ocasión de observar en Hirafok el gran ascendente del que gozaba Mulud y su familia. Su nivel económico, se nota, está por encima del resto del pueblo. Según nos cuentan, uno de los hermanos de Mulud está estudiando en Bélgica, y el propio Mulud -y también se le nota- ha disfrutado de una buena educación.
Esta visita a la familia nos explica un detalle que nos ha sorprendido. Pocos kilómetros antes de llegar a Hirafok nuestros cuatro tuareg han sacado no se sabe dónde sus mejores galas: turbantes impolutos (el largo taguelmust tuareg) y ganduras limpísimas…un auténtico traje de gala para presentarse ante sus parientes como corresponde. Incluso nuestro guía acompañante Ibrahim está desconocido, en su elegancia. Los cuatro españoles sospechamos que no descarta aprovechar la ocasión y visitar alguna pariente, alguna posible «futura» con la que rehacer su vida.
Aún tuvo ocasión nuestro Buen Doctor en ejercer su benéfico oficio. Afortunadamente para mí las cabras y los burritos debían estar en buen estado y no me vi obligado a demostrar mi sabiduría, seguro que ellos ya se apañaban bien sin mi. Pero al saber que contábamos en nuestras filas con un médico apareció un anciano, amigo o miembro de la familia, nunca se sabe. El pobre hombre padecía un tremendo dolor de muelas. Alberto pidió un par de cucharas, una grande y otra pequeña, para ir «tanteando» las piezas cual mecánico y ver cual fallaba. Al parecer tenía una muela infectada. Nosotros mirábamos la escena discretos, esta vez no nos pareció conveniente hacer fotos «testimonio» por no faltar a la hospitalidad, pero a punto estuvo de darnos la risa en un par de ocasiones. Alberto carecía del instrumental mínimo como para atreverse a realizar una extracción y además, o así se nos justificó, temía una hemorragia. Al final le surtió de antibióticos y analgésicos que le aliviarían bastante. El buen viejo se retiró, cortés, y agradeciéndole mucho la atención.
Tras aquella agradable estancia, y después de agradecerles sus atenciones (no íbamos a ser menos que el viejo) reanudamos el camino. Esta vez el trayecto sería en los Toyotas porque el camino se iba a poner más complicado. Efectivamente, el camino se metía en sendas de montaña, rocosas y empinadas por donde incluso los 4×4 pasaban sus dificultades. En un par de ocasiones, los torrentes habían excavado grandes surcos cuando no pequeñas gargantas que nos obligaban a desviarnos unas decenas de metros. Pero seguíamos subiendo. Ante nosotros aparecían torres, moles y montañas de formas evocadoras. Las fuimos bautizando según nos dictaba la imaginación como «el flan», «el castillo encantado», «las dos hermanas», «el vigilante» o «el tuareg encantado». Aunque sobrepasado el Tefedest y sus yinns ya no teníamos pesadillas, pensé durante un tiempo en hacer un libro de leyendas, inventadas por mí, con todas esas figuras tan sugerentes.
Desde que entramos al «desierto negro» y especialmente en esta zona, ya no hay un triste árbol ni madera de la que echar mano para nuestras hogueras. Previsoramente nuestros guías habían preparado carbón vegetal quemando troncos a los que enterraban en arena antes de consumirse y guardando el carbón en sacos a la mañana siguiente. Aún llevábamos madera en las bacas de los coches, pero ha sido necesario racionarla. A veces, utilizan los hornillos con las bombonas de gas.
