Cartel en las afueras de Zagora, al sur de Marruecos, muy fotografiado, donde indica los días que se tardaba en llegar desde allí hasta Tombuctú en los tiempos de las caravanas: 52 días…en camello.
1.- Dejándome liar
2.- Aclaración sobre los nombres locales
3.- Hasta Bamako…y más allá
4.- Por las carreteras de Mali
5.- ¡A comeeer!
6.- El hotel Byblos de Sevaré
7.- Paseando por Moptí
8.- Al país Dogón
9.- Los dogones y la estrella Sirio
10.- Trekking por el país Dogón
11.- En barco por el Níger
12.- Diarrea en el Níger. Perdemos a Pepe
13.- Por fin, Tombuctú
14.- Manolo: españoles por el mundo, y por Tombuctú
15.- Visitando a la familia
16.-La alegría de Tombuctú
17.- Un homenaje español en forma de tortilla
18.- Irse de Tombuctú no es fácil
19.- A Bamako por tierra
Dejándome liar
Me llama mi amigo Pepe, con 65 años por aquel entonces. Muy viajado, hiperactivo (por no decir otra cosa, como agotador o tocapelotas) e incansable. Que si me apunto a un «viajecito» por Mali para ventitantos días. ¿Y qué le iba a decir?: pues que por supuesto que si. Ya durante los preparativos del viaje me aclaró que buscaba como compañero alguien «no demasiado exigente con la higiene»…como un poco cerdo, vaya. Al principio me mosqueé, pero después tuve que reconocer que tenía razón: a lo largo de aquellos ventitantos días nos sobraron dedos de una mano para contar las poquitas ocasiones en que tuvimos ocasión para asearnos, y éso con el método local de la douche africaine, es fácil traducir: la «ducha africana»…un poco de agua por encima, y además agradecido. De bañeras ni hablamos.
Sólo teníamos cerrado el billete de avión con la Royal Air Maroc, desde Madrid a Bamako ida y vuelta, con la escala en Casablanca. El resto…a nuestra bola. Mi experiencia africana, por lo de cruzar el Estrecho se refiere, se limitaba a haber estado con anterioridad tan sólo una vez en Marruecos. Con posterioridad viajaría a Marruecos unas cuantas veces más, y a Argelia (tres veces), a Mauritania (dos), a Egipto (cuatro), y algún otro sitio, pero éste era mi primer viaje «africano» de verdad, y lo cierto es que me apetecía bastante.
Aclaración sobre los nombres locales
Sobre las ex-colonias francesas, la grafía de los nombres se ciñe «a la francesa», cuya pronunciación se parece a la local, aunque añadiéndole un acento agudo, como corresponde a su gramática. Como casi toda la información nos ha llegado a través de ellos, pues así consta en mapas y relatos. Intento siempre que puedo poner los nombres con una grafía lo más aproximada posible al «original». Así, en vez de Djenné, como suele aparecer, pondré Yéne (como ellos lo pronuncian, con acento llano). En vez de Segou (pronunciado en francés: Segú), pues pondré Ségu, como ellos dicen. El caso de Tombuctú es especial, ya iréis viendo.
Hasta Bamako…y más allá
Cuadernito donde iba tomando mis notas durante todo el viaje
Volamos hasta Casablanca. En principio nuestra hora de partida era a la hora de comer, pero casi en el último momento nos cambiaron el vuelo a otro a las ocho de la mañana, con la consecuencia de recoger a Pepe antes de las seis para llegar a tiempo al aeropuerto, que todavía se llamaba sólo Barajas y no, como ahora, Madrid-Barajas-Adolfo Suárez (¡con la caña que le dieron al pobre por todos lados en su etapa política!). Pero lo cierto es que los marroquíes se enrollaron bien y, para compensar el madrugón, nos facilitaron un hotel hasta por la noche, hora de la partida a Bamako. Aprovechamos para descansar un poquito y de paso visitar la espectacular mezquita que han construído, con fondos saudíes, junto al mar. Presumen, y es verdad, que dentro cabe Notre-Dame de París…y me pareció que casi cabía París entera… ¡Grandiosa, en todos los sentidos!, está claro que los saudíes disponen de muuucho dinero. Entre el cansancio del madrugón y que Casablanca tampoco tenía mucho que ver, no hicimos más. Serían como las diez de la noche cuando cogimos nuestro vuelo a Bamako.
Llegamos a Bamako de madrugada, aproximadamente a las dos y media. El aeropuerto internacional de Casablanca es muy moderno y está muy bien, en cuanto a instalaciones, decoración y todo lo demás. El de Bamako ya es otra cosa: bastante desangelado. Mali (o Malí, ex-colonia francesa) es uno de los países más pobres del mundo. Unas instalaciones más que escuetas, estoicas. La cinta de las maletas era una cinta recta de unos diez metros de larga: en un extremo los operarios iban echando las maletas que habían sacado del avión…y que caían por el otro extremo al suelo, tal cual, teníamos que estar al tanto porque se iban amontonando. Pese a la hora que era, aquello estaba lleno de gente. Más tarde me iría acostumbrando, pero había muchos negros (¡normal!), muy buenos mozos, y las mujeres iban envueltas con sus vestidos y sus turbantes, todas diferentes, cada cual con colores más vivos, me parecieron mariposas.
Pepe tenía un par de direcciones y con un taxi de los de allí nos dirigimos a un hotel. Sencillito, pero apañado. Afortunadamente contaba con aire acondicionado, detalle importante porque hacía mucho calor, un calor espeso y pegajoso. El propietario era de Tombuctú, y cuando se enteró que queríamos ir hasta allí nos dio tarjetas para contactar con sus parientes y colegas, todos te facilitan direcciones para «hacerse valer» y reforzar los vínculos. Luego nos enteramos que a los de Tombuctú no les gusta nada, pero que nada Bamako (días más tarde pude vivir la diferencia), mientras que a los de Bamako no les gustan los de Tombuctú. Algo así como los de Ocho apellidos vascos, sevillanos versus euskaldunes, dos conceptos opuestos de entender la vida. El estrés de Bamako frente a la tranquilidad de Tombuctú. Bamako, ciudad de aluvión donde acuden miles de campesinos empobrecidos y desplazados que se expanden con sus chabolas por la periferia, más de dos millones de personas (no hay censo) y posiblemente más de tres…
Descansamos un poco y ya de día, nos fuimos a dar una vuelta por la ciudad. Si se pudiera definir con una sola palabra sería…abarrotada. Y muy sucia. Lo de pobre venía por añadidura. Nos abríamos paso a codazos por las calles, llenas de gente, de basura, de cartones y de plásticos por todos lados… Los vendedores de CDs, al ver tubabus (blancos) se acercaban y nos querían colocar sus músicos: Alí Farka Touré, el ubícuo Salif Keita, el senegalés Ismael Lö y muchos más que no conocía. Compramos algunos, en general era muy buena música.
Ya a la vuelta, el último día en Bamako y prácticamente finalizado el viaje, me gané un buen puñetazo en las costillas aunque no era para mí, era para Pepe. Fiel a sus ganas de ir de «listillo», regateó fieramente con un vendedor de CDs que nos abordó -es su trabajo- hasta el extremo para, al final y cuando el pobre negro aceptó, poner una sonrisilla y darse la vuelta. Craso error, y él lo sabía: en África si entras al regateo es porque te interesa lo que te venden porque si no te interesa, pasas de regatear. El vendedor se sintió lógicamente humillado y por no darle una hostia al «pobre viejo» de Pepe, bajito y canoso, me la dio a mí, que para éso iba con él, que para éso era más joven y para éso era un maldito tubabu de mierda… Pepe iba delante, ni se enteró. Yo sí, por supuesto, pero no quise ni abrir el pico por si acaso todavía me ganaba otro, me aguanté el dolor y tiré p’alante calladito como un chico bueno, lo menos encogido y lo más ligerito que pude. En un banco cambiamos euros por Cefas: el Franco CFA (Franc de la communauté financière d’Afrique), la moneda común a catorce países de las antiguas colonias francesas, 600 cefas por euro, billetes gastadísimos. De repente, éramos ricos con toda aquella cantidad de papel.
En Bamako hay muchos hoteles, incluso de lujo. Restaurantes para occidentales o para los malienses ricos, pero para éso había que salir un poco a las afueras donde la influencia francesa en cuanto a la arquitectura se notaba más. El centro era, sencillamente, caótico. Había algún museo de arte africano con algunas máscaras, no muchas. Son famosos los dogones (a los que visitaríamos, en el extremo oriental, pegados a Burkina Fasso) como tallistas en madera, pero también los bambara, la población dominante en la zona occidental incluyendo Bamako. Talleres y cooperativas de artesanos dogones y bambara en madera por todos lados, que te ofrecían su producción, igual que los vendedores de CDs. Había piezas estupendas pero nos quedaba aún mucho viaje como para empezar cargados con máscaras. Lo cierto es que, más tarde, en el país dogón compraríamos cosas, es inevitable. Con el tiempo me hice un entusiasta del arte africano, y tengo en casa varias piezas muy bonitas. Los bambara eran esos buenos mozos que me sorprendieron en el aeropuerto y me sorprenderían a lo largo del viaje, o como el que me descargó el puñetazo: altos (mujeres de 1,80, hombres de 1,90 y más), muy bien proporcionados y además muy guapos, auténticos modelos de pasarela de moda, tanto ellos como ellas. Hitler se hubiese llevado un disgusto ante esta evidente ventaja de los üntermenschen (de los infrahombres) frente a la raza aria.
Cruzamos caminando el larguísimo puente sobre el río Níger, atestado como todo de gente que iba y venía y de los ubícuos microbuses, los bachées: furgonetas abarrotadas donde la gente se subía o bajaba en marcha. Según nos dijeron Bamako significa en bambara el vado de los cocodrilos, aunque ya no quedaba ninguno. Volveríamos a cruzarlo para coger el bus.Nuestro destino final era Tombuctú, nos esperaba un largo viaje. Hicimos una única comida en un restaurante libanés de los que vimos varios por la ciudad, los únicos dignos de confianza por alcanzar un mínimo de higiene, y los más serios en cuanto a su funcionamiento. Allí probé por primera vez el «capitán», una gran perca del río, deliciosa. Los libaneses en Malí marcaban la pauta.
Paseando por la calle dimos con un mercado callejero. En uno de los puestos que debía ser de un curandero y entre polvos, frascos y otros restos de animales vimos en el suelo un par de manos de gorila, tal cual, inconfundibles. Ellos saben que aquello está prohibido y se mosquearon al ver a Pepe con sus cámaras. Pero, viajero avezado por África, disponía de un objetivo con una ventana lateral, un «robafotos» con la que en teoría apuntabas al frente pero realmente estabas fotografiando hacia un lado. Yo me colocaba delante de él haciendo posturitas mientras que Pepe tiró un par de fotos al puesto. Los negros no son tontos, cuando vimos que empezaban a mosquearse de verdad preferimos irnos antes de tener problemas.