Estamos ya muy altos, e incluso de día y pese al sol, hace mucho frío. La cima más alta del Hoggar, el Atakor, alcanza casi tres mil metros de altura, 2.908, para ser exactos. Cerca de él y al que subiremos mañana, el Assekrem, 2.725. En la meseta que corona su altura, el eremitorio del padre Foucauld. Montamos el campamento al abrigo de una gran montaña, a más de dos mil metros de altura (concretamente, a 2.348). Esta noche y antes de embutirnos en los sacos nos hemos envuelto en toda la ropa disponible. Los dos forros polares con la cremallera hasta arriba, tres pares de calcetines y además una manta por encima, y eso dentro de la tienda que amanecerá con su capa de hielo por encima. Cuando pienso en los tres tuareg que duermen a la intemperie (Mulud no será todavía, todo se andará, amenokal, pero como jefe duerme en la suya) no puedo por menos que admirarles por su dureza.
Desde este campamento base, y dado lo muy complicado de la pista, subiremos andando hasta la meseta del Assekrem, para visitar el eremitorio, ver el paisaje y disfrutar de sus, dicen, incomparables puestas de sol. La escasa o nula humedad ambiental y la habitualmente elevada altitud confieren al desierto una claridad de la atmósfera tal, que las noches son, sin discusión, las más claras y estrelladas del planeta. He estado muchas noches en el desierto, absorto, descubriendo entre las constelaciones conocidas cientos de estrellas que rellenan espacios habitualmente oscuros en nuestras latitudes. Pero aquí no hay espacios oscuros, aquí hay simplemente una explosión de estrellas. Si a ésto sumamos en el Assekrem su posición por encima del paisaje circundante, y las temperaturas extremas, es cierto que las puestas de sol son espectaculares, y muchos turistas nos congregamos, pese a la dificultad del acceso, para disfrutarlas.
Charles Edouard de Foucauld, el padre Foucauld
Comenzamos la subida por pistas que al Toyota le supondría una dificultad evidente, y a nosotros y pese al entrenamiento que ya llevamos en el cuerpo, bastante esfuerzo. Ya cerca de la meseta, un camino empedrado. Cuando jadeantes llegamos a la cumbre nos está esperando un hombre sonriente: Ventura, catalán, para ofrecernos todo amabilidad un te, que aceptamos encantados. Ventura, junto con un polaco y un francés es uno de los tres religiosos pertenecientes a la Hermandad del Padre Foucauld, la orden fundada por él, y de la que Ventura me informó que había una delegación en Málaga.
Con el Hermano Ventura, en la cumbre del Assekrem
La vida de Charles de Foucauld fue de todo menos aburrida. De familia aristocrática (su título era el de vizconde de Foucault) quedó huérfano a los seis años. Fue militar, explorador y geógrafo antes de hacerse religioso. Por su juventud disoluta, fue expulsado del ejército en alguna ocasión, aunque vuelto a admitir por sus méritos innegables. Pero la fe cristiana le fue marcando y le hizo cada vez más solidario con los más pobres. Pasó por varios centros religiosos en Nazaret y en Francia, acabando en el remoto sur de Argelia, entre los tuareg, a los que dedicó todos sus esfuerzos y de los que se ganó su cariño y su respeto, durante los doce años que convivió con ellos, pese a su condición de «infiel».
Pero nunca fue un predicador al uso. Como él decía: yo estoy con los tuareg no para convertirlos, sino para intentar comprenderlos. Celebraba misa en la intimidad de su pequeña capilla y jamás intentó «convencer» a nadie. Sencillamente, y para una gente tan pobre como los tuareg ya es mucho, les ayudaba: comida cuando la había, medicinas, simplemente su compañía. Sus «hermanos» siguen practicando su misma política de ayuda y de ascetismo. Ayudar, es su norma, aunque sea con ese sencillo te con el que Ventura nos reconfortó tras la subida. Daban cierta envidia en su «beatitud» (del latín beatus: feliz). Me recordaban a los budistas por lo de su renuncia a lo material.