Todavía tuvimos un rato de diversión jugando al futbolín en plena calle. Anclados al suelo, un par de grandes mesas de futbolín de hierro y madera, rodeadas de un montón de niños sin una triste moneda para echarle dentro. Pepe, fotógrafo compulsivo, cargaba con dos cámaras y un montón de carretes, aún no se habían popularizado las digitales. Me dijo: ponte a jugar con los chavales… Aquello fue el acabóse: moneda tras moneda, yo jugaba con un «compi» que iba rotando contra otros «compis» que a su vez iban alternándose entre toda aquella panda. Celebrando con grandes risas y voces cada jugada y cada gol (yo el primero, «animado a la afición», aunque no necesitaban ningún ánimo) y, a todo ésto, Pepe disparando fotos a placer. Cuando nos fuímos aún les dimos un puñado de monedas, por supuesto ni nos dieron las gracias ni se despidieron dispuestos a «fundirse» toda aquella pasta caída del cielo de los tubabus que, como todo el mundo sabe, son ricos…
A la mañana siguiente, muy prontito, con nuestras escasas pertenencias en sendas mochilas como auténticos «mochileros» a nuestros años, y sobre todo a los de Pepe, nos dirigimos a la estación de autobuses. Aunque en teoría y según un papel informando de los horarios salía uno a las ocho…se había ido media hora antes. Seguramente ya se había llenado y el conductor desestimó respetar el horario, ¿para qué, pensaría?, si ya estamos todos. Nos sentamos en la «sala de espera» donde una pantalla de televisión entretenía al personal y esperamos una hora y pico. Buses destartalados, abarrotados (ya sé que repito la palabra a menudo pero no encuentro mejor definición) de gente, sin reserva de asiento. Nos apretujamos en las «taquillas» para comprar los billetes. Una vez con nuestros billetitos de papel nos hicimos un hueco y comenzamos la travesía.
En la sala de espera, y un «empujoncito» para arrancar el bus
Por las carreteras de Malí
La carretera era una pista de tierra apisonada con algún amago de asfalto marrón que atravesaba el país dirección Este, entre un paisaje de sabana semiarbolada que fue dejando paso a los aislados baobabs y se iba haciendo gradualmente más árido.. Cada pocos kilómetros el bus paraba en pueblecillos donde subía y bajaba gente, y donde los vendedores ambulantes (chavales y mujeres) ofrecían bolsitas de plástico con cacahuetes o con zumos de colores de frutas desconocidas. A las pocas horas y en pleno viaje comenzó la «ceremonia del te»…nada que ver con el sofisticado y ritualizado ceremonial japonés donde los invitados, con elegantes kimonos, hacen girar lentamente las tazas en la palma de la mano admirando en voz alta los dibujos de la porcelana…no, nada que ver. Ésto es África. En un momento dado todos los pasajeros colocaron en el pasillo (por supuesto, con el autobús en marcha), a su lado, pequeños hornillos de carbón donde iban cociendo el agua en pequeñas teteras, preparándose su infusión. Lo chocante fue que hasta el propio conductor colocó a su lado su hornillo, encendió el carbón, calentó su agua y se preparó su te, mirando alternativamente a la carretera y a la tetera…Insisto: ésto es África.
Parada y vendedores
¡A comeeeeer!
A las pocas horas paramos en un pueblo, Segou según los franceses, Ségu para ellos. Los nativos, muy amables y sonrientes siempre, nos guiaron acompañándonos al «restaurante» por si nos perdíamos (estaba justo al lado de donde paró el bus, a diez metros escasos). Tras unos barrotes, unos empleados te daban un papelito o recibo, o ticket, como queráis llamarlo previo pago, luchando con un montón de negros que se amontonaban y estiraban el brazo por dentro de los barrotes con el dinero hasta que tenían suerte y les daban el papel. Una vez conseguido el recibo y justo al lado, volvías a estirar el brazo para intercambiar el papelito y conseguir el plato de comida. Muy organizado, algo así como el Burguer King donde primero pagas y luego te dan de comer.
A nosotros, por ser tubabus nos dieron gentilmente una cuchara, abollada, roñosa, con huellas de haber sido mordida mil veces. Al resto de la parroquia, nada. Allí, como en toda África, se come con la mano. En el plato desportillado uno de los cocineros echaba un cazo de arroz, y el de al lado otro cazo de «salsa»…una salsa marrón, indefinida, que podía ser chivo, o pollo, o su propio abuelo, imposible saber, aunque al parecer era cacahuete. Una vez en feliz posesión del plato nos apartábamos al lado y te sentabas sobre una piedra o, si no había piedras libres, en el mismo suelo, rodeado de negros tan felices como tú.
(sin comentarios…mi cara lo dice todo)
Mi amigo Pepe, pese a estar muy viajado, intentó manifestar sus dudas sobre la composición del menú, como si en aquel remoto lugar hubiese posibilidad de cambiar de restaurante pero -yo ya empezaba a identificarme con el país y con el paisanaje- le convencí fácilmente: Pepe, vamos a comernos ésto que a lo mejor mañana no encontramos ná… y nos lo comimos todo como niños buenos. A todo ésto los negros que nos rodeaban, siempre risueños y encantados de poder compartir el momento de la comida y charlar con unos tubabus distinguidos como nosotros, reforzaban sus argumentos (por supuesto no nos enterábamos de nada pero sonreíamos mucho también) apoyando sus manos en nuestros hombros…manos llenas de restos de arroz y de salsa…
Seguía apareciendo más y más gente para comer, debía ser la hora, o allí siempre es la hora. Unos niños iban recogiendo del suelo los platos vacíos que iban dejando tirados en cualquier lado los que ya habían comido. El sistema de limpieza era impecable: en un enorme barreño lleno de agua sucia y jabonosa, otros niños los sumergían una vez: ¡zas!, sin soltarlos, y se los pasaban a los niños de al lado, donde en otro enorme barreño lleno de agua igualmente sucia y jabonosa los aclaraban con un sólo pase: ¡zas!, y directamente se los pasaban a los cocineros que, inmediatamente, los rellenaban con más cazos de arroz y de salsa.
Viendo aquello y una vez vencidas sus reticencias, Pepe y yo nos reímos acordándonos de una amiga común de la que decir hiperescrupulosa es decir poco, imaginándola en esta tesitura (¡se hubiera muerto de hambre antes que ni siquiera coger el plato!), y yo pensé qué hubiesen podido improvisar aquí cocineros estrella tales como Arzak, Ferrán Adriá o Sergi Arola, por ejemplo, con tan pobres ingredientes y tan escasos medios.
Nuestro camino en esta primera etapa acababa en Moptí, (aunque ellos dicen Móti) puerto fluvial y gran mercado de la zona. Nos hubiese gustado detenernos en Djenné (aunque ellos no lo pronuncian en francés, con acento agudo, sino «Yéne«, con acento llano), antigua capital, con su gran mezquita de estilo sudanes, pero nos pillaba un poco apartada y habíamos decidido ir directos a Tombuctú. Llegamos a Mopti ya atardecido, casi de noche. Desde Bamako la distancia era de unos 650 kilómetros. En España hubiesen sido seis u ocho horas de coche pero en Mali las carreteras no son buenas y los transportes tampoco, habían transcurrido unas catorce horas desde la partida.
El hotel Byblos de Sevaré
Muy cerca de Moptí está Sevaré, algo más «residencial» y en todo caso menos caótica que Moptí. Localizamos un hotelito libanés, el Byblos (aún guardo la tarjeta), gestionado por una madre, Laila, y por su hijo del que no recuerdo el nombre. Ambos muy agradables, nos hicimos muy amigos. Llevaban allí más de veinte años y el hijo regentaba un almacén de todo: comida, telas, aperos de cocina, de labranza…todo lo necesario. El Byblos estaba todo lo limpio que era de desear y, sobre todo, disponía de un gran jardín con mesas lleno de plantas y flores por donde correteaban sin que nadie les molestase unas salamanquesas enormes, ideales para comerse los insectos.
Nos gustaba y nos quedamos allí dos noches (volveríamos en dos ocasiones). La primera cena, era ya tarde, fue improvisada. Para la segunda cena organizamos entre los cuatro, trufados de nostalgia como en el tango, una cena «mediterránea». Pepe, viejo diablo -hice buen uso de sus enseñanzas en viajes posteriores- me indicó que en el escueto equipaje metiese una botella de tinto y alguna lata de sardinas. Él también llevaba algo «español»: una barra de turrón que aportamos a la cena, junto con el rioja y las sardinas. Laila preparó una rica ensalada con tomate y pepino, queso blanco que ella misma preparaba, unas croquetas de carne y humus de garbanzos al estilo libanés, pollo y pescado y, sobre todo, ¡sorpresa!, sacó de no sé dónde…¡aceitunas aliñadas!, que nos hicieron sentir como en Andalucía… Llevábamos tan pocos días fuera de España pero nos sentíamos ya tan lejos (y lo estábamos), que a punto estuvimos de que se nos escapase un lagrimón (sí: de nuevo como en el tango). Fue una cena de lo más agradable.
Hace un año escaso, con ocasión de la ofensiva yihadista desde Tombuctú, me pude enterar por el periódico que hubo un altercado por parte de AlQaeda en Sevaré. Justo, en el Byblos. En Agosto del 2015 , varios terroristas se atrincheraron por la noche en el hotel tomando rehenes, y resistiendo el cerco de las tropas del ejército maliense durante venticuatro horas. Aquello acabó saldándose con doce muertos: cuatro terroristas, cinco soldados, un rehén occidental y dos empleados del hotel. No pude por menos de acordarme con mucha pena de lo a gusto que me sentí allí y de la gentileza de los dueños, así como de la amabilidad de los empleados de los que aún recuerdo el nombre de algunos: Fadimata, o Usmán. Cuando nos fuimos, además de la propina, les regalamos algo de ropa. Espero que no les pasara nada.
Paseando por Mopti
Moptí es un puerto fluvial muy activo sobre la confluencia de los ríos Níger y Bani. De aquí parten los barcos dirección Tombuctú y, más allá, hasta Gao…cuando la sequía no ha hecho bajar en exceso el nivel del río. Pero aproximadamente a unos 80 kilómetros de Mopti el río se ensancha formando un lago enorme, un delta interior realmente: el lago Debo, por el que casi pareces navegar por el mar. Sacamos billetes de tercera porque ya no quedaban de 1ª ni de 2ª clase. No ví los camarotes de primera (para dos personas, con baño) ni de segunda, con dos literas. Ir en cuarta suponía buscarte un rincón de poco más de un metro cuadrado en cubierta sobre el que extender una estera y sobre la que descansar con tu familia y cocinar, los días que durara tu travesía.
Dimos un paseo por Mopti. En las orillas, multitud de canoas, más conocidas como pinasses (en francés) o pinazas, aunque allí los nativos las llaman gaal. Hechas con un tronco de árbol ahuecado las más pequeñas de 6 u 8 metros, las grandes (hasta 20 metros o más) a base de tablazón. Son todas muy estilizadas, planas, de proa y popa puntiagudas, se utilizan para todo: son los taxis, las furgonetas o los camiones en esa autopista fluvial que constituye para los nativos el río Níger. Algunas escuetas en su negra madera, otras en cambio muy decoradas con motivos geométricos, incluso con su nombre pintado. Para llevar pasajeros, provistas de un entoldado para proteger del sol… para cargar forraje, madera, material de construcción, ganado, comida, para pescar…en constante movimiento.
Curioseamos por los «astilleros». Allí las construían o reparaban. Agachados en el suelo, los herreros: con un minúsculo fuego de carbón, forjando clavitos obtenidos de recortar latas de conserva o tiras de metal…en África no se tira nada. Al lado, el mercado. Apenas podíamos caminar entre cestos y cestos de mimbre con verduras pero, sobre todo, con la gran riqueza del río: pescado enroscado secado al sol, de todas las especies. Como más llamativo algún gran ejemplar de «capitán» (para los curiosos: Lates niloticus) o «perca del Nilo», que despierta siempre gran expectación y genera corrillos a su alrededor, una especie de perca que puede alcanzar hasta los dos metros de longitud. Más allá, telas, barreños y cubos de plástico (chinos) y grandes recipientes de barro. Nos acercamos a ver la mezquita. De origen sudanés y bastante grande, ya nos advirtieron que los occidentales no podían ni acercarse. Un marabut o santón se empeñaba en quitarles las cámaras a los turistas que se acercasen demasiado.
Mopti está en una encrucijada de caminos y podías encontrarte en el mercado a casi todas las etnias de Mali, reconocibles por sus sombreros, por sus turbantes, por su ropa o por su constitución física. Por doquier los bozos, los habitantes de las orillas del río, dedicados a la pesca, muy negros y de cabeza redonda. Los fulani, ganaderos nómadas, altos y estilizados, de piel apenas morena, con unos característicos sombreros cónicos de paja que me recordaban a los de los chinos. Los ubícuos bambara, altos y fuertes. Los dogones a los que visitaríamos en breve. No vi ningún targui (singular de tuareg) pero a ésos me hartaría de verlos en su zona, en Tombuctú. Algún shongaï (ellos pronuncian sorrai, los franceses guturalizan las «erres» y luego lo escriben así, con diéresis en la «i» además para no pronunciar songué) aunque estaban lejos de su territorio, por Gao, más allá de Tombuctú. Como se suele decir típicamente, un crisol de gentes…pero es que era verdad, allí había de todo…hasta un par de tubabus como nosotros, para darle color, aunque fuese de un tono pálido…
Al País Dogón
Tombuctú llevaba allí más de mil años y no se iba a mover, y dado que Moptí no estaba lejos del País Dogón, a unos ochenta y tantos kilómetros, decidimos postergar por unos días la llegada a Tombuctú y visitar antes a los dogones. Con la ayuda de los libaneses del Byblos contratamos un propio con coche que nos acercaría hasta lo alto de la falla (accidente geográfico, no confundir con el espectáculo pirotécnico típico valenciano) de Bandiágara y que nos recogería días después al final del recorrido.
El camino era lo clásico: una carretera recta de tierra apisonada en un paisaje muy árido. El coche, nada de 4×4: un Peugeot ya bastante viejo. A la mitad del recorrido pinchó una rueda. Por ayudar, y una vez calzado el coche sobre piedras (sobra decir que no llevaba gato) saqué la rueda del eje. Me pinché las manos: la cubierta estaba tan desgastada que sobresalían los alambres. Como pude ver ésto era lo habitual. En las calles y caminos podíamos encontrar numerosos «talleres de reparación» de ruedas, que consistían en un montón de ruedas apiladas de diferentes tamaños, alguna valdría. Un par de palancas para sacar la goma «in situ» y un bote de caucho para taponar agujeros. Y p’alante. Ésto es África.
A los lados de la carretera, los talleres de neumáticos, alguna valdrá…
Los dogones son una de las tribus que más curiosidad despiertan entre los occidentales. Su economía es agrícola, cultivando sobre todo mijo, sorgo, algo de arroz y cebollas (introducidas por los franceses). Y aunque van, poco a poco, islamizándose y cristianizándose, siguen siendo mayoritariamente animistas. No me voy a extender mucho porque hay abundantes trabajos sobre sus ritos, basados en la observación de los astros y su identificación con numerosos animales, y sobre todo con sus festivales en los que lucen una gran variedad de máscaras, cada una con sus significado. Los dogones son famosos como tallistas de madera con la que no hacen sólo sus famosas máscaras, sino también puertas y ventanas, profusamente decoradas.
Estos dos dibujos y otros más se los compré a un chaval dogón que representaba muy bien parte de sus máscaras tribales
Viven pegados a lo que se conoce como la falla de Bandiágara: un precipicio de hasta trescientos metros de desnivel (200 de media) y a lo largo de doscientos kilómetros de extensión, creando un paisaje espectacular. Sus aldeas se reparten desde el nivel superior hasta el inferior, a la que se puede bajar por algunas sendas escarpadas y, a lo largo de la pared, sus almacenes, cementerios y refugios. Al parecer, los dogones se refugiaron en la falla huyendo desde el occidente de Mali de la islamización forzosa, hace unos mil años. Allí se encontraron con un pueblo, los tellem, de los que tomaron parte de su tradición, y éstos a su vez de una tribu anterior, los hombrecillos rojos, posiblemente la población africana más primitiva, de la que nos han quedado restos como los bosquimanos de Sudáfrica.
La Falla de Bandiagara. Abajo se pueden distinguir las chozas. En medio, las cuevas
Los dogones y la estrella Sirio
Una de las cosas que más han asombrados a los occidentales es su cosmogonía. Los dogones, agricultores primitivos, sin ningún tipo de instrumento, ni siquiera un triste catalejo, describen a la Luna como «seca y estéril». Hablan de los anillos de Saturno y de los cuatro satélites de Júpiter (aunque hoy día se hayan descubierto hasta nueve). Pero es Sirio la que más expectativas ha despertado. Los dogones celebran un festival en su honor cada sesenta años. Sirio es la estrella más brillante visible desde la Tierra por su proximidad, desde la constelación de Canis Maior (el Perro Grande), lo que ha motivado mitos en muchas culturas. Los antiguos griegos ya le achacaban el causar la rabia en los perros.
En una fecha tan precoz como 1718 el astrónomo, físico y matemático inglés Edmund Halley (el que dio nombre al cometa más famoso) observó que la trayectoria de Sirio en el firmamento, más notoria al ser más próxima, no era rectilínea sino que describía «eses». En 1844 el astrónomo y físico alemán Friedrich Bessel dedujo que la trayectoria de Sirio se veía afectada por otro cuerpo, invisible debido al intenso brillo de la estrella, al que llamó Sirio-B o «el cachorro» (por aquello de la constelación Canis Maior). Hubo que esperar a 1862 cuando ya, con telescopios más potentes, se pudo contemplar a Sirio-B, una «enana blanca», de menor brillo pero con un gran poder gravitacional, lo que explicaba la trayectoria sinusoidal de Sirio-A. Aún en 1995 dos astrónomos franceses hablaron de una tercera estrella en el sistema Sirio: Sirio-C, una enana roja de intensa atracción sobre Sirio-A, aunque en el año 2011 se descartó su existencia.
Pues bien. Los dogones cuando se refieren a Sirio siempre dicen: sólo vemos una, pero caminan tres juntas…afirmación cuanto menos, asombrosa para nosotros. Teorías hay para todos los gustos: desde los que afirman que desde los años 20 del siglo pasado el contacto con los europeos les «informó» de detalles como éstos, de gran interés para ellos, hasta los que creen que los extraterrestres visitaron a los dogones tiempo ha, transmitiéndoles sus conocimientos…Es cuestión de fe que, como todo el mundo sabe, consiste en creer lo indemostrable. Allá cada cual.
Trekking por el País Dogón
Pepe y yo llegamos, pinchazos aparte, a la parte superior de la falla. Allí los dogones están a la caza del turista. Aparte de ofrecerte artesanía te ofrecen/obligan a coger un guía local para acompañarte, cosa que hicimos, es barato y siempre facilita las visitas. El nuestro en concreto se llamaba Chiquén…cuando le dije que «Chicken» significaba pollo en inglés se rió pero ya lo sabía, por visitantes anglosajones a los que había guiado otras veces.
Previamente en Moptí y aconsejados por los libaneses del Byblos compramos en el mercado una bolsa de nueces de cola, auténtica golosina para ellos, con las que obsequiábamos a los jefes del poblado o a la gente «importante» con la que tropezábamos. Pepe, zorro viejo y viajado, llevaba siempre tabaco para ofrecer en el momento de los saludos: todos sin excepción aceptaban y «distendía» el ambientillo. Por aquel entonces yo no fumaba, más tarde cogí el vicio, y no me olvidaba de llevar tabaco de sobra para ofrecer en los campamentos nocturnos del desierto. Ya se sabe: los tubabus (o los perros infieles) son ricos.
Antes de bajar nos enseñaron junto al borde del precipicio una casa que habían regalado al pintor mallorquín Miquel Barceló y en la que había vivido a temporadas, en su periodo maliense. Barceló les llevó muchos medicamentos y otras cosas necesarias y le tenían en gran aprecio, aunque se quejaban de que hacía tiempo que no les visitaba. Desde allí arriba, la vista era espectacular: el cortado se extendía, vertiginoso a derecha e izquierda. Abajo, un paisaje de sabana muy arbolada con numerosos baobabs y allá, un poquito más lejos en zona de dunas, la frontera con Burkina Fasso: «el país de los hombres dignos», conocida bajo el dominio francés como Alto Volta.
Bajamos por una escarpadura, una grieta en medio de la falla por donde había que caminar con mucho cuidado, aunque ellos están acostumbradísimos. De hecho nos cruzamos con un dogón que llevaba una vaca del ramal. Una vez abajo, comenzamos a andar por un sendero más o menos pegado a la pared de la falla. Cada vez que nos cruzábamos con alguien, el guía soltaba una retahila de saludos entrecortados con los de la parte contraria. ¿Qué le preguntas?, le dijimos (en francés). Le pregunto por sus padres, por los hijos, por la salud y por el trabajo, y ellos contestan «bien, bien, bien, bien». Tomé nota de la costumbre del saludo, general en Malí, y lo utilicé más tarde en el barco, en Tombuctú y hasta con los taxistas de Bamako, aunque en francés: Ça va les parents?-Ça va-Ça va les enfants?-Ça va-Ça va la santé?-Ça va-Ça va le travail?-Ça va…. todo muy rápido.
Acuarela que pinté in situ con mujeres dogonas volviendo de recoger mijo, todas con su niñito a la espalda. No es un «Barceló», pero a mí me gusta
Estuvimos unos días de trekking por el País Dogón. Caminatas de 15 o 20 kilómetros por la mañana. Luego por la tarde y tras la comida (a base de arroz) y la siestecilla inevitable, unos diez más. Cruzándonos con los campesinos que venían de los campos de mijo, todas las mujeres con un niño sujeto a la espalda, en el hatillo. Lo cierto es que no nos hacían apenas caso, mitad por discreción y mitad por timidez, no parecíamos llamarles mucho la atención, aunque nos saludaban cordialmente. Hacía calor y el agua era de pozos, por lo que añadía a nuestras botellas pastillas potabilizadoras por si acaso, no valía la pena correr el riesgo de una diarrea en un sitio tan aislado. Sólo vimos un par de motos. Lo demás, algún carro tirado por burros…
Esta foto fue un «robado» como dicen los famosos, una foto a traición por parte de Pepe…no es lo que parece, puedo explicarlo: estoy a punto de darme una douche africaine. Obsérvese la puerta primorosamente tallada, al estilo dogón.
Al llegar a las aldeas por la tarde, nos presentábamos al jefe y tras el saludo ritual y regalarle varias nueces de cola preguntábamos a ver si había suerte, por la cerveza, llegábamos sedientos…A veces había suerte, había nevera, e incluso había un par de cervezas que nos bebíamos con delectación. En alguna ocasión se nos había adelantado un alemán o un inglés que se las había bebido todas. Y en un par de aldeas, compartiendo la cena a base de arroz y pollo, nos ofrecieron cuencos con la cerveza local, de mijo. Estaba buena, o al menos nos sabía muy rica. Dormíamos al fresco…poco fresco, porque hasta de noche hacía calor, sobre la terraza plana de las casas, a donde subíamos por la típica escalera dogona: un tronco de árbol con los peldaños tallados. Las noches discurrían amenizadas por rebuznos, cantos de gallo y el contínuo sonido de las mujeres moliendo el mijo o el arroz en los bidon, los cubos de madera…y suavemente arrullado por los ronquidos de Pepe..