Actualmente y además de la humildísima capilla del Assekrem, en la meseta existe una estación meteorológica, la primera del mundo, en una posición privilegiada gracias a su lejanía de cualquier influencia debida a centros urbanos, y desde la que envían sus observaciones vía satélite a las principales agencias del mundo. Los tuareg les siguen apreciando a tal punto que cuando Ventura va hasta Tamanraset, siempre caminando, evita los campamentos para ahorrarles los gastos que les acarrea la hospitalidad con la que le acogen. Recibe visitas de tuareg muy a menudo a los que, como hizo con nosotros, invita siempre a te. Cuando un día les preguntó a dos de ellos si les compensaban las largas caminatas por un simple te le respondieron, con la filosofía tuareg: Si tenemos agua para beber, leche para comer y la amistad, ¿qué más queremos?.
En 1916 el padre Foucauld murió de un tiro por un conflicto entre tribus azuzado por los intereses políticos, religiosos y estratégicos de la zona, entre tuareg de Gat (pegado a la frontera argelina), en Libia, que acababan de expulsar a los italianos, y a los que la presencia y prestigio de Foucauld estorbaba, y los del Hoggar.
Dimos un paseo por la meseta que corona la cumbre, esperando el famoso atardecer, junto a una docena de turistas. Si ya allá en lo alto hacía mucho frío, según iba cayendo el sol la temperatura era glacial, no podíamos ponernos ya más ropa. Nos cuentan que en la Nochevieja se juntaron casi doscientos turistas para contemplar el espectáculo, me los imagino apretados unos a otros cual rebaño de ovejas para aguantar la helada. Rodeamos la meseta contemplando las cumbres que nos rodean. La más alta la del Tahat. Es cierto que el espectáculo es magnífico, con una gama de tonalidades rojizas y azuladas sobre las montañas que van cambiando e intensificándose según avanza el ocaso. Pero nos tiemblan las manos de frío al sujetar las cámaras.
Aprovechando los últimos rayitos de sol y tapados como viejas. Hace muuucho frío
Casi estamos deseando que aquello se acabe para comenzar la bajada hasta nuestro igualmente helado campamento. Apreciamos esta noche la ardiente sopa de Ahmed más aún que el festín de la tía de Mulud, y sin más tonterías y embutidos como estamos con toda nuestra ropa, nos introducimos no sin esfuerzo en los sacos. Creo recordar que, por desgracia, esta noche nos tocaba a Josema y a mi la tienda cortita. Ante el pánico de casi seguras congelaciones en los dedos de los pies intentamos convencer, sobornar y amenazar a Miguel y Alberto para que nos la cambien, por caridad, pero los muy jodíos no han aprendido nada de las enseñanzas y de la generosidad del buen Padre Foucauld. ¡Alá los confunda!. Aquella noche no hubo pesadillas, los yinns debieron preferir quedarse arrimaditos a la chimenea.
A la mañana siguiente y según amanecía aún disfrutamos de los colores del sol naciente, de un dorado rojizo intenso sobre las montañas. Pero toca volver a Tamanraset. Aún visitamos un par de gueltas: lagunas formadas al abrigo de las rocas. En una de las paradas, espectáculo de «machada» tuareg: Ibrahim y el conductor del segundo Toyota se han picado (¿discutiendo por alguna joven y bella targuía, tal vez?) y deciden echarse una carrera…¡descalzos!, por aquel terreno totalmente pedregoso y lleno de chinarros, en un rápido sprint de unos cincuenta metros. En lo que, para nosotros, pérfidos y blanduchos «infieles», hubiese sido una sucesión de saltitos y grititos en no más de dos metros, para ellos ha sido un paseo lleno de risas. Si son capaces de dormir al raso con aquellas heladas y de correr descalzos por aquel terreno, sin duda aquí es donde hay que buscar el Übermensch, el «Superhombre» que decía Nietzsche, y no entre los arios. Lo siento por Hitler.