Siempre cercanos a la pared del precipicio. Veíamos allá arriba, en pleno cortado, cuevas u escondrijos. Había que ser muy hábil y muy buen escalador para acceder a esos huecos de tan difícil acceso. Supongo que directamente trepando, no me imagino que dispusiesen de cuerdas y, mucho menos, un mínimo material de escalada. Pero está claro que los utilizaban para todo. Y en general, poca gente. En alguna aldea tropezamos con un pequeño mercadillo, nada que ver con el tráfago de Moptí ni con el barullo de Bamako. Sitio tranquilo, y lejos de todo, el País Dogón. Llegamos al final de nuestro trekking y volvimos a trepar por otra grieta, procurando no mirar para abajo porque, la verdad, aquello estaba alto de verdad y en algunos pasos daba «miedito». Ahora que no me oye, Pepe tuvo un par de momentos en que lo pasó visiblemente mal, aunque nuestro guía «Chicken» estaba siempre al quite, dispuesto a ayudarle. Se hubiese agradecido un arnés, o una cuerda, pero ésto es lo que tocaba: agarrarse con las uñas. El que vale, vale. La primera ascensión al Naranco de Bulnes la hicieron dos asturianos con alpargatas y cuerdas de esparto, y llegaron. Estando en plena subida dificultosa por la grieta recordé lo que me contaron abajo, en una de las aldeas: que la nevera de donde sacaron nuestras cervezas la habían bajado a lomos de un nativo por una grieta como ésta.
Una vez arriba nuestro chófer nos esperaba puntual, donde habíamos quedado. Nos despedimos de nuestro guía, con propinilla incluída, y aún compramos artesanía de madera en la cooperativa más próxima, hubiese sido literalmente imposible escapar del País Dogón sin llevarnos algo. Y ya, sin pinchazos extras, volvimos a nuestro segundo hogar en Mali, el hotel Byblos, con nuestros amigos libaneses. Próxima estación: Tombuctú.
En barco por el Niger
El barco era digno de una película de tahures por el Mississipi, sólo le faltaban las paletas a los lados. De la compañía estatal Comanav (Compagnie Malienne de Navigation, no hace falta que os lo traduzca). Pintado, repintado y vuelto a pintar cien veces. No muy grande, podía tener veinte metros de eslora. Tres plantas. En el «entresuelo» la sala de máquinas, un coche que habían metido no se cómo, y los camarotes de tercera, los nuestros. En la primera planta los camarotes de segunda (con dos literas), el bar-restaurante y los camarotes de primera, con dos plazas y baño particular. Y en la segunda planta, exterior, los «camarotes» de cuarta clase: rincones por cualquier lugar ferozmente defendidos donde una familia entera se amontonaba sobre una esterilla… ¡y cuidado con pisarla, que te caía una bronca por parte del patriarca!… El barco, como todo en Mali, abarrotado de pasajeros y de sacos: de arroz, de carbón y de más cosas. Como en el horror vacui: no había un rincón vacío.
El barco. Un crucero de lujo, para . Algo así como el Queen Mary pero más modesto
Nos dirigimos como los buenos chicos que éramos a tomar posesión de nuestro camarote de tercera: cuatro literas de hierro de tres pisos con unas colchonetas de gomaespuma finitas y bastante estropeadas. Compartíamos el camarote con un soldado (no se quitó las botas en todo el viaje ni para dormir, creo que lo agradecimos, sobre todo los tubabus), un par de tipos y unas mujeres. En el suelo y sobre una estera cinco niños de entre uno y dos años que al tocarles ardían, las mujeres nos contaron que tenían malaria (primera causa de mortalidad infantil en África). El camarote era pequeño y estábamos un poco apretados, nos movíamos como podíamos. Escogí la parte superior de una de las literas que estaba libre. La cara me quedaba como a un palmo escaso del techo de hierro. Cuando me fui a subir a mi sitio, a los compañeros de camarote les faltó tiempo para decirme, alarmados, que pusiese una estera o algo. Efectivamente: la colchoneta tenía un olor sospechoso a vómitos mezclado con orines y fritanga. Las mujeres, por supuesto, cocinaban con sus perolos y su hornito de carbón en el estrecho camarote.
Nuestro camarote era el que estaba más a proa. Por delante y sobre una pequeña plataforma al exterior estaba «la granja»: dos caballos, un ternero, dos o tres ovejas y alguna gallina, todos en feliz comandita, como nosotros en el camarote. En una de las paradas bajaron a uno de los caballos, por el expeditivo método de levantarle entre varios y tirarle por encima de la borda al muelle, método sin duda más fácil que hacerle pasar por los estrechos pasillos y puertas ( no sé cómo lo meterían). Llevábamos ya un buen rato en el barco pero seguía amarrado. La hora de partida, supuestamente y según el horario previsto era a las siete y media de la mañana, pero al final salimos a las diez y pico. Cuando al capitán le pareció que había llegado el momento, sonó la sirena y partió. El retraso, por supuesto, no pareció inquietar a nadie. Salimos a dar una vuelta por el barco, aunque la misma idea debía tener todo el pasaje porque aquello era un contínuo movimiento de personas subiendo y bajando por escalerillas y pasarelas, a todas horas, tampoco había nada especial que hacer. Como Pepe había trabajado con motores, le faltó tiempo para enrollarse con el patrón para hablar de caballos (de vapor) y detalles técnicos.
Fuimos viendo alejarse la orilla y con ella, a Moptí. La travesía hasta Tombuctú o, mejor dicho, hasta su puerto de Kabara, eran tres días con dos noches. Íbamos viendo pasar las orillas, al comienzo todo era muy verde, árboles en las orillas, las islitas llenas de cañaverales, aldeas de pescadores, pinazas de vez en cuando, alguna pequeña población un poco más grande, gente por las orillas… La travesía era muy tranquila. Aparte de nosotros dos sólo había otros seis tubabus más: cuatro franceses y dos mujeres belgas ya maduritas, muy educadas pero a las que apenas vimos en cubierta, lo mismo que a los franceses, debían ocupar seguramente alguno de los camarotes de primera o de segunda clase -sin duda más confortables que el nuestro- y salían muy poco, no como nosotros, que estábamos todo el tiempo en cubierta. Hablábamos en francés con la gente y debíamos ser bastante populares, por lo exóticos (para ellos). Cuando Pepe quería hacer fotos a los niños o alguna vez que cogí uno en brazos, los pobres ponían cara de miedo y lloraban, asustados por aquella «blancura» tan extraña para ellos.
Por el barco, el mismo trasiego de gente, como si fuésemos a algún lado, alguna cita urgente. Algunos habían instalado pequeños tenderetes donde vendían de todo, desde aspirinas a comida o ropa. Una pequeña ciudad en movimiento. Pepe, infatigable, seguía haciendo fotos. Al día siguiente el río se ensanchaba: entramos en el lago Debo.Perdimos de vista las orillas aunque seguía habiendo islitas, cañaverales y pescadores. Yo me había llevado un bloc de papel de dibujo y una cajita de acuarelas con las que me entretenía, de vez en cuando, sentado en las pasarelas superiores, pintando el paisaje.
En una de esas un niño, aburrido, se sentó mirándome a una distancia prudente, como a tres metros. Como no le decía nada se fue acercando a aquel tubabu que hacía cosas raras, imperceptiblemente, muy poco a poco mientras yo le veía por el rabillo del ojo. Cuando estaba a un metro le sonreí y le enseñé la acuarela. Se plantó ya junto a mí, y cada vez que pintaba una pinaza, o una palmera, o una casita, se la enseñaba y se ponía a reir. Por supuesto el chaval no hablaba francés. Le intenté preguntar por su origen: ¿Bambara?…se rió y negó con la cabeza. ¿Sorray?…Lo mismo. Él mismo me aclaró: Bozo, la etnia de los pescadores del río. Al final metió la cabeza justo encima de los papeles, impidiéndome ni mover el pincel.
Ya sobrepasado el lago Debo, el barco cada tres o cuatro horas hacía paradas que duraban de diez a veinte minutos, en pequeños poblados con embarcadero. De repente un frenesí agitaba a la tripulación como un hormiguero, el movimiento de la tripulación era digno del puerto de Nueva York: mucha gente que bajaba o que subía al barco, cargando o descargando sandías, muchas sandías (pastèque, en francés). Aprovechábamos para pisar tierra firme y Pepe para disparar más fotos. No era nada raro (es más: era lo normal) ver pegados al embarcadero un tipo que lavaba con jabón a una cabra, al lado de otro que lavaba la moto, y al lado una oveja muerta e hinchada, y al lado una mujer cogiendo el agua turbia del río para cocinar y, entre todos ellos, montones de niños bañándose y atentos como gorriones para cuando una sandía despistada se caía al agua, saltar y comérsela.
El paisaje, poco a poco, se iba haciendo cada vez más árido. En las orillas, menos vegetación, si acaso una línea de cañaverales junto al agua. Más allá, el desierto de dunas. El pasaje seguía su rutina. Por la mañana nos lavábamos los dientes con nuestro cepillo… nosotros y los nativos más occidentalizados. El resto usaban unos palitos rojos fibrosos con los que dejaban sus dentaduras blancas e impecables. Cuando hablaban con nosotros -o entre ellos, no era que les diésemos asco- escupían constantemente por la comisura, siempre hacia el río, a donde se tiraba todo: papeles, restos de comida, basura de todo tipo…y de donde las mujeres cogían el agua para cocinar. Al menos la hervían.
Diarrea en el Níger. Perdemos a Pepe
La parada anterior fue en la aldea de Nianfunké, la patria chica del músico Alí Farka Turé, según me informaron los siempre sonrientes compañeros de pasaje, una de las celebridades de Mali. Farka = burro, en sorrai, me aclararon. En la cantina del barco comíamos alguna cosa, sobre todo arroz y pescado. La tónica en Mali era comer una vez al día. Cometí la temeridad de probar una ensalada, atraído por la buena pinta de los tomates y las verduras, aunque sabía porque lo había visto y era lo natural, que lavaban la verdura con el agua turbia que cogían directamente del río. Al cabo de una hora empezaron a sonarme las tripas de forma alarmante, y a sentir la urgencia de evacuar todo aquello. Los servicios de tercera clase estaban bien señalizados: Toilettes 3éme. classe… cuatro cabinas metálicas con un orificio en el suelo (que daba directamente al río, por supuesto, nada de empaquetar como en los aviones) y un grifo en la pared a medio metro del suelo, para limpiarse como se estila en África: con agua y con la mano izquierda, la impura (con la derecha se come). Justo en ese momento el barco hacía una de sus paradas. Más tarde me enteré del nombre del pueblito: Tonka, jamás se me olvidará.
No quisiera parecer en exceso escatológico, si a alguien le molesta que se salte este párrafo, pero fue uno de los recuerdos más intensos del viaje. Afortunadamente había un baño libre porque la cosa se estaba poniendo ya urgente. Me encerré en la cabina, acuclillado como corresponde, y aquello fue el acabóse, el Apocalipsis con sus cuatro jinetes, la caja de Pandora abierta y la central de Fukushima, todo junto y me quedo corto. Sólo decir que salpiqué casi hasta el techo, pero me quedé muy a gusto. Primer susto: al darle al grifo, no salía agua. El barco había parado el motor (no se oían) y no funcionaban las bombas. Segundo susto: contra mi previsora costumbre no llevaba ni un triste papel en el bolsillo con el que limpiarme. Mi mano izquierda ya estaba bastante sucia, y aún me tuve que subir los pantalones (con la mano derecha, la «pura») con todo «aquello» allí, maldiciendo la verdura, a la compañía naviera, a la paradita del barco… cagándome en todo como se suele decir, y nunca mejor dicho.
Cuando salí de la cabina no tuve más remedio para irme limpiando la mano izquierda que irla restregando contra los numerosos sacos de arroz que se apilaban en cubierta, dejando algo así como la bandera catalana, pero en horizontal… Para aquellos que no lo sepan, el origen legendario de la senyera vino de cuando el rey Carlos el Calvo mojó sus dedos en la sangre de las heridas de su súbdito Wilfredo el Velloso, pintando las cuatro rayas rojas en su escudo… Bueno pues algo así, pero ni con sangre ni en un escudo. Me acerqué hasta el camarote, caminando un poco como John Wayne en las pelis de vaqueros, ligeramente entreabierto de piernas, y con habilidad y tan sólo la mano derecha, al estilo del manco de Lepanto, saqué papel higiénico de mi mochila, hice una bola y con discreción me limpié lo mejor que pude. El pegote de papel, por supuesto y como corresponde, dada la ausencia de papeleras, fue derechito al río. El barco se puso en marcha y con los motores las bombas. Pude colarme en una toilette 2éme classe y en la intimidad de la cabina, limpiarme mejor la mano y la entrepierna, y quitarme los calzoncillos que, como todo lo sucio del barco, acabó en el río.
Me esperaba otra sorpresa. Al salir de la toilette Los negros me preguntaban, más sonrientes que de costumbre: Et Pepé, et Pepé, et ton ami?…(¿Y Pepe, y Pepe, y tu amigo?)… ¡Y yo que sé!, les contestaba en español y con mala leche, estará por ahí haciendo fotos…. Pero no estaba haciendo fotos. Ya, muertos de la risa: Pepé, il a resté en terre! (¡Pepe se ha quedado en tierra!)…¡¡¡¡Quéééé!!!. Miré por la borda de babor (la del lado izquierdo), hacia el pueblecito, que se iba viendo cada vez más lejos. Recuerdo que lo primero que pensé fue: ¿Qué le digo a Lupe? (a su mujer). Corrí a hablar con el capitán que pasó ampliamente de dar la vuelta. Debió pensar: …estos tubabus están gilipollas, ¡haber estado atento!… Desde aquella mísera aldea hasta la siguiente parada igual habría más de treinta y cinco kilómetros. Y por una pista de arena por la que habría que ir en un 4×4… si lo encontrabas.
Me enteré más tarde por Pepe que, en aquella bendita parada, con su escasísimo francés y su ignorancia absoluta del idioma negro que fuese, «había» entendido que el barco iba a parar media hora, cuando no paró ni diez minutos. Así que se bajó al pueblecillo con su cámara para hacer unas fotos. Cuando con su cachaza le pareció bien y volvió al embarcadero, lo encontró vacío. Lo primero que pensó: Me he debido confundir de puerto…¡como si aquello fuese Hamburgo!… Lo segundo, rodeado de entusiastas y risueños nativos, vio en la lejanía el barco, cada vez más lejano, valga la redundancia.
Ahí Pepe demostró su capacidad de supervivencia. No llevaba más que su cámara, ni un euro ni un triste cefa encima. Así que lió a unos de una pinaza ofreciéndoles su reloj para alcanzar el barco. Los buenos mozos le dieron al remo con un brío digno de las tradicionales regatas entre Oxford y Cambridge pero, aunque nuestro capitán, gentilmente, al menos redujo la marcha, era mucha diferencia entre los nudos que marcaba el barco y la velocidad que podían conseguir a remo, así que aprovechó que pasaba otra pinaza más grande y con motor para señalarle el barco y decirles que le acercasen. Bien, debió pensar para sí el patrón, la ocasión la pintan calva y los tubabus, como todo maliense sabe, son ricos, muy ricos… Argent, argent, de la monnaie!… (¡Dinero, dinero!)…Ésto lo entendió Pepe. Y señalando el barco dijo: Dans le bateau! (¡En el barco!)…y para allá que enfiló el patrón de la pinaza a motor.
A todo ésto, en el barco estaban encantados. De una travesía aburrida, de repente el incidente supuso pasar a una gran animación. Casi toda la tripulación asomada a babor, agitando la mano o aplaudiendo y gritando al unísono: Pe-pé, Pe-pé!!, como si animasen a su futbolista favorito. Por su parte, «Pe-pé» gritándome a mí desde la canoa: ¡Trae dinero, trae dinero!… El patrón de la pinaza fue abarloándose al barco, estirando a su vez el brazo para coger el billete de veinte euros que le pasé (¡un dineral, para ellos, le salió bien la jugada!) porque hasta que no lo cogió no dejó que cogiese de la mano a Pepe. Tiré de él y subió al barco.
Pe-pé pidiendo dinero y el patrón a su lado, dispuesto a cogerlo antes de soltarle
En aquel momento me dieron ganas de estrangularle y devolverle al río a ver si se lo comían los cocodrilos pero, por no darle explicaciones a «su Lupe», bien que me contuve. Si Pepe ya era conocido en el «bateau», ahora era superpopular. Recién subido al barco mantuvo su sempiterna sonrisa aunque noté que se había quedado algo pálido, y no era malaria precisamente. Todos quisieron saludarle -y de paso a mí, «el amigo de Pe-pé»-, dando la mano a todo el pasaje, del capitán al último mono. De la emoción, hasta nos invitó en el bar a una cerveza a mí, al cocinero y a un par de íntimos, entre los que ya se contaba Ibrahim. Cuando, de vez en cuando «Pe-pé» se iba a dar una vuelta y le perdía de vista me bromeaban algunos compañeros del pasaje: Oú est Pepé? (¿Dónde está Pepe?), a lo que yo les contestaba -en francés- Como vea que se baja del barco le tiro una piedra, lo que celebraban con grandes risotadas (¿os he dicho que los malienses son muy risueños?)
De entre toda la gente con la que charlamos en los tres días de travesía en el barco, y tres días dan para mucha vida social en un espacio tan reducido, conocimos a un chaval muy majo que nos invitó amablemente a su casa en Tombuctú: Ibrahim Oyahit. Ibrahim era de la etnia bela, lo que en sí no es ninguna etnia concreta, como sí lo son los dogones, bambara, shongay, fulani, etc. Los bela agrupaban a los antiguos esclavos negros de los tuareg. Y al igual que, como por ejemplo en Mauritania los haratin o, eufemísticamente, «moros negros», los antiguos esclavos de los árabes y bereberes, mantienen relación de clientelismo con sus antiguos amos, en los territorios tuareg, los bela siguen manteniendo vínculos de dependencia con éstos.
En Tonka, aldea inolvidable ya para siempre, subieron al barco dos norteamericanas jovencitas. Una de ellas, Sara, además de su inglés nativo, hablaba un buen francés y algo de español, ya que según nos contó vivía en San Francisco y allí hay mucho mejicano. Nos contaron también que viajaban por el río en pinaza pero que el patrón las había dejado tiradas en Tonka, sin más explicaciones (algo tiene Tonka que pierde a sus tubabus). Eran bastante aventureras: habían estado en Níger (el estado, no el río) cuatro meses y ahora se disponían a viajar por Mali durante un mes más. Como todos los camarotes estaban repletos iban a dormir, a base de cabezadas, en el bar-restaurante, donde la música siempre estaba bien alta. Aún hicimos otra parada, antes de la última noche en el río, donde se bajaron tres personas de nuestro camarote. La ocasión y el lugar lo aprovecharon tres franceses que acababan de subir, uno de ellos una chica que trabajaba de médico en París y que atendió a uno de los niñitos con malaria. La verdad es que me dejó sorprendido de lo eficientemente que atendió al niño, ante la mirada agradecida de la madre.
Por fin, Tombuctú
Frente a la puerta del memorial de Ahmed Baba, maestro en la medersa de la ciudad y deportado por los moriscos recién llegados para conquistar Tombuctú, a las órdenes del sultán de Marrakesh
Ibrahim se dedicaba en Tombuctú un poco al sector turístico y como tal, con una mezcla de hospitalidad y para hacer algo de negocio, nos «adoptó», pero no era una persona interesada, fue muy amable y paciente con nosotros (sobre todo con Pepe), y nos resolvió muchas cuestiones. Desembarcamos en el puerto fluvial de Kabara ya por la tarde, a diez y nueve kilómetros de Tombuctú. Hay otra entrada en este blog titulada Tombuctú o, mejor, Timbuktú, donde si os apetece podéis encontrar algo más de información, más tipo «vivencias sensoriales» así que, para no repetirme y no cansar, me limitaré en ésta a otras experiencias, sobre todo las relacionadas con las personas.
La casa de Ibrahim era una casa, como todas, muy modesta. Tras pasar una puerta desde la calle, se abría un patio común a donde daban a parar las diferentes viviendas. Además de la de Ibrahim, dos o tres mujeres con algunos hijos, algunos ya adolescentes y, con cierto ascendente sobre todos, la de un hombre de unos cuarenta años que vivía con una mujer joven con la que tenía un bebé. Nos instalamos en la casa de Ibrahim, dormiríamos como todos sobre un par de esterillas en el suelo, cenamos arroz cocido con algo de pescado y descansamos. A la mañana siguiente y estando sobre las esterillas se presentó el hombre: Abdulaye Macko, las mujeres no osaban molestar, y charlamos un poco. Era el presidente y fundador de una especie de partido político. Socialiste?, preguntó Pepe. Non, capitaliste. Hacía sus negocietes y tenía, nos dijo, unos terrenos de cultivo en las afueras. Por el aspecto, le iba bien. Según él, sería el próximo alcalde de Tombuctú.
En el patio pude darme el gusto de otra douche africaine. Fue la cuarta que me dí en todo el viaje: dos en el Byblos y otra en el país dogón, y la última hasta que abandoné el país. No en vano el viejo zorro de Pepe buscaba un compi de viaje «sin especiales exigencias en cuanto a mi higiene»…y como pude comprobar en mis carnes, no le faltaba razón. Falta me hacía un poquito de higiene tras el episodio gastrointestinal del barco. Ya estaba casi bien, ayudado por el Fortasec de mi botiquín, pero aún me recuerdo vigilando con discreción las tonalidades de mis calzoncillos, igual que las mujeres cuando sospechan que les va a venir la regla. El excusado estaba en un rincón del patio junto a la tapia exterior, sin techo y aislado por un muro de adobe de metro ochenta de alto. En el suelo un desagüe que vertía directamente a la calle…ésto es África. Pero me di el enorme gustazo de enjabonarme todo el cuerpo y aclararme, a pleno sol, con la ayuda de un par de cubos de agua.
Por la puerta de la calle entraba y salía gente constantemente, muchos venían a ver a los tubabus de Ibrahim, todos muy amables como parecía ser la norma en Tombuctú. Ibrahim nos llevó a dar una vuelta por la ciudad. Nos condujo en primer lugar a la comisaría de policía donde era obligatorio registrarse como extranjeros, un pequeño trámite por una escasa cantidad de cefas a cambio de un sello en el pasaporte. Nos llevó también a visitar el famoso pozo a cuyo alrededor se formó la ciudad y le dio nombre: el Tim (del bereber «lugar») de Buktú (la «ombligona», por la esclava negra tripona encargada de su limpieza). Los franceses la llamaron Tombuctú al leer y pronunciar el «Tim» en francés como «Tam» o «Tom»…y así se quedó, aunque los anglosajones sí la conocen, al igual que los naturales como «Timbuktú».