Los prácticos tuareg lo aprovechan todo, hasta un extremo del turbante a falta de cuerda para conducir al camello
Llegamos al campamento base para descargar los trastos, darnos una duchita rápida (aquí no puede ser una duchita demorada por lo no-calentita) y partir inmediatamente a Tamanraset, esta vez en el Toyota-nuevo-lujoso de Mulud, reservado para fardar en la ciudad ya que no a la puerta de la discoteca. Mulud: hombre con posibles, sin duda. Josema y yo, eternos chiquillos, nos pedimos ir en la caja descubierta, disfrutando de las calles (hace muuucho que no vemos calles) e incluso saludando a las chicas. No es que esperemos encontrarnos con «nuestras» targuías, no somos «tan» catetos, pero nos hubiera hecho ilusión retomar el diálogo de besugos tamashek-cristiano. No sé, quizá con señas…
Visitamos un mercado callejero donde los artesanos ofrecen sus artículos de cuero y los joyeros sus joyas de plata. Para los tuareg, que tanto oro transportaron en sus caravanas hacia los mercados del norte, la plata es el metal noble por excelencia y con el que fabrican collares y sobre todo «cruces», dicen -no estoy seguro- que utilizadas como astrolabios para orientarse en el desierto. Cada región tiene su diseño que las distingue de las otras: las del Hoggar, las de Tamanraset, las de Yanet, las del Tassili N’Adjer… Compramos algunas cosillas, ha sido la única ocasión de gastar dinero, aparte del sueldo de los guías y, occidentales-compulsivos, la verdad es que nos apetece.
Volvemos
Retornamos por fin al campamento para recoger nuestras cosas, descansar un poco, una breve cena ya no tan caliente, y un sueñecito. Toca levantarse a las doce de la noche. Les hemos regalado prendas de ropa y zapatillas de senderismo a nuestros guías, pensamos que, pese a su demostrada austeridad, les va a venir muy bien. Ibrahim está feliz con un «plumas» nuevecito que le ha dado Miguel, durante unas horas se olvidará de buscar novia. Ya es de noche y nos acercan al aeropuerto. Nos despedimos con mucha cordialidad pero sin abrazos, dignidad ante todo, estamos entre tuareg. En el Islam te das la mano y en señal de afecto la pones directamente sobre el corazón, con eso basta.
El vuelo es nocturno, vía Djanet, o Yanet, como a la venida. En el aeropuerto de Argel la espera es larga pero me esperan dos sorpresas. Acaban de abrir las tiendas, es aún muy temprano, pero encuentro una librería donde curioseo. La mayoría de los libros están en árabe. Salvo mi salaam aleikum y poco más, como que no. Hay otros en francés. Encuentro dos que me interesan mucho. El primero: L’Algérie. Civilisations anciennes du Sahara (fácil, pero traduzco: Argelia. Las civilizaciones antiguas del Sahara), de un tal Abdelaziz Ferrah. Formato grande, profusamente ilustrado y documentado, y habla mucho de todo el arte rupestre del Tassili N’Adjer donde ya he estado dos veces, además del de otras zonas del Sahara en general. Me parece un hallazgo. Y el otro: Les voix du Hoggar (Las voces del Hoggar), de una tal Lynda Handala. Lo ojeo: se trata de una serie de cuentos. Pero sobre todo me llama la atención porque la foto de la autora en la contraportada me recuerda muchísimo a mi hija Maya. Lynda tiene cuatro años más que mi hija y escribió el librito con diez y nueve años. Suerte, Lynda.
Para amenizar la espera decidimos comer algo. Nos queda algo de taguela pero sobre todo nos queda algo mucho más valioso: lomo de bellota cortado en lonchas. Y dado que estamos en territorio argelino, nunca se sabe por dónde puede llegar el peligro y por si los yinns se mosquean y nos delatan a los integristas, nos apartamos lo más lejos que podemos, ya llamamos demasiado la atención con nuestro aspecto ofensivo de «infieles». Cerrados en cuadro cual jugadores de rugby en plena melée, y avizorando por encima de nuestros hombros vamos deleitándonos con las lonchas del lomito acompañados, ¡extraña mezcla!, con trocitos de taguela, sintiéndonos tan felices como con la sopa calentita en las frías noches. No dejamos ni el pellejo.