La antigua puerta de la mezquita de Sidi Yahiya, destruída por los yihadistas en el 2.013
Vimos las tres grandes mezquitas: la de Sankoré (que ellos pronuncian Sánkore), donde hubo un importante centro de estudios islámicos, de los varios que hubo, a cuyo reclamo y prestigio acudían jóvenes de todo el mundo musulmán. La de Sidi Yahiya, cuya puerta del Siglo XV destruyeron los yihadistas hace poco en sus avances por ser un símbolo de idolatría (decía la tradición que sólo se abriría en el fin de los tiempos), eliminable por tanto, así como destrozaron algunos morabitos, tumbas de santos donde acudían los fieles (Tombuctú es conocida como «la ciudad de los 333 santos») ya que, según los integristas, sólo se puede rezar a Alá. Y la Yingueraber, «la del viernes», día santo del Islam, la más grande, concurrida y visitable por los infieles (como nosotros) y en cuyas puertas conocí a Manolo «el de Tombuctú». Ahora os lo cuento.
Pero antes un apunte «cultureta» de los que a mí me gustan. Muchas mezquitas de Mali se encuadran en lo que se ha dado en llamar «estilo sudanés». Lo de sudanés no viene porque provengan del país llamado Sudán sino porque bajo la colonización francesa, en un principio se generalizó como «Sudan» toda la región al sur del Sahara. Y «Sudán» venía a su vez de la denominación árabe: Bilat al Sudan: el país de los negros. El «estilo sudanés» se extiende por Mauritania, Burkina, Níger y Mali, donde nació. Y fue aquí, precisamente con la construcción de la mezquita de Yingueraber por un arquitecto granadino, por una de esas vueltas que da la vida. En 1324 el emperador Mansa Musa del reino Meli, el hombre más rico de la historia (se ha calculado su fortuna en 400.000 millones de dólares) como buen musulmán peregrinó a La Meca tan cargado de oro y tan generosamente repartido que, durante diez años, bajó su cotización en El Cairo. La vida de Mansa Musa merece una entrada aparte.
Existe un famoso mapa de 1375 que podéis ver aquí arriba conocido como el Mapa Catalán, el de Abraham Cresques, judío de la Escuela de Cartografía Mallorquina, donde en su borde inferior aparece representado un rey con una gran pepita de oro en su mano. Se trata de Mansa Musa. En su peregrinación a La Meca conoció y se trajo a su imperio a un arquitecto y poeta, nacido en la Granada nazarí: Ishaq Es-Sáheli, para reformar y embellecer sus dominios. Construyó palacios y mezquitas, de las cuales la primera fue, precisamente, la de Yingueraber: «la del viernes», día festivo para los musulmanes. Son esas mezquitas de gruesos muros de adobe, con techos formados con troncos de palmera y cañas y, lo que les da su aspecto más característico, con torres cónicas de las que sobresalen como si fuera un acerico gruesas ramas o troncos de tamarindo, de palmera o de acacia, según la disponibilidad.
Sobre la azotea de la mezquita de Yingueraber
Pero esos troncos no tienen un objetivo meramente estético. Son usadas como apoyos, tras cada estación de las lluvias, para que los encargados de restaurarlas trepen y revoquen la cubierta de adobe. En algunas de las más principales y más grandes como la de Yéne, hay familias yemenís con el monopolio de la restauración, que se pasan de padres a hijos. Lo más curioso es que el arquitecto Antonio Gaudí se inspiró en la arquitectura sudanesa para diseñar las torres de la Sagrada Familia de Barcelona. Hay pruebas: Gaudí jamás viajó a Mali, pero sí a Tanger, donde pudo ver imágenes de las mezquitas sudanesas y donde, hace algunos años, se encontraron numerosos bocetos en los que se ve la transición de la estética sudanesa a la gaudiana. De un granadino a un catalán.
Manolo: españoles por el mundo, y por Tombuctú
En mi móvil está registrado como «Manolo de Tombuctú», porque Manolos conozco muchos pero de Tombuctú sólo uno y, como la vida es así, lo normal es que conozcas a la gente en un bar, en la facultad, en Atocha o en Cuatro Caminos, pero conocer a alguien en Tombuctú, ya marca una diferencia. A las puertas de la mezquita de Yingueraber Ibrahim nos señaló un tubabu diciendo: ése es español… En Tombuctú había pocos blancos y los tenían fichadísimos. Si a nosotros nos tenían controlados, al resto de los tubabus también.
¡Coño -dijimos nosotros, haciendo patria- un español!…y, por supuesto, nos acercamos a saludarlo, intercambiamos unas palabras y nos despedimos. Volveríamos a encontrarnos días después en nuestra huida dramática de Tombuctú, lo que nos dio ocasión para conocernos muy bien y sellar una amistad que continúa hasta hoy. Manolo venía desde Nuatchok, en Mauritania, y estaba filmando un reportaje sobre la Fundación Kati, la colección de manuscritos atesorada durante siglos por los miembros de la familia Kati, o Kuti, descendientes directos del último rey godo legal, Witiza (Don Rodrigo fue un usurpador) y que, por los azares de la vida acabaron en este remoto rincón de África. La historia y avatares de los Kati, de su patriarca actual Ismael y de su biblioteca bien ha merecido otra entrada que podéis leer si os apetece: El largo peregrinar de los manuscritos árabes. De la Biblioteca de El Escorial a la Fundación Kati de Tombuctú. 2ª parte.
Visitando a la familia
Ibrahim, ya lo he comentado, era un bela y como tal mantenía buenas relaciones con los tuareg. De hecho, entre las primeras visitas que nos hicieron, vinieron algunos tuareg a vernos. Mitad por curiosidad, mitad a ver si nos vendían algo. Si la gente es pobre, los tuareg lo son aún más, aunque mantienen ese orgullo de raza, como el de los hidalgos castellanos que menciona el Buscón, de Quevedo, que se echaban unas migas de pan por encima de la ropa para que creyesen los demás que habían comido. Ya no comercian como antaño, ahora viven de sus rebaños de cabras y poco más. Y lo poco que sacan de su artesanía.
Un día nos dijo Ibrahim que si queríamos acompañarles a visitar a unos parientes, en algún campamento por las afueras de Tombuctú. Naturalmente, dijimos nosotros, encantados por la oportunidad. ¿Y cómo fuimos?: pues en camello, como se estila allí. Nos prepararon un par de camellos para nosotros y les seguimos. El jefe targui (repito: targui: singular, tuareg: plural) se llamaba Tamalá. Salimos por la tarde para un recorrido que pudo ser de una hora, aunque con el paso tranquilo y el balanceo de los animales lo convirtió en un recorrido muy agradable. Sobrepasamos las últimas casas de Tombuctú entre suaves dunas y alguna acacia, cada vez más escasa. Ya no hacía calor. Colocamos los pies descalzos y cruzados sobre el largo cuello como nos explicaron y aunque teníamos el ramal en la mano no era necesario dirigirles, iban siguiéndose unos a otros, como buenos chicos. Por el suelo vimos a menudo una especie de pequeños melones. Nadie los tocaba, lo que me extrañó. Me explicaron luego que son venenosos, ni los burros se los comen, pero las mujeres tuareg, las targuías, sacan las pipas, las tuestan y las muelen, obteniendo una harina comestible.
Esta foto me gusta mucho. Aquí aparecemos: yo, en primer lugar; Tamalá al fondo y adelantado nuestro amigo Ibrahim. Envié esta foto como christma en navidades con una leyenda donde explicaba: «ni somos los Reyes Magos ni estamos en Belén».
Cuando llegamos a las tiendas ya nos esperaban. En aquellos años en Tombuctú no había apenas teléfonos y en los campamentos menos aún, aunque ahora se han popularizado los móviles tanto como en Europa, pero no los necesitaban para estar al tanto de nuestra llegada. Hombres y mujeres, ellos con el turbante bajado dejando ver la cara. Ante los desconocidos o las gentes «de respeto» se cubren, pero nosotros éramos «de confianza» y estábamos en familia, y ellas sin pañuelo que les tapase el pelo, si acaso alguna de las más mayores, porque los tuareg son matriarcales y las mujeres (las targuías) gozan de un enorme respeto social y bastante desenvoltura.
Nos acomodamos sobre una estera, afuera de las tiendas, directamente sobre la arena, y disfrutamos todos de la ceremonia del te, pausadamente como se acostumbra en el desierto, no había ninguna prisa. Aún sacaron algo de artesanía: joyas de plata sobre todo (a los tuareg no les gusta el oro aunque en tiempos guiaban a las caravanas de comerciantes -o les cobraban «peaje» para no asaltarles-), algún cuchillo, collares y colgantes con cuentas de piedra… A mí me hubiera apetecido especialmente hacerme con alguna de sus espadas, las famosas takubas (proverbio tuareg: «que tus esclavos defiendan los rebaños, que tu takuba defienda tu honor») pero no tenían ninguna y seguro sería cara, aunque siempre se puede negociar. Muchas takubas, las más antiguas, se forjaban en Toledo o en Solingen y las hojas llegaban hasta el lejano sur con las caravanas.
Compramos algunas cosillas, algunos colgantes, aunque al regresar también les dimos una propina previamente concertada con Ibrahim, siempre hay que corresponder a la generosidad. La recuerdo como una tarde bonita: por la luz del atardecer, por la sencillez del paisaje, por el balanceo de los camellos y sobre todo muy cordial, por lo relajado que me sentía entre aquella gente, educados y sonrientes pero sin excesos, bien acogido. Disfrutando de su hospitalidad y de esa calma proverbial que siempre he disfrutado en el desierto. Al regresar Pepe prefirió volver caminando. Un tanto paticorto, se rozó la entrepierna con la silla de madera, no le daban las piernas para entrecruzarlas sobre el cuello de los camellos.
En los días que estuvimos en Tombuctú solía salir a pasear mientras Pepe descansaba. Lo cierto es que me sentía muy a gusto en esta ciudad tranquila, de gente amable, de niños nada pesados que se reían al verme por mi «palidez». Tombuctú, salvo momentos cíclicos de integrismo bajo los peul o los tuareg, siempre fue una ciudad abierta y tolerante con los forasteros, y relajada de costumbres. Cuando cogimos el bus en Bamako uno de los pasajeros cargó varios paquetes con cervezas. Nos le volvimos a encontrar en Tombuctú, a donde iban destinadas. Era agradable tomarse una cervecita por la tarde en alguna terraza de los «bares» donde se podían encontrar. Y donde solíamos coincidir con nuestro vecino de patio, el «capitalista», que nos contaba con su cervecita en la mano, muy ufano, sus proezas sexuales, las queridas que tenía por la ciudad y sus planes de desarrollo para Tombuctú. Estoy seguro de que tenía derecho de pernada sobre todas las mujeres del patio. Los médicos cubanos le tenían fichadísimo por lo caradura que parecía ser.
Había en el patio de vecindad tres chavales adolescentes, muy buenos chicos, que enseguida se mostraron dispuestos a «pegar la hebra» con nosotros. Sus nombres: Mohamadu, Buba y Alasán. Cuando le expliqué a este último que «alazán» era la denominación para los caballos de capa rojiza les hizo muchísima gracia. Nos acompañaron alguna tarde a pasear y nos iban explicando, atropellándose entre ellos, muchas cosas de Tombuctú, encantados de que les viesen con los tubabus, sin duda les hacía sentirse «importantes».
Uno de ellos llevaba un libro y lo fue a dejar en casa antes de pasear. Cuando le pregunté qué era me dijo, muy serio: una biblia… Le pregunté: ¿eres cristiano?, a lo que los otros dos, entre risas, dijeron que era animista (gran pecado, entre los musulmanes). Me respondió más serio todavía: no, soy un buen musulmán, pero quiero saber y conocer otras culturas… Me pareció un gran gesto, por su parte. Me gustó tanto el detalle que a mi vuelta y una vez en España le envié un paquete con varios libros, con muchas fotos. El chaval se lo merecía e imagino que le hizo muchísima ilusión recibir desde Al Ándalus, territorio tan mítico para ellos como para los europeos Tombuctú, un regalo de su amigo tubabu, ¡anda que no habrá presumido entre sus colegas!…
La alegría de Tombuctú
Tuvimos también la ocasión de conocer a los que nosotros pusimos de nombre «la alegría de Tombuctú». No penséis mal. Se trataba del grupo de ocho médicos cubanos destinados en un dispensario con instalaciones. Un pequeño grupo de hombres y mujeres entre los que se repartían las funciones de cirugía, ginecología, medicina general y otras especialidades. De un total de algo más de mil en toda África, nos contaron, subvencionados por el gobierno de Sudáfrica. Prestando una asistencia gratuita, para unas gentes que viven rozando la miseria. Donde la medicina privada es muy escasa e inalcanzable para la mayoría de la población, la presencia de los cubanos era una auténtica bendición para aquellas pobres gentes.
Descubrimos a un par de ellos en la terraza de un bar la primera tarde, aunque luego iríamos conociendo al resto. Casi todos eran «morenos», en el sentido cubano de la palabra (o sea: negros o casi), nada confundibles con tubabus por tanto, pero al oírnos hablar en español se acercaron la mar de contentos…eufóricos, extrovertidos, alegres, vitales…muy «caribeños». Llevaban allí un año, o dos, y la verdad es que, aunque tenían su lógica morriña de la isla, nada que ver con el desierto, se les veía contentos. Iban destinados para una temporada, pero el trabajo que hacían, dentro de las lógicas limitaciones, les reportaba mucha satisfacción. Y siempre era un placer encontrártelos, saludándonos a voces, siempre con una sonrisa pintada en la cara…la «alegría de Tombuctú»…
Pepe (en medio) y yo con tres miembros de «La alegría de Tombuctú»
La casa de Ibrahim estaba en una barriada de casas muy parecidas, todas de adobe, a la que llegabas por unas callejuelas por supuesto sin rótulos y sin numeración. ¿Para qué, si pocos sabían leer y ya sabían orientarse?… Nos costó trabajo aprender a orientarnos de día. De noche y sin farolas, era imposible. Todas las noches escuchaba hasta el amanecer la música y los cantos de los nómadas acampados en sus tiendas por las afueras o en los descampados de la ciudad. Me hubiese encantado acercarme a escucharles más de cerca pero no me atreví a hacerlo, ante el miedo a extraviarme, y bien que me arrepiento. El miedo te recorta la vida…
Si Tombuctú era caótica, para aumentar más el caos, en los descampados entre las casas, a menudo deshecha su estructura de adobe por las esporádicas lluvias, instalaban provisionalmente sus tiendas los nómadas de paso por la ciudad, como si estuviesen en medio del desierto. Estaban unos días para resolver sus inexplicables asuntos, y tal como los veías un día, a la mañana siguiente habían levantado el campamento y se habían marchado.
Tiendas de los nómadas, parte del paisaje urbano de Tombuctú
Cuando hace pocos años llegaron los yihadistas la cosa empeoró bastante: obligaron a las mujeres a ir cubiertas cuando, hasta entonces, iban con su pelo al descubierto y se dirigían a ti sin el menor rubor. Prohibieron fumar por la calle (castigado con azotes) y, por supuesto, beber cerveza. Demolieron un par de bares, aparte de la paliza a los dueños. Además de lo ya contado: arrasaron morabitos y la puerta de la mezquita de Sidi Yahiya. Los tuareg practican un islam bastante relajado pero en Mali y el país de Níger siempre han estado bastante puteados.
Para unas gentes tradicionalmente esclavistas como los tuareg,
ser gobernados por negros, desde sus capitales de Bamako y Niamey, era cuanto menos incómodo. Pero para los negros gobernantes, los nómadas tuareg eran también unos súbditos díscolos. En Argelia y Libia la situación es diferente. Es un gobierno de «blancos» (árabes pero blancos) y están muy bien considerados. En Mali desde su independencia ha habido cuatro revueltas tuareg, la penúltima una insurrección armada que dio lugar a una pequeña guerra civil, reprimida con dureza y que se saldó con un armisticio.
Esta última y más reciente pretendía la independencia del territorio del Azawad, la parte desértica al norte de Tombuctú. Grupos tuareg más fuertemente islamizados formaron el grupo Ansar Al-Din (los «hermanos de la fe»). El problema para el mundo occidental es que ya no se trataba de unos pobres tuareg dispersos y mal armados. El problema creció hasta hacerse muy preocupante cuando les comenzaron a apoyar desde AlQaeda a través de su sección del Magreb Islámico. Y a esta yihad ( en árabe: el esfuerzo) se sumaron combatientes muy bien armados, fuertemente concienciados y con experiencia militar desde el conflicto de Libia y más allá (Chechenia, Irak, Afganistán…)
Con estos furibundos yihadistas la situación se complicó mucho en la, hasta entonces, tranquila Tombuctú. Incluso quemaron los valiosos manuscritos de alguna de las antiguas bibliotecas allí conservadas… Los libros suelen molestar a los tiranos y en tiempos de dictaduras, de cualquier signo, pueden acabar en la pira. Por desgracia la historia está llena de ejemplos: desde la más famosa de Alejandría a la criba hecha por los nazis, desde el Índice de libros condenados por la Inquisición, a la biblioteca del califa cordobés Al Hakam por parte de Almanzor, de la biblioteca de El Cairo a la de Damasco…el argumento para destruirlos era impecable y siempre el mismo: si ya confirman lo dicho por Alá, son inútiles; si le contradicen, son impíos…
Un homenaje español en forma de tortilla
Ibrahim nos había preparado un día y como homenaje a sus invitados una comida típica «tombuctueña». Un tukassu: bollo de harina y carne, con trozos de cordero y salsa, y vita: una pasta hervida a base de mijo y arroz, que nos recordaba a nuestro arroz con leche y yogur, muy rico. Así que, y como se acercaba el día de nuestra partida decidimos, como agradecimiento, preparar un par de tortillas «a la española» para nuestros vecinos. Primer problema: en el desierto no hay patatas, así que compramos unas duras mandiocas a las que hubo que cocer primero antes de poder freirlas. Segundo problema: en el desierto no hay aceite de oliva, así que compramos unas bolsas (no hay tampoco botellas) con aceite de cacahuete. Tercer problema: las gallinas que corretean por los patios son muy pequeñitas, igual que sus huevos. Nos hicieron falta un par de docenas.
Con semejantes ingredientes e inasequibles al desaliento, pedimos prestadas un par de sartenes. De ésas sí que había, afortunadamente. Tuvimos que pelearnos con las mujeres que se empeñaban en hacerse con los perolos, para ellas era sencillamente inaudito que los hombres se empeñasen en cocinar cualquier cosa, por sencilla que fuera. Me imagino cómo hubiesen alucinado viendo las cofradías y sociedades gastronómicas vascas donde sólo cocinan los hombres, seguramente hubiesen pensado: estos tubabus están locos… Afortunadamente hay fotos que lo demuestran: Pepe y yo friendo la mandioca, ellas muertas de la risa…
Preparamos dos tortillas «de patata a la tombuctueña» (nada que ver con la tortilla de Betanzos, por ejemplo) y, la verdad, es que no nos salieron pero que nada mal. Cuando apareció por allí el «boss» al que estábamos esperando como personaje principal, se la dimos a probar. Entre Pepe, él y yo, nos comimos media. Está muy buena -dijo-, guardadme esa otra mitad. Y se fue. Y en ese momento, y sólo en ese momento en que desapareció del patio, las mujeres y los niños que estaban mirando alejados y en silencio la merendola, se atrevieron a lanzarse como hienas sobre la otra tortilla de la que, como es de imaginar, no dejaron ni los restos. Para que luego me digan que en España hay machismo.
Irse de Tombuctú no es fácil. Nos vamos…al segundo intento
Teníamos el billete de vuelta a Madrid desde Bamako vía Casablanca para dentro de un par de días. El viaje por tierra suponía un periplo por incómodas pistas de desierto y estepa que se podía alargar otro tanto. La forma más rápida era coger un vuelo interno en un bimotor de catorce plazas que hacía el trayecto Bamako-Mopti-Tombuctú-Gao, ida y vuelta, dos veces por semana. Las líneas aéreas maliense disponía de dos aviones, de los cuales siempre había uno averiado, ya dije que Mali es un país muy pobre. Habíamos reservado el billete nada más llegar a la ciudad. Volver por tierra suponía un viaje de dos días: hasta Mopti, más de 500 km por pistas muy incómodas, y de Moptí hasta Bamako unos 750 km más, un total de 1.250 km y en condiciones duras.
El día de la partida nos acompañó Ibrahim al aeropuerto a las seis de la mañana. Decir aeropuerto quizá sea una osadía. Una casamata en medio del desierto y a su lado, la pista de aterrizaje: una pista de arena casi indistinguible de las dunas que la rodeaban. Nos encontramos allí de nuevo con «Manolo el de Tombuctú» que volvía a Bamako a recoger unos compañeros; otro español, Jaime Alejandre, viajero solitario inveterado que estaba escribiendo otro libro de viajes por el mundo y acababa de llegar a pie desde Bamako, caminando por lo que se conoce como la curva del Niger (ellos dicen «la joroba del camello»); dos o tres franceses y un par de yanquis, uno de ellos una señora mayor en silla de ruedas.
Manolo, un servidor y Jaime. Españoles por el mundo.
A todo ésto aparecieron por el «aeropuerto» un grupo de catorce marines norteamericanos de las fuerzas especiales, de los Seal Navy, que acompañaban o escoltaban a su cónsul en Mali. Faltaba poco para que estallase la llamada Segunda Guerra del Golfo y, aunque Mali no iba a verse implicada, el cónsul estaba reconociendo la zona. Se plantaron allí y, con una sonrisilla en la cara que sonaba a guasa, nos dijeron que el avión era para ellos…¡Pero…pero…tenemos los billetes…nos esperan en Bamako…tenemos que coger un vuelo…!. El cónsul ni hablaba. Los marines tampoco. El jefe de ellos -ciertamente eran parcos en palabras- sólo dijo (en inglés): el avión es nuestro.
Los franceses medio protestaron un poco, sin levantar la voz, también es verdad, no tenían pinta los marines de gustarle los gritos. Los españoles, más sufridos y acostumbrados por la historia a la resignación, apenas dijimos nada entre nosotros. Los yanquis, por aquello de ser compatriotas de los marines, aún se atrevieron a protestar un poco más. Yo miraba en silencio a los marines. Decir «cachas» es quedarme muy corto. De los que no cabían por la puerta, caso de haberlas en el desierto. Pero tenían pinta de arrancarte la cabeza de un guantazo, y sin hacer mucho esfuerzo además, caso de llegar la ocasión de tocarles las narices, ocasión que no pensábamos darles, por si acaso.
Vimos llegar el avión. Vimos aterrizar el avión. Vimos despegar el avión, todos (españoles, franceses y yanquis) con la expresión del tonto en la cara. Sólo se llevaron, movidos por su infinita compasión, por hacer la buena obra diaria del boy-scout o por su proverbial respeto a los ancianos, a la señora yanqui mayor en su silla de ruedas. Una vez que nos desahogamos cagándonos a voces en las madres de los marines, éso sí: cuando ya no nos podían oír, tampoco somos suicidas, empezamos a pensar qué hacer. El próximo avión llegaría en tres días. Nos volvimos a Tombuctú a reclamar en las oficinas de la compañía que, sin discutir y visto lo visto, nos devolvieron el dinero.
Nos reorganizamos, que es lo que hay que hacer en África. Porque muy a menudo por las circunstancias del país, aunque en este caso fuese por marines yanquis, te encuentras con obstáculos e impedimentos que te tuercen los planes pero, como ésto no es Europa y aquí nunca funcionan las cosas de forma cuadriculada, sencillamente te reubicas, lo mismo que el GPS cuando abandonas la ruta prevista. Nos pusimos de acuerdo entre varios: Pepe y yo, Manolo-el-de-Tombuctú, Jaime Alejandre y un francés de los que se quedaron colgados y necesitaba, como todos, volver a Bamako. Ibrahim, que se había quedado con nosotros, nos buscó a un tal Issa, propietario de un Toyota y con amplia experiencia -lógica- en el desierto, y salimos aquella misma mañana.
A Bamako por tierra
Hace años Tombuctú fue etapa frecuente en el rally Paris-Dakar aunque los avatares hicieron modificar la ruta a los organizadores, cambiando el recorrido y desde hace pocos años, hasta de continente. Pero en Tombuctú muchas personas han colaborado, de una forma o de otra con el París-Dakar, y además cuentan a su favor que han «echado los dientes» en el desierto y están más que habituados a las dificultades que supone conducir por las siempre traidoras arenas.
En el Toyota íbamos de pasajeros, ya lo mencioné, los cuatro españoles y un francés. Y además del conductor, Issa, que nos demostraría su experiencia en numerosas ocasiones en cuanto al manejo del coche sobre la arena, un adolescente -posiblemente su hijo- que viajaba echado sobre nuestros bultos, en la parte de atrás. El francés, me contó, llevaba unos veinte años trabajando en la empresa Air Liquide dedicada a la explotación de gas natural, y había vivido en varios países del Sahel, desde Sudán hasta Senegal. Llevaba en Mali cuatro años.
Volvía ahora de acompañar a una caravana de camellos, más de tres semanas de viaje. Al final no me enteré si se trataba de la última caravana que hacen los tuareg, la del Azalai, hacia las minas de sal de Taudeni, dirección norte desde Tombuctú, catorce días en camello, los últimos siete sin un pozo de agua. Me contaba que el desplazamiento se hacía cuatro horas a pie y cuatro horas en camello. Cuando tocaba caminar iban en silencio, para no deshidratarse, imitando la zancada lenta de los camellos, a temperaturas que oscilaban entre los 40 y 45º centígrados. Supongo que sí, que volvía de las minas de sal, porque una vez llegados a Bamako se olvidó dos placas de sal, que el conductor me regaló y que guardo en mi casa, entre otros recuerdos del viaje.
Cruzamos el río Níger desde el puerto de Kabara, a bordo de una plataforma junto con otro coche y varios indígenas. A lo lejos resoplaban los hipopótamos. En esa zona el río era muy ancho, e hicimos tres o cuatro paradas intermedias en islitas llenas de vegetación. Una vez al otro lado comenzó una travesía de muchas horas por el más puro desierto. Encontramos coches abandonados, semienterrados en la arena, y ayudamos a sacar a otro que se había quedado semihundido hasta las ruedas. Pero nuestro conductor esquivaba la arena blanda y en ningún momento tuvimos que empujar. Nos demostró su pericia en un momento en que subiendo una gran duna, hubo un momento en que pareció que iba a atascarse. ¿Nos bajamos?, le dijimos. Pero negaba con la cabeza, se dejaba caer hacia atrás y remontaba por otro lado. ¡Chapó por el chofer!.
Poco a poco fuimos dejando la arena y entramos en zonas de densos matorrales espinosos. De vez en cuando parábamos a cambiar de posiciones en el coche o a hacer un pis. En una de esas paradas y rodeados de matorral de dos metros hacíamos chistes: ¡Ten cuidado, no sea que salga un león y te la coma!… El caso es que una vez en España y siguiendo el recorrido en un mapa vi que sí: que en aquellas zonas…¡había leones!. El ambiente en el Toyota durante el trayecto era magnífico. Muchas horas juntos y aliviados por escapar de Tombuctú, nos dedicamos a contar chistes en una escalada de carcajadas que debieron despistar al conductor y hacer pensar al francés que estos españoles debían estar un poco locos. Pero los chistes relajan el ambiente y hermanan los espíritus, y desde entonces Manolo-el-de-Tombuctú y yo nos hicimos íntimos. Aunque él vive en Málaga y yo en San Lorenzo de El Escorial, nos vemos cada vez que podemos, he dormido en su casa muchas noches y compartimos unas cuantas aficiones, entre otras la de la historia y, en concreto, la historia andalusí, de la que Manolo es un experto.
Ya atardeciendo salimos por fin a una pista de tierra a la altura de Duentza. Encontrar aquella humilde pista después de tantas horas por pistas de arena nos pareció grandioso, cual autovía de seis carriles con áreas de servicio, la llegada a la civilización, la resplandeciente entrada a Las Vegas… Seguimos pocas horas más hasta Moptí y sugerimos acercarnos a Sevaré y a nuestro bendito hotel Byblos para cenar algo, lugar que a todos les gustó y donde nos recibieron encantados. El conductor sólo se tomó un te, se echó a dormir en el suelo mientras nos reponíamos y partimos de nuevo, ya de noche cerrada.
Las carreteras nocturnas en Mali son peligrosas. Se atraviesan burros o gente, de repente, en plena oscuridad. Los faros de los coches no son de halógenos, precisamente, e iluminan mal. Y de vez en cuando te cruzabas de frente con un camión, por esas pistas estrechas donde no hay sitio para dos, y era un pulso donde ganaba el más fuerte: en el último momento el Toyota daba un brusco quiebro para evitar estamparse contra el camión que no había cedido ni un milímetro, mientras nosotros, con los ojos como platos, aguantábamos la respiración, viéndonos volar hacia la cuneta para ser devorados por las hienas.
Justo empezando a clarear, llegamos a Bamako. Una boina de contaminación cubría la ciudad, visible desde lejos. Y desde muy temprano, otra vez, el tremendo follón del tráfico y de la gente. Nos habíamos desacostumbrado a todo este tremendo jaleo, y hasta el conductor empezó a maldecir (no en vano era de Tombuctú), Bamako debía parecerle el infierno.
Las placas de sal que se dejó olvidadas el francés
El francés pidió al conductor que le dejase en el hotel Mandé, a la orilla del Níger y bastante lujoso por lo que pudimos ver. Nos despedimos y para mi suerte se dejó olvidadas las dos placas de sal. Nosotros fuimos al hotel Djenné, muy digno y no caro, que ya conocía Manolo. Allí le estaban esperando su socio y Carmen, su novia, preocupados por su tardanza. Tenía que haber llegado ayer, pero África es así. Llegados vía París con una cámara grande…y una estupenda sorpresa: unos sobrecitos con ¡jamón, chorizo, salchichón!…después de tantos días a base de una comida diaria de arroz, se nos saltaban las lágrimas de la emoción recordando a la patria… Se volvían a Tombuctú otra vez a continuar el reportaje, y aprovecharon a nuestro conductor y su Toyota, que había demostrado ser un chofer muy fiable. El hombre por lo menos aprovechó el viaje de vuelta y pudo resarcirse de su «visita» a la ciudad horrible.
Pepe y yo volábamos aquella misma noche. Teníamos un día entero que aprovechamos para dar un último paseo por Bamako, paseo en el que, como conté al principio, me llevé de recuerdo y gracias a las «gracias» de Pepe un buen puñetazo en las costillas. Una vez en el aeropuerto aproveché la espera para asearme un poco en los lavabos del aeropuerto. Sólo nos habíamos podido dar un par de «douches africaines» en el Byblos, otra en el País Dogón y la última en la casa de Ibrahim, en Tombuctú. De los dos pares de zapatillas que llevaba ya había tirado una, y de las dos camisetas que llevaba, estaba a punto de liquidar la más sucia, la más rota, lo que no fue fácil de decidir. No me daba cuenta, pero debía oler a cabra muerta.
En los baños cuando me miré al espejo casi me di un susto, hacía quizá dos semanas que no me veía la cara: quemado por el sol, la barba crecida y cierta capa de mugre, mezcla del sudor y el polvo. Me quité la camiseta y me froté con jabón cara, torso y axilas, para aclararme después con las manos. Justo en el momento del enjabonado se abrió la puerta y entró un policía, un bambara de dos metros de alto. Se quedó mirándome en silencio. Al cabo de un rato de estudiarme sólo dijo, irónicamente, supuse: Hace calor, ¿no?. Debió pensar: Estos tubabus están locos.
En el aeropuerto nos sorprendieron los controles, al menos tres, en los que registraron nuestro equipaje minuciosamente, no sé qué esperaban encontrar en las mochilas de los tubabus, aparte de alguna figurita dogona, quizá nos vieron cara de drogadictos. Una vez dentro del avión y antes de despegar, las azafatas, marroquíes como su compañía aérea, avanzaron una por cada pasillo rociando generosamente, muy generosamente, con ambientador. Llegué a sospechar si era por nuestra causa, pero no. El pasaje era mayoritariamente de negros, y no hay nadie más racista con los negros que los árabes, precisamente.
El vuelo transcurrió sin incidentes, la escala en Casablanca se nos hizo muuuuuy larga, estábamos aún atontados bajo el influjo africano y, sobre todo, estábamos deseando volver. Llegamos a Barajas por la tarde y, por fin, a nuestra confortable rutina, a nuestra blanda cama sin arena y a nuestra calentita ducha, esta vez europea…daba gusto dejar correr el agua sobre el cuerpo… Aún me llamó Pepe a la mañana siguiente para preguntar que qué tal estaba pero, sobre todo, para decirme: ¡He follao, he follao! (al parecer no le concedió tiempo a su Lupe ni para darle las buenas tardes). Yo, por mi parte, me fui a comer con mi numerosa familia, se celebraba algo pero no recuerdo qué. Habíamos quedado en un restaurante del barrio y habían encargado una tremenda paella. Somos muchos, y comemos muy bien.
Ante una paella, soy más temible que las hienas, que los leones del matorral espinoso, o que las vecinas y vecinitos de Tombuctú ante la segunda tortilla «al estilo tombuctueño». Me suelo comer un segundo, incluso un tercer plato, y bien cargadito además, es raro que perdone ni un grano de arroz en el fondo de la paella. En esta ocasión, me serví sólo medio plato. Mi madre y mis hermanos me miraron extrañados. –Pero…¿no te echas más?….-No me apetece, gracias… Debieron pensar si no estaría enfermo, si no había cogido algo «raro» por aquellas tierras tan poco saludables. Me quedé mirando el plato vacío que, ni siquiera, en contra de mi costumbre, había rebañado. No, no me apetecía más. No es que se me hubiese encogido el estómago, simplemente me había acostumbrado a la comida escasa. Aún tardaría unos días en ir recuperando mis viejos hábitos alimenticios. África es así.
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